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Gobierno, relato e instinto de conservación

Roberto Meza
Por : Roberto Meza Periodista. Magíster en Comunicaciones y Educación PUC-Universidad Autónoma de Barcelona.
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No debiera extrañar si, en lo sucesivo, la polémica al interior de la Alianza por la cuestión del “relato”, su real fidelidad con un proyecto de derecha, o la “nueva forma de hacer oposición”, se profundicen en su actual trayectoria, afectando aún más la popularidad del Gobierno y el Presidente. Es el costo de operar en una estructura oligarquizada, en la que la “nueva forma de gobernar” desestimó la evidencia de que, en esas circunstancias, la adhesión de las elites es siempre más incidente que la de un electorado.


La polémica trabada al interior de la Alianza por la cuestión del “relato” del Gobierno, su fidelidad con un real proyecto de derecha, el caso Kodama, el de la Intendenta de la VIII Región y los resultados de la última encuesta Adimark, entre otros hechos, han traído a colación los temas tácitos de la “nueva forma de hacer oposición” –y la “nueva forma de gobernar”-, así como otros implícitos normativos, sociales y éticos que no sólo han agregado complejidad al ya difuso cuadro político, sino también incertidumbre y perplejidad entre los observadores.

En efecto, la batahola interpretativa sobre las diferencias de apreciación sobre la existencia o no de un “relato” gubernamental y la cualidad del programa Presidencial, los motivos que ameritan o no la renuncia de la Ministra Matte o la acusación contra la ex intendenta, junto el negativo impacto que ese episodio tuvo en la popularidad del Gobierno, son elementos que conducen a preguntarse por qué un Ejecutivo que muestra resultados en crecimiento, empleo y consumo récord -a menos de un año de uno de los más devastadores terremotos de la historia-, así como mejoras sociales altamente esperadas y valoradas, no consiguen generar una adhesión ciudadana consistente con esos buenos resultados.

Atisbos de respuestas se han esbozado por dirigentes políticos, especialistas, académicos y opinólogos. Se ha apuntado hacia la desunión de la Alianza, la falta de diálogo, las luchas de poder entre sus dirigentes, la personalidad del Presidente o del Ministro del Interior, los tecnócratas, el desprecio por los partidos, la libertad de conciencia constitucional de los parlamentarios, las elecciones municipales, el prematuro surgimiento de presidenciables, una oposición inescrupulosa y, en fin, factores dispersos que más bien describen que explican.

[cita]La Alianza ya es rechazada por casi el 50% y la Concertación por el 60%, mientras que la actividad del Congreso es desaprobada por más del 52%. La popularidad de los partidos políticos está por el suelo y la Iglesia sufre uno de sus peores momentos de adhesión; surgen disidencias públicas entre altos mandos de las FF.AA., las tradicionales dirigencias de Centrales sindicales son criticadas públicamente y los modelos de designación de candidatos a concejales, alcaldes, diputados y senadores, ampliamente rechazados.[/cita]

Lo obvio será afirmar que todos estos hechos forman parte del problema. El punto está en descubrir cuál es el patrón que les da viabilidad. A modo de hipótesis creemos que este conjunto de situaciones se funda en una falla estructural del modelo político cuyas señales están puestas precisamente para generarlos, si se acepta el axioma que los hombres actúan, por lo general, con arreglo a sus propios intereses e instintos de conservación. A contar de allí es simple entender por qué un Gobierno que lo hace bien, no cuenta con un apoyo ciudadano coherente con sus éxitos. Veamos.

En un mundo en el que las ideologías se baten en retirada, las convicciones que sustentaron la política en el pasado pierden sentido. Desde aquellas perspectivas que reunían y disciplinaban a millones en torno a ciertas ideas, hemos derivado hacia una miríada de posiciones grupales e individuales que responden a adecuaciones contingentes de intereses directos y muy dispersos. De allí la valoración de la “independencia de conciencia” a la que aluden parlamentarios y dirigentes políticos calificados como “díscolos”: si las propuestas de su colectividad no responde a los intereses de los respectivos electorados que les dan sustento, el instinto de sobrevivencia del afectado prima por sobre el del grupo.

La evidencia de esta diáspora es que orgánicas en las que la obediencia y la disciplina eran condición de estructura, crujen por todos los costados: partidos políticos, confederaciones sindicales, iglesias y hasta FF.AA. enfrentan la caótica dispersión de individualidades que, al ritmo del acceso a más información -y validación de intereses propios- se legitiman con enorme fuerza. Las jerarquías que sustentaron las estructuras en el pasado se desprecian y reemplazan por sentimientos de “igualdad” que bañan todas las orgánicas. Hasta clásicos liderazgos obreros como la CUT viven sus momentos de “remezón democrática”, de renovación, tras las exigencias de elecciones universales surgidas de su último encuentro.

“Ordenar” grupos humanos voluntariamente integrados ya no parece posible por la simple “orden”, llamados a la “unidad” o la “disciplina”. Se exige a sus líderes razones fundadas para conseguir un comportamiento adecuado al interés general, lo que habitualmente implica un “do ut des”. La entrega desinteresada, el heroísmo y las épicas son insuficientes, Pero el “trade off” es sólo exigible cuando el poder de los negociadores es similar y en orgánicas cuyos dirigentes están protegidos de la competencia interna, la asimetría conduce al abuso.

