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Obama-Piñera: contracara

Jaime Retamal
Por : Jaime Retamal Facultad de Humanidades de la Usach
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¿Tendremos, alguna vez, la dignidad de solicitar a Estados Unidos un reconocimiento de Estado por la intervención americana que selló nuestro destino como sociedad y país? ¿Será Piñera –puede sorprender- quien recuerde a Obama que dicha intervención -desde la DC hasta Pinochet pasando por la escuela de Chicago- terminó por transformarse en la causa de la actual configuración de nuestro país?


Vidas paralelas

“Historia de un ascenso” subtitularon las periodistas Loreto Daza y Bernardita del Solar su libro sobre el Presidente Piñera. De “un ascenso”, sí; no obstante que al terminar el libro no se percibe tal ascenso. Menos aún se lo percibe si comparamos a Sebastián Piñera con Barack Obama.

Piñera siempre ha sido un privilegiado. Un bendito del destino. No ha sido difícil para él tener todas las virtudes que se le atribuyen. Es relativamente fácil ser tenaz, “transpirar éxito y optimismo” (expresión de Eugenio Tironi), ser winner en los negocios (multimillonario) y en la política (presidente de la República) cuando se ha gozado desde antes de nacer con un privilegiado viento en popa.

El abuelo de Sebastián Piñera –con estudios en Derecho y miembro del ejército que derrotó a Balmaceda en 1891- fue un hombre que amasó una fortuna considerable, por una parte, gracias a su trabajo en las empresas británicas Williamson Balfour y Gildemeister que explotaron el salitre en el Norte, y por otra, gracias a la especulación financiera en la Bolsa. Antes de cumplir 50 años ya era multimillonario, dejó de trabajar para siempre y se radicó con su esposa en Paris: un elegante edificio de cuatro pisos, tres empleadas, una “mamá” chilena, una institutriz y una joven inglesa para que los niños aprendieran además inglés durante los veranos. Ahí nacieron y fueron criados el padre de Sebastián Piñera, José, y también su tío, el Obispo Bernardino Piñera.

El padre, José Piñera, a todas luces fue una persona adorable para todos. Una mezcla de dandi e intelectual, de gran señor pero afectado de diletantismo, un político demócrata cristiano pero a su manera, y un padre entre descuidado y severo, chispeante, conversador, juguetón y con una notable visión del mundo social aristocrático chileno que sabía perfectamente qué hacer con la educación de sus hijos (la excepción reafirma la regla). Trabajó en Nueva York (lugar en el que vivió, cerca del Central Park, con toda su familia) fundamentalmente en negocios bancarios. En Chile, como se sabe, perteneció a la red más conspicua de la Democracia Cristiana, fue embajador de Chile en Bélgica y un largo etcétera que sólo demuestran que nuestro presidente gozó desde su infancia de un ambiente y una red de privilegios afortunados y significativos.

[cita]Barack Obama no tuvo el colchón familiar, de redes sociales, de fortunas multimollonarias y del sostén total que sí tuvo Piñera. Por donde se le mire, su historia es realmente la historia de un ascenso. Por donde se le mire, ambas vidas son absolutamente paralelas: Piñera un winner desde antes de nacer, Obama un perfecto self made man o un Prometeo afroamericano.[/cita]

Barack Obama en cambio, si miramos así las cosas, tiene todo en contra. Y por ello, su vida es verdaderamente la historia de un ascenso hecho –no está demás decirlo- a contrapelo de todo aquello que pudiésemos pensar, desde el color de su piel hasta su intrincada historia familiar. Si Estados Unidos encarna el país de las oportunidades logradas y alcanzadas por el mérito, ese clisé tan manido, Barack Obama es sin duda su expresión máxima.

