El diseño institucional chileno es fuertemente presidencialista, de modo tal que los conglomerados opositores tienen poca capacidad de iniciativa legislativa y menor capacidad de imponer agendas y, en consecuencia, no pueden competir políticamente con el gobierno de turno por captar el interés y la atención de la ciudadanía.
Como oposición, la Concertación ha sido sistemáticamente mal evaluada por la ciudadanía. Por ejemplo, en la encuesta Adimark su mejor evaluación fue un rechazo del 51% en Marzo del 2010 y su peor evaluación fue una desaprobación del 63% el mes pasado. Por ende, no debe extrañar que no haya sido capaz de capitalizar ninguno de los varios errores no forzados que mostró el gobierno de Sebastián Piñera durante su primer año.
Es necesario preguntar si la desaprobación de la Concertación es un problema de ella o es un problema de ser oposición en el actual diseño institucional chileno. El desgaste tras dos décadas gobernando y el posterior duelo concertacionista tras la derrota electoral sugieren lo primero, pero la encuesta Adimark sugiere que también es lo segundo (ver gráfico): los niveles de desaprobación de la actual oposición son similares a los que arrastraba la Alianza cuando era oposición hacia el final del gobierno de Bachelet.
Si las oposiciones de turno en Chile son tan mal evaluadas por la ciudadanía es porque predominan, en verdad, razones estructurales que la explican. El diseño institucional chileno es fuertemente presidencialista, de modo tal que los conglomerados opositores tienen poca capacidad de iniciativa legislativa y menor capacidad de imponer agendas y, en consecuencia, no pueden competir políticamente con el gobierno de turno por captar el interés y la atención de la ciudadanía.
[cita]El peligro latente para esas mismas élites, y para el país, si se niegan a alimentar de competencia al quehacer político es perderlo todo a manos de aventuras carismático-populistas que aprovechen la desafección ciudadana para alcanzar el poder.[/cita]
Como es el poder ejecutivo el que controla la llave del debate legislativo, los parlamentarios (tanto de gobierno como de oposición) tienen pocos incentivos para invertir su tiempo en pensar proyectos de ley en materias que el ejecutivo podría objetar. Los parlamentarios saben que la mayoría de sus mociones son simbólicas y que, en muchos casos, es más valioso invertir sus esfuerzos en pensar indicaciones a los mensajes presidenciales o defenderlos de las indicaciones de otros. La cadena de desincentivos a innovar en propuestas no acaba ahí. Si sus representantes en el Congreso no les solicitan otra cosa, los partidos políticos y los equipos profesionales y técnicos asociados afines a cada coalición que están fuera del gobierno se abocarán a monitorear que las propuestas gubernamentales se mantengan en cauces que -a su juicio- sean aceptables.
Por ende, para los partidos políticos el barómetro de su éxito legislativo no se funda en el desarrollo en el tiempo de sus propias ideas y agendas de gobierno sino en su capacidad de reacción inmediata hacia las ideas emanadas desde el poder ejecutivo. Para los sectores políticos cercanos al gobierno de turno, el costo de no invertir en generar ideas es parcialmente compensado y subsidiado por la actividad gubernamental (cuando es exitosa). Pero para las oposiciones, este diseño institucional las motiva a ser siempre reactivas y cortoplacistas: a alimentar(se) del descontento frente a los errores y promesas incumplidas por el gobierno, a reclamar, incluso, cuando comparten o colaboran en determinadas iniciativas gubernamentales. La dinámica a la que estos incentivos da origen debilita, a la larga, a la democracia, porque aleja a los ciudadanos de la esfera pública, reduce el debate a una inmediatez sin brújula, desmotiva la acción colectiva y, ya perdido todo norte e itinerario de viaje, promueve las aventuras individuales.
En estos poco más de veinte años de democracia, Chile ha alcanzado consensos básicos sobre cómo conducir su desarrollo. Se puede argumentar que en el pasado, las urgencias de construir acuerdos sobre un terreno trizado por las desconfianzas justificaron décadas de rigidez institucional. Pero el desprestigio que ha alcanzado la actividad política, ilustrado aquí con la desaprobación hacia las oposiciones, es alarmante. Ha llegado el momento de ampliar los espacios institucionales desde donde se puedan elaborar políticas y pensar de modo más proyectivo a la sociedad.
Chile requiere de un diseño que permita a los distintos actores políticos competir por generar propuestas de mayor alcance que agreguen intereses y demandas sociales “desde abajo”. Ello requiere dotar a los partidos políticos de mayor densidad y gravitación lo que a su vez supone reformar sus prácticas en procura de una mayor apertura hacia las pulsiones y demandas que vayan surgiendo en la sociedad. En este sentido, se debe igualmente caminar hacia una gradual descentralización de la política y de la iniciativa legislativa, hoy por hoy, demasiado concentrada en el Ejecutivo.
En definitiva, habiendo ya alcanzado acuerdos mínimos sobre la forma de promover el desarrollo del país, Chile ahora necesita abrir el abanico institucional para que gobiernos y oposiciones no sólo compitan por acceder al poder ejecutivo, sino además, por imponer sus iniciativas en las agendas públicas. Ejercicio altamente complejo debido a que implicaría de modo simultáneo una relativa pérdida de poder de las elites asentadas. Pero el peligro latente para esas mismas élites, y para el país, si se niegan a alimentar de competencia al quehacer político es perderlo todo a manos de aventuras carismático-populistas que aprovechen la desafección ciudadana para alcanzar el poder.