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Universidad de Chile: no todo lo que brilla es oro

Eduardo Sabrovsky
Por : Eduardo Sabrovsky Doctor en Filosofía. Profesor Titular, Universidad Diego Portales
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Tanto los defensores del status quo como la izquierda, que exige “una universidad para el pueblo” siguen fijados al viejo, y ya agotado paradigma de la universidad de Bello; para bien y para mal, el futuro pertenece en cambio al partido de los jóvenes doctores, a pesar de que sus propuestas hayan pasado más bien desapercibidas en ese momento, opacadas por la algarabía política reinante.


Es compresible que los académicos de la Universidad de Chile defiendan su institución. No obstante, el apasionamiento los lleva a veces  a dejar de lado la reflexión acerca de los cambios en las condiciones materiales de producción y circulación del conocimiento y cómo éstos inciden en las instituciones universitarias. Lo que ofrezco aquí es un aporte, discutible por cierto, en esa perspectiva.

La Universidad “de Chile” (no son muchas las universidades en el mundo que llevan el nombre de un país) tuvo, desde su origen, una misión nacional, holística, no cuantificable. «Todas las sendas en que se propone dirigir las investigaciones de sus miembros, el estudio de sus alumnos, convergen a un centro: la patria», decía Bello en su discurso de instalación. Y en efecto, a través de ella, una élite ilustrada, cuyos méritos no es posible desconocer, construye un país. El caso de la implantación en Chile de las ingenierías como profesiones universitarias, que ocurre sólo en las primeras décadas del siglo XX con la Fundación de la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Chile, es sintomático. Hasta entonces los ingenieros eran técnicos, cuya formación era eminentemente práctica. No había demanda, socialmente medible, de ingenieros con título universitario. La elite ilustrada, presente tanto en la Universidad como el Estado, previendo la necesidad futura de ingenieros con formación superior, hace entonces una maniobra no menor: crea tanto la oferta como la demanda, haciendo imprescindible el título de ingeniero para desempeñar una serie de cargos públicos. (Sol Serrano, Universidad y nación. Chile en el siglo XIX, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1994).

Una universidad concebida así, al servicio de la patria, no puede sobrevivir más allá de las condiciones que le dieron origen: el predominio de los Estados nacionales. En la medida en que estos últimos se debilitan, este modelo de Universidad deja paso a la “Universidad de la excelencia”, cuyo principio rector es (y no podría ser de otra manera) la cuantificación, los resultados de alguna manera “objetivamente” medibles.

[cita]Tanto los defensores del status quo como la izquierda, que exige “una universidad para el pueblo” siguen fijados al viejo, y ya agotado paradigma de la universidad de Bello; para bien y para mal, el futuro pertenece en cambio al partido de los jóvenes doctores, a pesar de que sus propuestas hayan pasado más bien desapercibidas en ese momento, opacadas por la algarabía política reinante.[/cita]

La creciente globalización, que debilita los Estados nacionales, es sin duda el resultado de poderosas fuerzas económicas. Pero su impulso también proviene del interior mismo de la “alta cultura”, que tiene en la universidad su sede. De hecho, al menos desde Nietzsche en adelante, la alta cultura sabe (y no puede olvidarlo) que las celestes pretensiones de la Razón no son sino máscaras de muy terrenales voluntades de poder. Los llamados “hermeneutas de la sospecha” el propio Nietzsche, Freud, Marx, y todos sus seguidores (¿y quién hoy, a su manera, no lo es?), modulan este mensaje de diferentes manera; finalmente, esta “verdad” pasa al terreno de la cultura de masas, bajo la forma de una serie de TV como “Los Simpson”. El resultado es el advenimiento de una sociedad regida normativamente, ya no por los valores de la Ilustración, sino por un “poder de seducción”, asociado a la TV y los medios.

