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Café con Mussolini


Estaba en casa de unos amigos en Italia hace un mes cuando abrí una alacena en busca de café y me encontré con una caja de bolsitas de azúcar con el rostro de Mussolini y una frase: Quando c’era lui la vita era più dolce (Cuando estaba él la vida era más dulce). En todas las bolsitas había una dirección en la red para comprar parafernalia de ultraderecha. Mi amigo se rió de mi descubrimiento del «azúcar fascista» y me mostró monedas fascistas, vinos fascistas, etc. Se los había regalado un anciano amigo de la familia. Sospechaba que el anciano había perdido la razón. Guardaba los regalos como algo pintoresco.

Pensé en todo eso esta semana, después de los ochenta muertos en Noruega a manos de Anders Breivik, cuando escuché al europarlamentario italiano Mario Borghezio decir: «El 100% de las ideas de Breivik son buenas y coinciden con las de los movimientos que ahora ganan en cualquier lugar en Europa». Borghezio pertenece a la Liga, partido en el poder gracias a su alianza con Berlusconi; no hay mejor prueba de cómo las ideas xenófobas y racistas de la ultraderecha, hace algunas décadas en el margen de Europa, se han vuelto cada vez más populares. Los italianos pueden decir que solo el 8.3% de los votantes simpatiza con ideas de ultraderecha (en Noruega son el 23%), pero ese porcentaje no es marginal.

MussoliniHace poco, el semanario alemán Der Spiegel dedicó su nota principal a la decadencia de Italia. La portada titulaba Ciao bella! y mostraba un dibujo de Berlusconi en una góndola veneciana junto a dos sirenas con los pechos desnudos. No sé si daban ganas de reír o de llorar. Pensaba encontrar ese país esta visita. De hecho, me topé con un artículo en una revista del corazón en el que el médico de Berlusconi certificaba que el primer ministro italiano podía acostarse con mujeres jóvenes todos los días porque era un hombre «física y mentalmente superior al resto». Pero con lo que más me encontré fue con la indignación ante la crisis económica y social, que ha derivado en una guerra de valores culturales. El país no crece, y para la ultraderecha los responsables son los liberales que se aliaron al sueño multicultural europeo.

Al otro extremo, los escritores e intelectuales progresistas de la llamada generación TQ (conocidos así porque sus edades oscilan entre los trenta y los quaranta), acaban de publicar un manifiesto que puede leerse como una crítica brutal al estado de las cosas en Italia: un momento en que prima el sinsentido, en el que «han caído juntas tanto las ideologías como los ideales, la autoridad del pasado como la fuerza del futuro, las certezas morales y las materiales». Los líderes principales del TQ quieren que su manifiesto se lea como un gesto político y no uno literario. Creen que el neoliberalismo es «la nueva epidemia de Occidente» y piden que la nueva generación asuma una «responsabilidad colectiva para hacer algo juntos». Gabrielle Pedullà, uno de los líderes, sabe que el desafío es difícil porque «la nuestra es una generación de solitarios». Giorgio Vasta, otro de los líderes, es de objetivos modestos y dice que lo suyo no es una guerra sino una «guerrilla, acciones de perturbación del orden cultural y artístico que permitan que se le preste atención al valor civil de la discusión».

Así están las cosas en el bel paese. Los jóvenes escritores e intelectuales de la generación TQ quieren pensar en grande y refundar el país pero, en lo concreto, sueñan con mínimas acciones neovanguardistas y creen que hablando se entiende la gente. Al otro lado están los que aplauden la masacre de Noruega y venden parafernalia exaltando la violencia como la mejor manera de salir de la crisis. Mientras tanto, la bolsa sigue cayendo y Berlusconi llama a su gente de confianza para organizar el bunga-bunga del fin de semana.

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