Así, descartado el “trade off” y sin autoritas, queda la última ratio: la violencia que intimida, sea porque se expresa como amenaza a la integridad física –la más cruda -, o porque la desobediencia afecta patrimonios, honor o fama. Los hombres usan todo el poder que tienen. En tales condiciones, la participación voluntaria va desapareciendo, los entramados sociales intermedios se diluyen y se pierden los canales de comunicación eficaces entre las elites y los gobernados. El “relato” de los líderes queda en manos de los medios masivos, el que por obvias razones no se alcanza a vislumbrar en medio del caótico discurso de agendas “noticiosas”, plenas de anécdotas y hechos irrelevantes, mediante los cuales se buscan “rating” para asegurar su propia sobrevivencia.

¿Qué señales habría que poner para que, reconociendo estas nuevas condiciones, el sistema vuelva a operar con sinergias para todos sus componentes?

Parece requerirse de una revisión general del modelo político. Seguir forzando normativamente unidades espúreas mediante sistemas electorales a todas luces superados, no tiene destino. Hay que re-legitimar la autoridad, evitando que el mero uso de la potestas, la imposición de la fuerza, el dinero o la extorsión como última ratio, haga que Chile avance lenta pero inexorablemente hacia una colisión global de intereses desbocados.

La Alianza ya es rechazada por casi el 50% y la Concertación por el 60%, mientras que la actividad del Congreso es desaprobada por más del 52%. La popularidad de los partidos políticos está por el suelo y la Iglesia sufre uno de sus peores momentos de adhesión; surgen disidencias públicas entre altos mandos de las FF.AA., las tradicionales dirigencias de Centrales sindicales son criticadas públicamente y los modelos de designación de candidatos a concejales, alcaldes, diputados y senadores, ampliamente rechazados. La abstención ciudadana alcanza niveles preocupantes entre los jóvenes y estos se alejan de la acción social institucional, transformando su desilusión en toscas catarsis en las redes sociales, mientras el Congreso debate largamente una nueva ley de votaciones y líderes no tradicionales escalan en popularidad.

Chile no tiene sólo dos o tres opiniones. Y el tiempo de las simpatías gruesas terminó. La gente, más libre, informada y consciente de sus intereses, exige respuestas a la carta. La reformulación y liberalización de los modos de participación ciudadana mediante normas y leyes que permitan el surgimiento de nuevas expresiones orgánicas, eliminando las altísimas barreras legales de entrada actuales, pondría una primera señal de aggionarmiento. Se requiere de una “revolución de las libertades” que, como en la economía, elimine los monopolios político-participativos de toda especie.

Pero claro, los monopolios partidarios, parlamentarios o institucionales oligarquizados no lo van a permitir. Puede ser cierto que muchas organizaciones sociales, muchos partidos, afecten la estabilidad. Parece más eficaz la toma de decisiones, cuanto menos son los que deciden. Pero el costo cultural, social, ético y político de ese modo oligárquico de gestión es siempre más alto que sus beneficios. Por lo demás, una mayor participación social es cada vez más irrelevante para la estabilidad económica, que es donde el desorden toca el instinto de conservación. Y hasta podría ser revivificante para la propia economía.

La diversidad suele estimular la competencia y la negociación. Terminar con los monopolios partidistas protegidos por ley induce a la renovación de los liderazgos. De esa forma, aunque los nuevos dirigentes siguieran actuando con arreglo a sus propios intereses, serían más, reunirían a grupos de mayor identidad y conseguirían más orden interno y representatividad a la hora de la discusión.

Más partidos en un sistema electoral liberado de alianzas forzadas, reavivaría el interés participativo y más ciudadanos aportarían con sus perspectivas a una construcción social y económica más democrática. Por su parte, el Ejecutivo de turno tendría más posibilidades de negociar apoyos a sus proyectos con más voluntades y “trade off” menos onerosos, consiguiendo que los congregados se constituyeran en el entramado social que ayudara a la comunicación popular de sus logros, expandiendo su “relato”.

Pero claro, quienes gozan de los beneficios de la ley no van a cambiarla, porque las elites de todo tipo suelen proteger sus privilegios. Por eso, lo más probable es que los monopolios organizacionales sigan vegetando en su larga y lenta agonía, cada vez con menos militantes, simpatizantes y representatividad, mientras los ciudadanos de pie comienzan a generar sus propias organizaciones intermedias espontáneas para abordar directamente la solución de sus problemas. Las redes sociales facilitarán este proceso, tal como lo están haciendo en Medio Oriente.

La baja fidelidad de la intermediación de los monopolios organizacionales instalados por ley ha ido mellando la confianza de los ciudadanos. Y en el caso de los partidos, tampoco son ya buenos soportes para sus Gobiernos, porque su “trade off” es muy caro. Así, el Ejecutivo se va quedando sin conexiones orgánicas con su electorado, por intentar eludir la ingrata negociación de poder con las cúpulas partidistas oligarquizadas.

Por eso no debiera extrañar si, en lo sucesivo, la polémica al interior de la Alianza por la cuestión del “relato”, su real fidelidad con un proyecto de derecha, o la “nueva forma de hacer oposición”, se profundicen en su actual trayectoria, afectando aún más la popularidad del Gobierno y el Presidente. Es el costo de operar en una estructura oligarquizada, en la que la “nueva forma de gobernar” desestimó la evidencia de que, en esas circunstancias, la adhesión de las elites es siempre más incidente que la de un electorado que, por las mismas razones, se desliga cada vez más de sus líderes, incentivando, casi por necesidad, “la nueva forma de hacer oposición”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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