Aunque suene romántico para algunos, tanto su abuelo (Onyango) como su padre (Barack) eran efectivamente pastores luos de cabras en África, en una pequeña aldea de Kenia. Ciertamente el padre de Barack Obama mezclaba sus actividades tradicionales de pastoreo con sus estudios de economía en una Kenia colonizada brutalmente por los ingleses. Precisamente fueron esos estudios los que le permitieron alcanzar la posibilidad de tomar uno de los tantos famosos “puentes aéreos” que llevaban a jóvenes keniatas a estudiar al primer mundo para después volver y construir una Kenia libre e independiente, postcolonial.

El abuelo Onyango Obama fue gran parte de su vida cocinero para los británicos blancos. Para llegar a trabajar a Nairobi y encontrar ese trabajo, caminó dos semanas desde su aldea, no sin tener que luchar contra leopardos, búfalos de agua y serpientes. Su sueldo era aproximadamente de sesenta chelines y además era herbolario y curandero. Durante la segunda Guerra Mundial sirvió de cocinero para el ejército británico en Birmania: sufrió todas las humillaciones pensadas ahí. Onyango, más tarde, en medio de la lucha social keniata por liberarse de Inglaterra, fue detenido seis meses y sufrió la terrible experiencia de ser torturado brutalmente. Si algo transmitió a su hijo, fue resentimiento y deseos de libertad.

Pues bien, fue en 1959 que el padre de Barack Obama llegó a Estados Unidos, específicamente a la Universidad de Hawái. Difícilmente había logrado estudiar por correspondencia y obtener un certificado de bachillerato en Kenia por lo que la experiencia de llegar a Estados Unidos, de cualquier forma, era importante. Dejó en Kenia a su esposa y a su hijo. Como se sabe, fue en Honolulú donde conoció a la joven madre de Barack Obama: la enamoró y se casaron, ella engañada pues no sabía que ya tenía familia, él con 25 años, ella con 17.

La madre de Barack Obama, Stanley Dunham, provenía de una modesta familia de Kansas. Habían llegado a Hawái luego de una serie de crisis económicas. Llegaron a probar suerte, a vender muebles y probar cómo sería ese negocio. Honolulú sería el lugar. Como se sabe, además de ser engañada por el padre de Obama, fue abandonada y debió superar una crisis emocional para volver a encontrar el amor y casarse nuevamente con un joven de Indonesia. El niño Obama tuvo figuras paternales, no obstante. Pero no cabe duda que ya adulto, tuvo que mirar con compasión su pasado entre diversos padres, diversas ciudades, diversos países, y seguramente en medio de mucha soledad, desolación e incertidumbre.

Leemos muchas veces en los escritos del presidente Barack Obama intentos por reconciliarse con su pasado y con el pasado de sus progenitores, claramente disfuncional. De su madre dice, “era una chica con una película de gente negra hermosa en la cabeza, halagada por la atención de mi padre, confusa y sola, intentando zafarse de los grilletes de la vida de sus padres… estaba teñida de conceptos erróneos, de sus necesidades, pero era una necesidad cándida, sin egoísmo.”

No está de más recordar lo siguiente: Barack Obama ha tenido que incluso aprender a ser “negro entre los negros”, pues nunca ha sido reconocido como parte de esa historia de lucha americana que encarna un Luther King o Malcolm X. Toni Morrison ha llegado a decir que el primer presidente negro en Estados Unidos fue verdaderamente Bill Clinton. Obama tuvo que hacer esfuerzos inmensos para comenzar a ser reconocido en esa historia que le era esquiva y los hechos demostraron que fue capaz.

¿Ascenso? Como se ve Barack Obama no tuvo el colchón familiar, de redes sociales, de fortunas multimollonarias y del sostén total que sí tuvo Piñera. Por donde se le mire, su historia es realmente la historia de un ascenso. Por donde se le mire, ambas vidas son absolutamente paralelas: Piñera un winner desde antes de nacer, Obama un perfecto self made man o un Prometeo afroamericano.

¿Países paralelos?

Barack Obama y Sebastián Piñera cara a cara. Estados Unidos y Chile. Ambos presidentes de países marcados, no hace muy poco, por relaciones peligrosas. Ninguno de los dos, por cierto, responsables directos de aquello, pero ambos, sin ambages, representantes de una historia que cargan y de la cual en cierta medida son sus efectos.

