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El pobre nivel de un pobre debate


El país vive tan sumido en una atmósfera de lugares comunes y consignas en el debate público que ya ha perdido todo sentido crítico o analítico.

Hay gran discusión acerca de si debe o no incluirse en un indulto a un anciano y enfermo general que está preso y todos, partiendo por el juez que lo condenó, saben que es inocente de los hechos que se le imputan, aparte de otras incontables razones legales que bajo un verdadero estado de derecho impedirían que estuviera preso. Sí, créanme, el juez sabe que, además, es inocente, pero ese juez perpetró una vindicta política. Por eso lo condenó. Es que ese general encabezó la CNI (mucho después de los hechos por los cuales se le ha condenado y sin que ni siquiera los jueces de izquierda hayan encontrado cómo procesarlo por su desempeño en la CNI). Y ustedes saben que la CNI está políticamente proscrita. Por eso el ministro Allamand despide a asesores de su cartera si es que siquiera trabajaron unos meses para la CNI.

Pero, a la vez, ¿cómo no se va a indultar a ese general? Si no se le indulta a él, viejo, enfermo, inocente ¿a quién se puede entonces indultar? A nadie, sería la conclusión lógica. Pero el nivel del debate interno es tan pobre, tan miserable, tan por debajo de la lógica más elemental, que Gobierno y Oposición están de acuerdo en lanzar a la calle a casi diez mil delincuentes comunes a través de un indulto, pero no quieren aparecer dándoselo a un general (r) octogenario, enfermo e inocente. Ese es el país en que vivimos. A ese nivel se toman las decisiones.

El Presidente no quiere indultar a ese general, pudiendo él, por sí y ante sí, perfectamente hacerlo. Pero ya le denegó el indulto apenas asumió. Porque en el nivel miserable de nuestro debate público ese general es «un violador de derechos humanos». Cosa que no es, pues nunca se le ha probado haberlos atropellado. Pero, claro, tampoco el Presidente puede así como así, ahora, volvérselo a denegar cuando se propone lanzar a la calle a miles de delincuentes comunes.

Entonces, siempre infinitamente habilidoso, «le pasa la papa caliente» al Congreso. Que el Congreso se lo deniegue, cosa que ciertamente va a hacer. Y así se libra del problema.

Otra miseria de este debate miserable es que los 60 o 65 uniformados presos (ni ellos mismos saben con exactitud la cifra) son personas que antes de verse envueltos en la lucha contra veinte mil terroristas de izquierda armados (diez mil locales, reconocidos por Altamirano; y otros diez mil extranjeros, certificados por la OEA), fueron ciudadanos ejemplares. Y después de su actuar en los servicios de inteligencia también. Son ciudadanos decentes y respetuosos de las leyes, que durante un período debieron combatir a terroristas. Y muchos de ellos están presos sin siquiera haber cometido atropellos contra los propios terroristas de izquierda. Eso lo sabe todo el mundo. Lo que sucede es que quienes saben cuáles son inocentes incluso de aquello no han querido hasta hoy revelarlo.

Todo esto sucede porque hay un grupo afín al terrorismo de izquierda que es capaz de poner bombas, cometer atentados, salir a las calles y destruir propiedad pública y privada, y que además tiene mucho armamento («por si las moscas», como confesó una vez su jefe). Es el temor a la violencia terrorista, que invade por igual al Gobierno y al Congreso, con excepción de sus miembros identificados con esos terroristas, que son una media docena y, por supuesto, no tienen ningún temor, pues la naturaleza de su misión es infundírselo a otros y así lograr todo lo que se proponen y ser recibidos en Palacio e invitados a giras internacionales.

Ese es el pobre nivel del miserable debate interno actual, que discurre entre consignas, hipocresías, miedos y mentiras. El resultado es perfectamente previsible: van a soltar a miles de delincuentes para que vuelvan a su oficio habitual, mediante indulto, y se lo van a denegar a un caballero que no constituye peligro alguno para la sociedad, sino que sólo es un testimonio vivo de la injusticia, de la ilegalidad, de la falta de toda compasión y del absurdo en que discurre la vida pública en el país de los lugares comunes, de la vociferación izquierdista, de la derecha difunta y de los cerebros perfecta y metódicamente lavados.

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