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La Intocable


He leído con interés la columna de Elizabeth Subercaseaux «Los Intocables II» aparecida en El Mostrador y confirmo que las segundas partes nunca fueron buenas. Después de leerla, me queda más de una duda acerca del mundo en que vive su autora.

Dice la escritora que a las personas se las juzga individualmente y por actos concretos. Quizás en su mundo sea así, pero yo conozco a sacerdotes que han sido insultados en la calle, en pleno centro de Santiago. Quizás en su mundo no haya sacerdotes. He escuchado también condenas en masa a los empresarios y en alguna oportunidad supe, incluso, que una escritora descalificaba a toda la sociedad chilena como clasista, pero en el mundo de Elizabeth Subercaseaux eso no ocurre. He visto, en cambio, que no es extraño que justos paguen por pecadores. Quizás en su mundo no hay pecadores. Me ha tocado ver juicios mediáticos de proporciones circenses; quizás en suyo sólo juzgan los jueces o quizás todos los que juzgan son automáticamente investidos con esa dignidad. En este mundo hay grupos de presión, lobby, cyberbulling, cosas que en mundos más puros no existen y ni siquiera se conciben.

No logro imaginarme el mundo de Elizabeth Subercaseaux, salvo por una cosa que parece tener en común con el mundo real: no todo está abierto al debate. Hay temas que se han dado por resueltos y ¡ay del que se atreva a mencionarlos!

Esto es patente en su columna, donde más que diálogo hay sólo acusación, acusación en la que ella es también oficia de jueza. En su mundo se juzga a las personas por sus actos, y si una columnista se atreve a proponer que la homosexualidad sea una enfermedad, recibe una bula condenatoria ipso facto. ¿El pecado? Recordar que la homosexualidad dejó de ser una enfermedad no por sesudas investigaciones científicas, sino por un agresivo lobby de los interesados. Es que en este mundo nuestro los científicos son falibles, son seres humanos sujetos a intereses y presiones, y el caso en cuestión no es el único dónde la ciencia no ha alcanzado su meta.

Por supuesto que la autora de «Los Intocables» (I) ofreció pruebas, las que puede llegar a ofrecer un medio de este tipo (ni las columnas de Carlos Peña, por pedantes que sean tienen notas al pie de página) pero hasta el momento nadie se hace cargo de ellas.

Seguramente en el mundo de Elizabeth Subercaseaux no existe el Journal of Homosexuality o el Archives of General Psychiatry, por lo que tampoco hay estudios que confirmen que el comportamiento sexual de los homosexuales no es saludable, o que como grupo tienden a sufrir más enfermedades psiquiátricas que el resto de la población. Podría seguir, pero para que sirviera de algo habría que invitar a todos los detractores de los «Los Intocables» (I) a que dejaran de lado sus prejuicios y se pasearan por el mundo real.

No puedo terminar sin referirme a la mención que hace Subercaseaux a Estados Unidos. Me alegra que se ponga a ese gran país como ejemplo de algo, pero me da la impresión de que ella no alcanzó a conocer más que la isla de Manhattan o la península de San Francisco. Quizás en algún viaje futuro la escritora pueda conocer al dr. Robert Spitzer, que lideró la moción que retiró la homosexualidad del DSM en la reunión de la APA en 1973, y que tiempo más tarde se retractó. Quizás, si va Holanda, un país dónde no hay discriminación, pueda conversar con el dr. Van den Aardweg sobre el tema que ella se niega a discutir. Quizás … pero lo más probable es que en no los considere en su sano juicio, como dice en su columna. Es más fácil descalificar así al que discrepa y no darse el trabajo de debatir informadamente.
No la culpo por querer vivir en su propio mundo ¿quién soy yo para juzgar a alguien que dispensa la razón o la locura a las personas, según sean sus opiniones en un tema de controversia entre especialistas? Pero prefiero vivir en el mundo real, con sus dificultades, dolores y enfermedades, a vivir en el mundo de las novelitas livianas, llenas de lugares comunes.

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