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Políticas públicas, democracia y convicción

Políticas públicas, democracia y convicción

Rodrigo Castillo
Por : Rodrigo Castillo Director académico del Magister en Regulación Económica, de la Universidad Adolfo Ibáñez, Abogado de la U. de Chile y Magister en Filosofía, Política y Ética.
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Sé también que las ideas deberán ponerse a prueba. Pasar por el cedazo de la historia. De los sueños y de las convicciones profundas. Y también de las condiciones de posibilidad. No de las que nos hemos acostumbrado a repetir como un mantra, sino a las verdaderas condiciones de posibilidades, aquellas que también implican quebrar paradigmas para hacer posible, realmente posible, lo que parece irrealizable.


Vuelvo a Chile luego de una simple semana de trabajo fuera del país. Es posible que incluso las distancias más cortas sean suficientes para lograr un mínimo de contexto.

Entonces, vuelvo, y en Chile las marchas siguen. La sensación de descontento parece haber llegado para quedarse por un rato largo. Mucho más largo del que pudimos prever. Y en ese contexto de efervescencia, a estas alturas algo más triste, algo más sorda, comienzo a escuchar con otros oídos un cruce de discursos que me parece cada vez más preocupante. Escucho que la clase política en particular y las elites de todos los colores, en general, comienzan a dividirse en dos posiciones. Ambas inconducentes, ambas profundamente complejas para construir, a partir de ellas, los consensos y soluciones que el país y el tamaño de los desafíos requiere.

Por una parte, escucho a demasiados que apuntan a los movilizados, y los acusan a ellos de irresponsabilidad e insensatez en sus posiciones y requerimientos.

Por la otra, veo a otros muchos dispuestos a recoger la literalidad de las demandas, en la forma pura de sus slogans, y llegar tan lejos como para querer convertirlos en leyes.

Me considero una persona sensata y responsable. Aprecio en gran medida ambas cualidades y probablemente por lo mismo, reconozco que me parece bastante insensato e irresponsable el que las elites, políticas, intelectuales o empresariales, descansemos ni por un instante sobre la base que es la sensatez y responsabilidad de los jóvenes el ingrediente faltante para poder dar conducción política y social a las distintas movilizaciones que enfrentamos.

Escucho que se acusa a los jóvenes de pedir imposibles. De buscar más de lo que la sociedad puede hoy en día otorgar. De proponer soluciones técnicamente equivocadas para dar respuestas a sus inquietudes sociales, culturales, económicas o ambientales.

Sé también que las ideas deberán ponerse a prueba. Pasar por el cedazo de la historia. De los sueños y de las convicciones profundas.  Y también de las condiciones de posibilidad. No de las que nos hemos acostumbrado a repetir como un mantra, sino a las verdaderas condiciones de posibilidades, aquellas que también implican quebrar paradigmas para hacer posible, realmente posible, lo que parece irrealizable.

Al escuchar estos planteamientos, no puedo más que preguntarme si de alguna manera es posible que alguien piense, sensata y responsablemente, que los jóvenes, los movimientos sociales o los activistas de cualquier naturaleza que manifiestan sus inquietudes o puntos de vista, son los llamados a expresarse en términos responsables, sensatos o técnicamente perfectos.

No se me mal interprete. No estoy queriendo señalar en caso alguno que las expresiones de estos movimientos sean insensatas. De hecho, muchas de ellas, en el fondo de sus aspiraciones, son de lo más sensato que se puede escuchar. Lo que quiero manifestar es que los jóvenes en particular y los manifestantes en general, tienen derecho a expresar sus anhelos de la manera en que los sienten, sin estar obligados a hacerse cargo necesariamente de la corrección técnica o los criterios de sensatez que otros, nosotros, debemos ser capaces de interpretar para dar curso al fondo de las aspiraciones, y no necesariamente a la forma en la que ellas se expresan.

La historia es abundante en ejemplos. Desde ya, tal vez los más vistosos digan relación con el contraste entre las discusiones de fondo, políticas, económicas y sociales que se generaron con motivo de los movimientos de Mayo del 68 en Francia (y también en otros muchos países).

Sólo a modo de recordatorio, los jóvenes y los obreros franceses pedían cambios profundos en la forma de organización administrativa de su país, así como importantes cambios en las políticas educativas. El resultado fue consistente. Todos recordamos como terminó la primavera de París.

Y sin embargo, sus emblemas y slogan, las frases y los graffitis, no hablaban de soluciones técnicas sino de sueños y aspiraciones.

Entre las frases más recordadas de esa época – destaca una que ha llegado a convertirse en un símbolo pop. Seamos realistas, pidamos lo imposible. La hemos escuchado tantas veces, en tantos contextos y desde hace tanto tiempo, que seguramente ya no tiene el significado disruptivo que alguna vez alcanzó. De tanto repetirla, ha perdido gran parte de su sentido, dramatismo y sugerencia. Y sin embargo, en estas pocas palabras se refleja, se agota y se interpreta de manera perfecta lo que intento señalar. Los jóvenes de París no estuvieron dispuestos a aceptar explicaciones. Ellos eran realistas. No les bastaba con lo posible.