El público sometido a este poder sabe (aunque el fútbol pretenda precariamente hacérselo olvidar) que las prerrogativas y oropeles de los Estados nacionales son meras ficciones. “Nadie es un héroe para su valet de chambre”, solía repetir Hegel, imaginando tal vez a Napoleón en calzoncillos. Y el público en cuestión (o sea: nosotros mismos) lo sabe: sabe que el Capitán Prat podría haber sido homosexual, que don Diego Portales tuvo aficiones prostibularias, etc. Sabe, además, y esto no es menor, que, no obstante su fachada bien iluminada, el Estado posee inevitablemente un sótano. A partir de allí, y antes de toda evidencia, el público propende a considerar que la profesión de la política es corrupta en sí misma; el periodismo investigativo cierra el círculo, proporcionando la evidencia de que ello, efectivamente, es así.

Este proceso corroe el núcleo simbólico de los Estados nacionales; privándolos de legitimidad, abre camino a la globalización neo-liberal. En este contexto, las universidades “nacionales”, más allá de su estatuto legal, pasan en rigor a ser todas instituciones privadas, autorreferidas, que deben regirse por criterios internos de productividad. El término excelencia, con su vacuidad (¿excelencia en qué?) cumple perfectamente con esta función: en el fondo, tiende a homogenizar rendimientos de índole diferente (pedagógicos, investigativos, administrativos) bajo un solo patrón cuantitativo que los hace medibles y comparables. Para que esto ocurra, la elaboración de indicadores es imprescindible: son ellos los que intentan traducir las viejas diferencias cualitativas en cantidades medibles.

De hecho, el establecimiento de indicadores “objetivos” de medición del trabajo académico fue, más allá del anecdotario político, uno de los motores de la reforma del ’68 en la Universidad de Chile, al menos en las facultades dedicadas a las ciencias duras y la tecnología. Allí, el movimiento de reforma tuvo como protagonistas a un grupo de jóvenes doctores, incipientemente globalizados, graduados en prestigiosas universidades: en implícita oposición a la idea de una “universidad de Chile”, exigían el establecimiento de una “universidad de la excelencia”, con carrera académica, predominio de la investigación, y medición según indicadores “objetivos”, que hicieran además posible su inserción en las comunidades especializadas del saber que conforman el sistema de producción y circulación global del conocimiento. La Reforma en Chile puede ser entendida entonces como el enfrentamiento entre tres grupos, dos de ellos conceptualmente conservadores. En efecto, tanto los defensores del status quo como la izquierda, que exige “una universidad para el pueblo” siguen fijados al viejo, y ya agotado paradigma de la universidad de Bello; para bien y para mal, el futuro pertenece en cambio al partido de los jóvenes doctores, a pesar de que sus propuestas hayan pasado más bien desapercibidas en ese momento, opacadas por la algarabía política reinante.

En la misma dirección apunta la democratización de la elección de autoridades, que la Reforma consagró. Más allá de toda superstición democrática (en virtud de la cual los intereses de una mayoría cualquiera coincidirían, como por arte de magia, con los de la «patria”), tal democratización, por el contrario, opera en el sentido de autonomizar, de separar a las comunidades académicas de los intereses del estado-nación, legitimando por el contrario su inserción en las redes de producción y circulación de un saber fragmentado (especializado) y globalizado. No es casual, en este sentido, que en las “patrias socialistas” (las que hubo, la pocas que aún hay), la democratización del gobierno universitario haya sido rápidamente sustituida por una férrea centralización estatal (al costo de disociar a las instituciones del sistema internacional de la ciencia, y de producir monstruosidades, como la biología “marxista” de Lysenko, en la URSS de los años ‘30).

Hace unos 15 años, el pensador canadiense Bill Readings caracterizó esta situación —la hegemonía del modelo de la universidad de la excelencia—  como “la universidad en ruinas” (The University in Ruins, Harvard University Press, 1996). Según Readings, habitar entre ruinas incluso no estaría tan mal. Pero es preciso hacerse cargo  de esa realidad y, desde allí, quizás, repensar lo público; no tender un tupido velo, de palabras altisonantes, pero ya vacías, sobre el asunto.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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