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Ollanta Humala: y qué hacer para que no sea Hugo Chávez


Antes de escribir sobre Keiko Fujimori, quiero hablar acerca de Ollanta Humala. Mis posts anteriores, no sé cómo, han hecho a más de uno suponer que la posible elección de Humala me contentaría, que política o moralmente me parecería el mundo ideal.

En verdad, no es que lo piensen: es que muchos han entrado en un estado mental en el que empiezan a convencerse, voluntariamente, de que cualquiera que no planee votar por Fujimori es un enemigo, alguien que espera que se instale una dictadura en el Perú y que cualquier progreso económico se esfume en uno o dos años de populismo. (No importa que Fujimori haya sido un dictador populista ni que su mafia haya robado 6 mil millones de dólares al pueblo peruano).

Como reacción instintiva, es comprensible: saben que están apoyando a un exdictador indeseable en su empeño de reapropiarse del país y, como antídoto para el ligero malestar de su conciencia, quieren ver a todos los demás como los verdaderos culpables de algo; de lo que sea.

Sólo para poder responder con seguridad, acabo de buscar la frase «Ollanta Humala» en el archivo de Puente Aéreo: lo he mencionado treinta y dos veces en estos cinco años y medio: ninguna mención contiene un solo elogio; casi todas ellas son una censura directa, incluyendo la que publiqué hace apenas nueve días.

La primera vez que supe de Humala, mi impresión fue que debía tratarse de un loquito belicoso que se había formado leyendo novelas de Erich Maria Remarque, viendo las teleseries patrioteras que el gobierno militar producía por montones en los setenta, recolectando las láminas de Navarrete sobre la Guerra del Pacífico y se había creído que esa guerra debía seguir para siempre. Esa opinión mía no ha variado.

El antichilenismo de Humala, ciertamente, no es el producto exclusivo del nacionalismo chauvinista de su padre y de su hermano, o de ese galimatías atrofiado que es el etno-cacerismo: es el discurso con el que el Estado Peruano, a través de sus insituciones militares, forma a todos los miembros de sus Fuerzas Armadas, el mismo en el que se quiso educar a todos los peruanos durante los gobiernos de Velasco y Morales Bermúdez y a lo largo de todo el siglo previo.

También, sin embargo, debo admitir que, en esa primera noticia sobre Humala, años atrás, para mí como para muchos otros, no dejó de haber algo que lo hiciera simpático: ¿cuántos otros militares se habían alzado contra la vergonzosa sociedad que formaron el Ejército y la corrupta cúpula del fujimorismo? ¿Cuántos de los que luego señalaron con el dedo a Fujimori y a Montesinos habían hecho algo objetivo, aunque fuera pequeño e insuficiente, por terminar con ese pacto criminal?

Por supuesto, después llegaron los discursos: los ideales trasnochados de Humala, su patético nacionalismo, su admiración por violentistas, autoritarios y dictadores, su inmersión en un mundo de alardes paramilitares y juegos de guerra, su facilidad para el pacto bajo la mesa, la debilidad intelectual de sus ideas populistas sobre diferencias étnicas y marginación, su versión adolescente del izquierdismo.

Todos tenemos derecho a dudar de que el cambio evidente que se ha operado en su imagen pública entre el 2006 y hoy corresponda a un verdadero cambio ideológico. En la politica peruana, sin embargo, no es en absoluto inusitado el hecho de que al variar acomodaticiamente el discurso público de un político varíe también su ejecutoria: nuestros políticos suelen carecer de convicciones, suelen ser pura apariencia.

Fujimori pudo pasar de un discurso populista al shock económico y volver al populismo sin pestañear porque cualquier idea política le era en verdad indiferente. Alan García pasó de ser el campeón continental de las estatizaciones a ser un privatizador contumaz, porque ambas cosas sólo le importaron en tanto se tradujeran en un aura positiva en torno a sufigura.

Por supuesto, si Ollanta Humala se convirtiera en Hugo Chávez, el Perú muy probablemente se iría a la quiebra y los índices de pobreza recrecerían rápidamente. Si Ollanta Humala se convirtiera en un Lula da Silva, en cambio, una gran parte del país empezaría a descubrir que la mejoría de las cifras macroeconómicas no tiene que ser un simple señuelo, como ha sido hasta ahora, un señuelo para mantener la inmovilidad de un modelo económico que sigue permitiendo la aberración de la pobreza extrema sin evidenciar ningún interés por corregirla dentro del plazo de la vida de un ciudadano.

Porque a eso se reduce todo el problema. Quienes defienden el status quo, pese a no haber articulado jamás un plan de desarrollo nacional inclusivo que proteja a los más pobres, exigen que los más pobres «entiendan» que el crecimiento económico es lento, paulatino y que algún día ellos también sentirán la mejoría. Los más pobres, por su parte, ven un simple engaño: sus abuelos vivieron en la miseria, sus padres también, ellos también: sus hijos también. ¿Para quién trabaja el Estado, entonces?