¿Estaban en lo correcto?

No lo sé. Pero sé que cambiaron la historia y el destino de su país por los próximos 50 años.

¿Obtuvieron lo imposible?

Definitivamente no. Lo que sí lograron fue cambiar los límites de lo posible. Hacer posible, en alguna o en gran medida, lo que mucho creían imposible.

Por eso, por las evidentes similitudes que podemos encontrar entre las movilizaciones de entonces y las de hoy, es que me detengo y leo, uno tras otro, los distintos graffitis que se conservan de esa época. Los tengo reunidos en un pequeño pasquín de frases que hoy se puede comprar en cualquier librería del mundo, como “simple” souvenir.

Muchas de las frases resultan maravillosamente poéticas. Otras, descabelladamente irresponsables o insensatas. Por eso, las leo y releo, y luego, como persona seria y sensata que soy, me planteo cómo es posible generar un diálogo constructivo a partir de este tipo de expresiones que, de un modo u otro, sólo nos recuerdan que los jóvenes en realidad lo querían todo y no aceptaron entonces, ni hoy,  nada menos que sus sueños.

No encuentro, por cierto, una respuesta. Pero hay algo de lo que estoy seguro. Si nuestra institucionalidad política, si nuestras elites, nuestros dirigentes, nuestros académicos, los que oficiamos de sabios y solemnes, no somos capaces de responder a estas preguntas, simplemente no merecemos el lugar que la sociedad nos ha asignado. Es ese nuestro trabajo y nuestra responsabilidad. Somos nosotros los obligados a interpretar nuestro tiempo.

Por eso, no me rindo. Reviso las frases de Paris del 68. Una y otra vez, por si en ellas encuentro respuestas que no están en mis viejos textos de política o economía. Encuentro centenas. Frases sueltas. Me detengo:

“Olvídense de todo lo que han aprendido. Comiencen a soñar.”

“No es el hombre, es el mundo el que se ha vuelto anormal”

“Gracias a los exámenes y a los profesores el arribismo comienza a los seis años.”

“Cuando la asamblea nacional se convierte en un teatro burgués, todos los teatros burgueses deben convertirse en asambleas nacionales”

Nuevamente me pregunto:

¿Es posible interpretar todo esto de modo que sirva, de alguna manera, para generar un diálogo franco y conducente, que nos acerque a la construcción de un mejor país, a la elaboración de modelos y políticas públicas más justas e inclusivas?

Tengo algunas ideas. Trabajaré en ellas. Pero sé también que las ideas deberán ponerse a prueba. Pasar por el cedazo de la historia. De los sueños y de las convicciones profundas.  Y también de las condiciones de posibilidad. No de las que nos hemos acostumbrado a repetir como un mantra, sino a las verdaderas condiciones de posibilidades, aquellas que también implican quebrar paradigmas para hacer posible, realmente posible, lo que parece irrealizable.

Poco a poco logro comprender que nuestra juventud nos desafía a poner más talento e imaginación en encontrar soluciones nuevas, pues las viejas, las que defendemos como dogmas, simplemente no son suficientes.

Por eso, siguiendo con este ejercicio algo nostálgico, me prohíbo prohibir.

Por eso, en lugar de seguir pensando. Me permito soñar e imaginar.

Sueño con que es posible. Sueño con que nuestra sociedad es capaz de interpretar a sus jóvenes. No en lo que nos dicen sino en lo que nos enseñan. No en sus palabras sino en la profundidad de su poesía. Una sociedad que no pasa desde la negación total hasta la consagración legal de los slogans. Nada de eso sirve. Nada de eso es lo que el país requiere.

Imagino una sociedad que sea capaz de aplicar la sensatez de escuchar, contra la irresponsabilidad de reprochar los malos modales. Una sociedad que debe encontrar el camino para interpretar el trasfondo de los discursos, y escuchar correctamente sus mensajes de justicia, igualdad y participación inclusiva.

Sueño con una elite, con un país, con una clase política – cualquiera sea la posición en la que se encuentre hoy – a la que no se nos aplique… ni en una mala broma…. La última frase anónima que me encuentro en mi pequeño libro de grafitis… rescatada de un muro del Grand – Palais…

“Empleó tres semanas para anunciar en cinco minutos que iba a emprender en un mes lo que no pudo hacer en diez años.”

El País no se merece esto. Nuestro país tiene, estoy seguro, la capacidad de ir más lejos. De usar más y mejor su institucionalidad democrática, su reserva moral, su imaginación y generosidad, para no limitarse a un diálogo de sordos, en que unos se burlan de los slogan, y los otros intentan convertirlos en leyes.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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