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Perdón, Keiko… pero no podía dejar de decirlo


Además, lo he dicho antes: de todos los motivos que se pueden esgrimir para no votar por Keiko Fujimori, el peor, el menos relevante, es que sea hija de Alberto Fujimori. Lo que no hay que perder de vista, la razón por la cual rechazarla a rajatabla es cuestión de principios, es que Keiko Fujimori es la perfecta heredera política de Alberto Fujimori y quiere gobernar con la misma mafia.

Los observadores políticos y los votantes comunes evalúan hoy, de distintas maneras, el perdón pedido por Keiko Fujimori, a nombre del fujimorismo, por los “errores” y por los delitos cometidos durante el gobierno de su padre. Antes de evaluar si es sincera o no, deberían verificar que haya pedido perdón en realidad. Yo estoy dispuesto a discutir con cualquiera que sostenga que sí lo ha hecho.

Lo primero es la hipócrita (pero a la vez sintomática) proximidad con que habla de “errores” y habla de “crímenes”. Nadie nunca le ha pedido al fujimorismo que se disculpe por sus “errores”: nadie le ha pedido que se disculpe por un proyecto cultural que no dio en el clavo o por una política arancelaria que no funcionó. Esos serían errores. Se le ha pedido que pida perdón exclusivamente por crímenes y delitos, y ninguno de sus crímenes y sus delitos debe ser rebajado a “error”.

En el pobre fraseo de Keiko Fujimori, su padre sólo cometió, acaso, uno que otro “error”, mientras que otras personas, durante el gobierno de Alberto Fujimori, pero más allá de su conocimiento, cometieron crímenes y delitos. Eso es simplemente una mentira y su falsedad ha sido largamente demostrada en los tribunales, con sentencias hasta de un cuarto de siglo para el exdictador. Negarlo es uno de los pasos para la futura, y cada vez más cercana, liberación del delincuente.

Y lo otro es la insoportable levedad de las falsas disculpas, la generalidad con que Keiko Fujimori finge pedir perdón. Recordemos sólo dos o tres datos, para no abrumarnos con toda la miseria moral fujimorista: la dictadura de Alberto Fujimori asesinó inocentes, incluyendo ancianos y niños; llenó fosas comunes con cadáveres de estudiantes y profesores universitarios; esterilizó a más de doscientas mil mujeres sin siquiera consultarles o informarles, y en ciertos casos las condujo a la muerte por prácticas médicas inaceptables; el fujimorismo torturó; la dictadura de Fujimori robó 6 mil millones de dólares del tesoro público, durante los años más álgidos de la pobreza extrema, es decir, literalmente, mientras las personas a las que les robaba se morían de hambre en un arenal.

Estamos hablando de centenares de miles de peruanos con la vida truncada o arruinada. Keiko Fujimori, que en esos mismos años estudiaba en universidades americanas con un dinero cuya procedencia jamás ha podido explicar *, tiene el descaro abismal de querer cubrir todos esos crímenes con la sábana blanca de un “perdón” pedido en general y con la sonrisa a flor de labios, un autoindulto que el fujimorismo graciosamente se otorga, como si las víctimas de sus crímenes fueran caricaturas, espantapájaros y alfeñiques de los cuales se puede seguir burlando después de haberlas asesinado, arrojado a un hueco en la tierra, esterilizado forzosamente, dejado morir en la miseria.

Keiko Fujimori, la misma que se paseaba por las calles de Boston y Nueva York con plata extraída por su padre de un país menesteroso, la misma que silbaba mirando en otra dirección mientras su madre era mandada a torturar, la misma que juzga que la dictadura fue “el mejor gobierno de la historia del Perú” y que llama a su padre, “el mejor asesor que un gobierno pueda tener”, no le ha pedido perdón a nadie en absoluto. Cuando se habla de crímenes, el perdón no se pide en una charla de café televisiva con seudoperiodistas cabizbajos y con la mente en blanco, no se pide leyendo un teleprompter ni repitiendo de memoria las palabras que un consejero nos ha hecho aprender de memoria. El perdón se pide dirigiéndose a las víctimas, diciendo cuál fue el crimen, asumiendo la inmoralidad del crimen, la responsabilidad del crimen, y reconociendo la bajeza del crimen.

Keiko Fujimori no le ha pedido perdón a nadie; su padre tampoco; su asesor Vladimiro Montesinos tampoco; ninguno de sus lamentables comafiosos lo ha hecho. Seguramente no lo harán jamás. Si un día lo hicieran, los peruanos responderán, si quieren. Unos aceptarán las disculpas y otros no (por mí, francamente, pueden irse al infierno, ya que no a todos hay cómo meterlos a la cárcel). Pero hay un largo trecho entre darle nuestro perdón a quien lo pida y ofrecerle el país en bandeja al primer demagogo que finja pedirlo. Ningún país tiene por qué regalarse a una banda de delincuentes arrepentidos; mucho menos a una que ni siquiera se da el trabajo de aparentar el arrepentimiento.

Por cierto: hay quienes quieren absolver de toda culpa en eso a Keiko Fujimori debido a su juventud de ese tiempo, a ser sólo una beneficiaria y no la artífice. Yo, que he pasado toda mi vida adulta ligado a universidades, desde que tenía diecisiete hasta hoy, no he conocido nunca a un solo estudiante que tuviera el descaro de alegar impunidad o inimputabilidad para sus actos en razón de su edad. Los hijos de los delincuentes no están obligados a acusar a sus padres, pero tampoco están obligados a vivir del botín. ¿Y qué piensan los fujimoristas acerca de la juventud de los estudiantes asesinados de La Cantuta?

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