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Los sonidos de la calle y el plebiscito

No se requiere mucho más para comprender que Chile arribó a un momento de agotamiento psicosocial de sus ciudadanos, por la acumulación de hechos que desde hace mucho les resultan angustiosos, entre los cuales la sordera del poder político es uno de los más críticos. El país enfrenta un nuevo test de la confianza. Más que soluciones inmediatas, que también las exige, desea una manifestación clara y contundente de principios de parte de sus autoridades que coincidan o al menos no sean antagónicos frente a su sentido común.


Las democracias de auditorium, en las cuales los gobernantes están dispuestos a pronunciar cualquier promesa para conseguir popularidad y aplausos, indefectiblemente experimentan el acoso del populismo. Las democracias sordas frente a la opinión ciudadana, e incapaces de trabajar sus demandas, son incapaces de renovarse, inevitablemente se fosilizan, e incuban situaciones explosivas que tarde o temprano comprometen la estabilidad de sus instituciones.

En un país donde la elite atiende la opinión de sus ciudadanos, debiera existir el mismo esfuerzo para producir una reforma constitucional que de confianza y tranquilidad a los ciudadanos, que el que ayer se gastó en aprobar una ley para que la DC no quedara fuera de competición electoral por un error de su directiva: es decir, 48 horas.

La garantía de ese esfuerzo es parte de las exigencias actuales.

Entre los ciudadanos es muy fuerte la percepción de que ante sus demandas todo es dificultades, y siempre aparecen las cláusulas intangibles del viejo contrato político de la transición, que inhiben las reformas políticas por mayor democracia. Las únicas excepciones que pueden ver se producen cuando se ve comprometida la autoconservación de la elite. Entonces sí hay celeridad y acuerdos. Nunca cuando se debaten temas que competen directamente a los ciudadanos, como el divorcio, el medio ambiente o la gratuidad de la educación.

Ello ha generado la brecha de desconfianza entre política y ciudadanía, la que hoy ha mutado  a crisis de legitimidad del sistema, tras 10 o más años de ser exhibida en cada encuesta política que se hizo en el país. Y alimentada por la reiteración de frenos y cortapisas que solo acumularon tensiones.

[cita]El problema por tanto no son los estudiantes movilizados o la infinitud eventual de su petitorio. Para ser justos, no se le puede exigir a las víctimas, que finalmente quieren dejar de serlo obteniendo educación de calidad y sin angustia económica, que den un primer paso para desarmar las desconfianzas o desactivar las bombas de tiempo que el propio sistema político ha armado.[/cita]

Para muchos sociólogos, esa desafección no era tal, ni el resultado de un malestar ciudadano anclado en problemas cotidianos. Eran un indicativo más de una sociedad satisfecha en su rol de consumidores y confiada del mando de sus autoridades, aunque con los problemas propios de la modernidad y el crecimiento.

Parte sustancial de la elite política ni siquiera tuvo dudas de que algo mereciera explicación o cambio. Comprobando lo acertado del juicio popular de que quienes ejercen o participan del poder de manera directa no sienten ni entienden las urgencias de un ciudadano común y silvestre, de una manera común y silvestre. Solo la perciben como crisis.

No se trata hoy de contribuir con estos juicios a una alarma general, o a alguna variante de la vieja teoría del derrumbe político. Toda sociedad necesita pilares sobre los cuales apoyar el orden y la racionalidad en sus decisiones.

Pero ello no puede ser un ejercicio meramente formal y autoritario. Debe ser también realista y observar con la mente abierta los hechos. Y no se requiere mucho más para comprender que Chile arribó a un momento de agotamiento psicosocial de sus ciudadanos, por la acumulación de hechos que desde hace mucho les resultan angustiosos, entre los cuales la sordera del poder político es uno de los más críticos.

El país enfrenta un nuevo test de la confianza. Más que soluciones inmediatas, que también las exige, desea una manifestación clara y contundente de principios de parte de sus autoridades que coincidan o al menos no sean antagónicos frente a su sentido común.

No parece inteligente ni perspicaz de parte el gobierno escudarse en el arbitrio técnico de que el plebiscito no existe en nuestra legislación, para negar lo que vastos sectores ciudadanos reclaman. Menos aún argumentando con las sombras de  ingobernabilidad de una democracia directa, que arribaría en ancas del plebiscito.

Este no solo es un mecanismo común y sustancial de las democracias occidentales. También es  un instrumento de vínculo y sintonía estrecha entre gobernantes y gobernados en las democracias representativas más consolidadas del mundo, entre las que se puede mencionar Canadá, Suiza o toda la Unión Europea.

El problema por tanto no son los estudiantes movilizados o la infinitud eventual de su petitorio. Para ser justos, no se le puede exigir a las víctimas, que finalmente quieren dejar de serlo obteniendo educación de calidad y sin angustia económica, que den un primer paso para desarmar las desconfianzas o desactivar las bombas de tiempo que el propio sistema político ha armado. Tampoco se le puede pedir a la gente que no se enferme para que las ISAPRES y los seguros de salud tengan un desempeño normal de mercado.

Es el poder político el que está demandado para generar garantías de que esta vez no pasará lo mismo que ayer, y antes de ayer, o lo de siempre. No es responsabilidad de la sociedad que el país esté entrampado en un empate y sus gobernantes no sepan o no quieran sacarlo de esa situación. Es la vieja ingeniería política la que está obsoleta.

En algún lugar hay que sentarse a negociar y alguien tiene que hacerlo en representación de otros. Pero el sonido de la calle demanda un requisito previo: que alguien pague la fianza y de una señal verdadera de que esta vez el interés mayoritario no será birlado: por ejemplo que no exista lucro en la educación pues la sociedad la considera un bien público perfecto.

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