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Educación: la batalla ideológica

Cristóbal Bellolio
Por : Cristóbal Bellolio Profesor de la Universidad Adolfo Ibáñez.
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Como se trata justamente de una disputa política -como bien ha dicho Camila Vallejos y le costó entender al ministro Hinzpeter- las partes deben asumir una lógica política: avanzar hacia los acuerdos y aislar los desacuerdos hasta que se produzca una nueva correlación de fuerzas.


Unos dicen “el Gobierno hace primar razones ideológicas”. Los otros, “los estudiantes están ideologizados”. ¿Quién tiene razón? Ambos. Gran parte de los argumentos esgrimidos –y que volverán a ser presentados en la mesa de negociaciones que se viene- son legítimamente ideológicos, en el sentido que promueven una determinada visión de cómo debe funcionar la sociedad.

La derecha cree sinceramente que el emprendimiento privado es una expresión de la libertad. Libertad económica, dirán algunos. Está bien, pero desde esta particular perspectiva la libertad para producir y consumir los bienes que las personas estimen conveniente es por excelencia la libertad donde el ser humano despliega sus intereses y capacidades. No sólo esto, además la derecha cree –o debiera creer, como ha sostenido la UDI- en que la expectativa de utilidad funciona como incentivo y aliciente necesario para mejorar la oferta. No es mentira: no les entra en la cabeza que algunos piensen que lucro se opone a calidad.

En la vereda opuesta, los estudiantes han promovido ideas generalmente de izquierda. Salvo la demanda de “educación superior gratuita” –que implicaría que los impuestos de todos los chilenos paguen la universidad de los más ricos- el resto está bastante alineado: educación entendida como un bien público que no puede ser sometida a la lógica de mercado. Más Estado, menos negocio. Aunque existan algunos establecimientos lucrativos que desarrollan una buena labor y otros sin fin de lucro que dan pena, el principio se presenta como indisoluble: una vez terminada la fiesta de los empresarios inescrupulosos se abre el jardín de la calidad. Sarcasmo aparte, este razonamiento contiene una verdad del porte de una catedral: plena libertad de emprendimiento en educación deriva en mayor desigualdad de resultados.

En síntesis, mientras el Gobierno no quiere sacrificar libertad de enseñanza por igualdad, el movimiento estudiantil –y el lote de actores políticos que se le cuelgan- prefiere menos libertad en este particular ámbito en aras de asegurar un bien público igual para todos.

[cita]Mientras el Gobierno no quiere sacrificar libertad de enseñanza por igualdad, el movimiento estudiantil –y el lote de actores políticos que se le cuelgan- prefiere menos libertad en este particular ámbito en aras de asegurar un bien público igual para todos.[/cita]

Nada en esta discusión –la que he simplificado para efectos expositivos- es particularmente nuevo. Ya Tocqueville decía que el amor de los hombres por la igualdad los predisponía al sacrificio de la libertad, siendo preferible para ellos la igualdad en la pobreza a la libertad en la aristocracia. El libertario Robert Nozick hacía notar que la libertad altera todos los patrones: aunque todos comiencen la partida con lo mismo, al cabo de un tiempo la libertad imperante habrá cambiado el estado original de las cosas. Vargas Llosa reconocía la tensión entre libertad e igualdad con cierta resignación, animando a los hombres a tratar de conciliarlas.

Se trata, sin duda, de un debate que más allá de sus aristas técnicas esconde definiciones ideológicas centrales. Como es improbable que los actores sentados a la mesa de negociaciones cambien su manera de entender el problema –los defensores de la libertad no se hacen cargo de sus efectos, los amantes de la igualdad no ven sus riesgos- la única salida del conflicto está en hacer concesiones en terreno intermedio. Como se trata justamente de una disputa política –como bien ha dicho Camila Vallejos y le costó entender al ministro Hinzpeter- las partes deben asumir una lógica política: avanzar hacia los acuerdos y aislar los desacuerdos hasta que se produzca una nueva correlación de fuerzas. El actual gobierno de centroderecha, nos guste o no, fue elegido por la mayoría de los chilenos para ejecutar su plan 2010-2014.

Tiene derecho a hacerlo conforme a sus paradigmas ideológicos. El movimiento estudiantil ha sido exitoso en presentar el suyo como una alternativa viable y popular. Pero no puede exigirle a quien legítimamente ostenta el poder que cambie el suyo de la noche a la mañana. Eso no es política, sino imposición de las ideas propias por la fuerza. Su mayor éxito radica en sentar al Ejecutivo a buscar puntos de encuentro entre ambas posiciones normativas. El tiempo de los que algunos llamaron “infantilismo revolucionario” se acabó. Ahora corresponde hacer política, el arte de lo posible, sin abandonar necesariamente las convicciones ideológicas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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