Se trata de una historia en apariencia lejana que nos recuerda lo peor de la Guerra Fría, lo peor de Nixon, de la CIA, de la Escuela de Chicago, y qué decir, de Pinochet.

No se puede pensar hoy la relación de ambos países obviando –por el futuro, por la economía, por la energía nuclear o por lo que sea- las consecuencias que la intervención norteamericana tuvo en nuestro país: consecuencias políticas (quiebre de la democracia y la instalación de una atroz dictadura de derecha) y consecuencias antropo-éticas (la instalación del mercado y del neoliberalismo como parámetro socio-cultural).

Hay muchos que se consuelan y solazan con el hecho de que Chile fue -en parte- escenario de la Guerra Fría. A esos muchos les sirve de justificación: desde la muerte del general Schneider hasta la entronización de Pinochet pasando por la muerte de Salvador Allende. Justifican la violencia política y la dictadura. Justifican así el nuevo orden que marcó hasta hoy en nuestro país la intervención americana. Hay algunos, como el senador Ignacio Walker en su crítica a Carlos Altamirano la semana pasada, que hasta miran con desdén cuando se habla de esto.

¿Tendremos, alguna vez, la dignidad de solicitar a Estados Unidos un reconocimiento de Estado por la intervención americana que selló nuestro destino como sociedad y país? ¿Será Piñera –puede sorprender- quien recuerde a Obama que dicha intervención -desde la DC hasta Pinochet pasando por la escuela de Chicago- terminó por transformarse en la causa de la actual configuración de nuestro país? Es poco probable, pues ¿quién puede dudar hoy sobre las condiciones sociales y culturales que hicieron multimillonario a Piñera, a saber el terror de la Dictadura? ¿Quién puede dudar que él gozó de las bondades que el sistema totalitario brindó? Haber votado “No” en el plebiscito ni lo redime de ello ni menos lo transforma en una especie de Schindler.

Como consta en The Pinochet File: A Declassified Dossier on Atrocity and Accountability (Peter Kornbluh ed., New Press, 2004. Hay edición en español), el 16 de septiembre de 1970 Nixon autorizó al hombre fuerte de la CIA Richard Helms a “evitar que Allende llegara a ocupar el poder o a desalojarlo de éste”. Esto también lo decía Edward Kerry (ex embajador de Estados Unidos en Chile) a quien lo entrevistara, agregando que Nixon trataba a Allende –ya Presidente de Chile- de “hijo de puta” y que lo aplastaría (smash) económicamente, mientras Nixon, en su particular estilo, hacía el gesto de golpearse con el puño de su mano, la palma de la otra. Kerry recordaba además que ya en 1964 se habían destinado 2.7 millones de dólares de la CIA para frenar el ascenso de la izquierda chilena, y muchos millones de dólares más recaudados en Europa “para financiar una enorme campaña de propaganda a favor de Frei y contra la amenaza comunista que representaba Allende”. Como dice el historiador Tulio Halperin, ahí se inició la “fosa de hostilidad” entre la DC y la izquierda.

Seguramente todo esto es historia pasada. Pero a la luz de lo que está sucediendo en los países árabes y las intervenciones de Estados Unidos, lo que se hizo en el pasado de Chile es –para decirlo suavemente- controversial.

Si Piñera aprovecha la oportunidad siquiera de recordar todo esta controversia y solicita una palabra de reconocimiento a su par americano, y éste –que está muy lejos del republicanismo de un Nixon- accede a pronunciar siquiera una especie de perdón por todas las víctimas de los años 70 y 80, si esta ficción llegara a ser realidad, Piñera no sólo volverá a tener el rating que tuvo por el rescate de los mineros, sino que adquirirá de un plumazo toda la aureola presidencial –ese imaginario republicano- que no tiene y que ni todo el oro del mundo puede comprar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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