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Entablando puentes entre ciencia, sociedad y gobierno

Pablo Astudillo Besnier
Por : Pablo Astudillo Besnier Ingeniero en biotecnología molecular de la Universidad de Chile, Doctor en Ciencias Biológicas, Pontificia Universidad Católica de Chile.
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Esta columna la escribo desde el corazón. Un tema que siempre me ha motivado, como científico, es la escasa valoración que existe por parte de la ciudadanía, en general, por la actividad del científico (y tratar de contribuir a cambiar esta realidad). Esta afirmación no es infundada; un estudio a nivel Iberoamericano realizado en siete ciudades (Santiago, Sao Paulo, Bogotá, Caracas, Madrid, Buenos Aires y Ciudad de Panamá), demuestra que en nuestra capital es donde existe la menor valoración de la ciencia, evaluada en términos de la importancia que la gente asigna a la ciencia (qué tan prioritaria es la investigación científica) y, más directamente, respecto del valor del científico como profesional. Los números asombran: mientras en las demás ciudades, una parte importante de los encuestados opinar que la inversión en investigación científica es prioritaria, en Santiago el 100% respondió que “No”, lo que sorprendió a los encargados del estudio. Lejos, las peores cifras del estudio corresponden a nuestra capital.

También llama la atención la imagen un poco fantasiosa e idílica que los santiaguinos tienen de los científicos. Más de la mitad de los encuestados opina que la profesión de científico “es gratificante en lo personal” (69.6%), “bien remunerada” (54.6%) y “muy atractiva” (55.1%) (para más datos, pueden revisar aquí la noticia). Si bien es una profesión gratificante, no lo es precisamente por las remuneraciones, ni menos por la valoración ciudadana.

¿Por qué se produce esta distorsión de la valoración de la ciencia y de los científicos en nuestro país? Me atrevo a creer que existe una creencia generalizada respecto a que la ciencia chilena produce un escaso o nulo aporte a la calidad de vida de los chilenos, apreciación que es compartida con otros países respecto a sus propios científicos, por lo demás. La gente clama por aportes más concretos, más tangibles. Aportes que, para la gran mayoría, debieran materializarse en un menor costo de vida, especialmente en momentos de crisis económica. La velocidad a la que avanza el conocimiento científico no es la misma a la que dichos avances se traducen en productos o mejoras concretas. Un ejemplo comúnmente citado, desde el mundo de la biomedicina, es cuándo el enorme avance en el conocimiento sobre el genoma humano y los genes se traducirá en la cura para el cáncer o para otras enfermedades igualmente comunes como la diabetes.

Esta imagen de una ciencia que no traduce el avance en el conocimiento en avances tangibles, puede estar equivocada. Hoy podemos pronosticar el riesgo de que una persona desarrolle determinadas enfermedades, mediante tests genéticos. Una persona puede cambiar su alimentación, estilo de vida, de acuerdo a dicha información. Se puede diagnosticar con rapidez ciertas enfermedades que antiguamente (sólo hace 10 años) no eran siquiera de la sospecha de un médico. Queda por resolver, por cierto, que estos avances estén disponibles para toda la población y no sólo para una elite, pero este punto no depende sólo de la ciencia.

Gran parte de la culpa de la ruptura entre el mundo de la ciencia y el mundo de la sociedad se da porque no existe una adecuada comunicación de parte de los científicos de los logros y avances que ellos realizan. El principal instrumento por el cual el científico da a conocer los resultados de su trabajo es el denominado “artículo de investigación” (o “paper”). Es un método que existe hace cientos de años, y otorga la ventaja de que es sometido a revisión exhaustiva por pares científicos (proceso que puede tardar incluso años), para asegurar la veracidad de la información entregada. El problema radica en que los artículos de investigación, al ser escritos en un lenguaje de alta complejidad técnica, no pueden ser asimilados en su totalidad por gente fuera del área científica. Por lo mismo, y comprendiendo la necesidad de acortar esta brecha, algunas revistas científicas o centros de investigación exigen como requisito que los investigadores hagan un esfuerzo por comunicar sus hallazgos en un lenguaje más accesible, en medios de prensa como revistas, diarios, radio o televisión. Sin embargo, ahí encontramos un segundo problema: por más que yo intente, como científico, comunicarme con un medio de comunicación, los avances científicos no forman parte del mainstream, quedando sepultados bajo el rating y la bonanza que ofrecen programas de farándula y variedades. Ni siquiera los noticieros nacionales dan una adecuada cobertura a la actividad científica nacional, aunque dedican extensos minutos al último choque de la última estrella de la farándula criolla. Los programas chilenos de TV con contenido científico se cuentan con los dedos de una mano, y no poseen la difusión ni programación apropiadas.

Las autoridades deben dar el primer paso. Valorar el trabajo del científico, e incorporarlo en la discusión de políticas públicas. Por ejemplo, ayer escuchaba en TV a un experto en seguridad en transportes decir que existen publicaciones científicas que demuestran que los buses de dos pisos son más inseguros. Si es así, y las cifras demuestran que dichos buses son mucho más inseguros que los tradicionales, las autoridades deben tomar medidas más extremas. La literatura científica está llena de publicaciones que demuestran hechos de extrema sensibilidad pública: artículos que demuestran que las represas emiten gases invernaderos, artículos que demuestran que los alimentos transgénicos no producen más alergias que los convencionales, salvo escasísimas excepciones que se encuentran extremadamente bien documentadas también en artículos científicos, artículos que demuestran que ciertos niveles de contaminantes producen graves daños a la salud, artículos que demuestran que poblaciones que viven alrededor de determinadas empresas “molestas” desarrollan niveles mucho mayores de algunos tipos de cáncer, y así. Existen científicos que son verdaderos expertos en áreas del conocimiento, pero que no son convocados a la discusión de políticas públicas.

La autoridad también debe dar un paso hacia una mejor valoración de los científicos, otorgándoles un trato más adecuado. Los innumerables retrasos, problemas, cancelaciones y más retrasos que sufren los becarios de Conicyt cursando postgrados nacionales, demuestran que la prioridad de las autoridades no es fomentar la formación de científicos (que forman gran parte de dichos becarios). Tampoco la institucionalidad científica en nuestro país está en sintonía con la importancia que la investigación científica y tecnológica debe tener. De los 34 países miembros de la OCDE (organización a la cual Chile pertenece), más de dos tercios poseen un Ministerio de Ciencia y Tecnología (o un Ministro de Ciencia y Tecnología), algo que acá pareciera un sueño lejano para la comunidad científica. Sólo otros dos países OCDE poseen una organización del rango que Conicyt posee. Mientras las autoridades no impulsen una mejora sustancial en institucionalidad, trato al investigador, y financiamiento de la actividad científica, difícilmente la ciudadanía apreciará los valiosos aportes de la ciencia. Debemos recordar que vivimos en un enorme planeta, pero cada enfermedad nueva, cada catástrofe climática, cada invento tecnológico, nos afecta, y muchas veces nuestros avances se complementan con los desarrollados en otros países o, viceversa, nuestros aportes, por pequeños que parezcan, pueden ser la base para que otros investigadores lleguen a un nuevo avance. La ciencia es comunitaria por definición, y entender esto es importante para valorar adecuadamente los avances científicos y el aporte que nosotros podemos hacer a la sociedad.

(*) Texto publicado por El Quinto Poder.cl

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