Pese a quien le pese, Humala es el único candidato que ha hecho notar eso, el único candidato que tiene para los pobres un mensaje distinto del que han escuchado por décadas, el único que plantea una idea de país en el que los ciudadanos más pobres son tratados con humanidad. ¿Qué Humala es un extremista o puede convertirse en un extremista si sigue la huella de Chávez? Eso es parcialmente cierto, aunque es el tipo de pronóstico que pasa por alto todas las diferencias coyunturales y contextuales.

Pero la pregunta obvia es: ¿por qué diablos ningún otro candidato propuso un plan de desarrollo económico, comercial, financiero, social, que les diera a los más pobres algún tipo de agencia y un cierto horizonte de expectativas que no fuera una estera en el desierto? ¿Por qué las clases medias y medias altas no tuvieron la conciencia social suficiente para pedirles a sus candidatos algo así? ¿Acaso es necesario ser un extremista para pensar en los pobres? ¿O es que en el Perú el hecho mismo de buscar la inclusión y el cese de la marginación de los más pobres es ya visto como extremista?

Así las cosas, hay dos opciones plausibles en los próximos días, antes de la elección en segunda vuelta. La primera opción es aliarse con la mafia fujimorista, observar desde el balcón cómo sale Alberto Fujimori de la cárcel y qué pasa con Montesinos cuando el hombre cuyos peores secretos él ha guardado celosamente regrese a conducir el país. Porque, estupideces y engañamuchachos aparte, Keiko Fujimori no es nadie en esta ecuación: su única función en la vida es sacar de la cárcel al torturador de su madre y devolverle el poder a su pandilla. ¿O alguien imagina a Keiko Fujimori prohibiéndole al capo de la mafia que haga lo único que sabe hacer?

La segunda opción es usar las semanas que restan para negociar con Humala un gobierno que cuente con el respaldo de los sectores de izquierda y progresistas, del centro y la centro-derecha dentro de ciertos parámetros, bajo ciertas condiciones. ¿Nos podemos equivocar? ¿Puede Humala burlarse después de todos los que negocien con él ahora? Sin duda puede ocurrir. Pero hay momentos en la historia de un país en el que sus ciudadanos tienen que tomar decisiones difíciles, y trazar una línea entre el crimen organizado y la política es la decisión moral que esta generación de peruanos debe tomar.

Este es el momento de darse cuenta de que el ejercicio democrático no puede reducirse a votar por las alternativas que un grupo de caudillos ofrezca, sino que demanda participación, trabajo, debate, pugna y negociación.

Si los peruanos entendiéramos eso (si no fuéramos un pueblo que presencia la disolución del Congreso en la tele y no mueve un dedo para impedirlo, un pueblo que lee denuncias de fosas comunes en los Andes como si fueran una ficción ajena), el sólo hecho de comprender que la democracia es un ejercicio de todos, nos haría inmunes al peligro que parece entrañar la elección de un candidato como Humala.

La solución no es votar por Fujimori. Es hacer lo que hacen todos los países del mundo donde el nombre del presidente sale de una segunda vuelta o de una elección parlamentaria: asegurarse de que el presidente sepa y recuerde siempre que la mayoría no votó por su plan original, que entienda que la cifra de votantes que obtenga en la segunda vuelta está colmada de electores que son suspicaces ante él, que no avalan todas sus ideas, que no le están firmando un cheque en blanco, que lo van a fiscalizar y lo van a castigar si hace cualquier cosa que atente contra las reglas del juego, que su gobierno en sí mismo es por naturaleza el fruto de una conciliación, una negociación y un pacto que no es eterno ni necesario.

Si Humala fuera electo e hiciera alguna de las barbaridades que pueblan las pesadillas de muchos en estos días, y esa misma tarde el 67% de los peruanos que no votaron por él en primera vuelta saliera a las calles a decirle no, la sombra del chavismo quedaría atrás, o se reduciría enormemente. Pero eso implicaría dejar de ser cómodos televidentes de la realidad nacional. Y quizás eso es mucho esfuerzo. Pero que quede claro: esa apatía, esa pusilanimidad, esa cobardía es lo que hace que muchos crean hoy que las únicas dos alternativas para el Perú en el futuro cercano son un dictador de derecha o un dictador de izquierda.

La premisa de los que sienten que ahora deben votar por Fujimori aunque no les guste, es que el elector peruano no hace nada más por la democracia que marcar un aspa en un papel; que cualquier otro esfuerzo está más allá de su ánimo, su voluntad o su intelecto. ¿Quieren que esa sea siempre nuestra premisa? Yo no. Tenemos algunas semanas para que deje de serlo.

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