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El hastío democrático

Las elecciones parlamentarias y presidenciales en nuestro país, ya no satisfacen nuestras exigencias. Las personas ven que hoy las decisiones que más los afectan en su vida diaria, se toman en algún lugar que no conocen o por algunas personas que no logran controlar y menos cambiar con los tradicionales mecanismos democráticos.


La actual institucionalidad democrática de nuestro país, al parecer, ya no logra calmar y encauzar, en forma más o menos duradera, las esperanzas y exigencias de nuestra sociedad.

Estamos viviendo un verdadero período de “hastío democrático” y no sabemos bien por qué se produce.

Lo primero que podríamos aventurar es que existe un efectivo descontento con la utilidad de la institucionalidad pública, pues en forma cada vez más creciente, el ciudadano va viendo cómo las decisiones que más influyen en su día a día, ya no se toman en las tradicionales instituciones de la democracia -a saber, el Poder Ejecutivo, el Parlamento o los municipios-, sino en organismos públicos pero técnicos, como el Banco Central, el Tribunal Constitucional, alguna superintendencia o, derechamente, por organismos privados, como las Isapres, las AFP o las grandes empresas.

Sobre éstas últimas, a diferencia de las tradicionales instituciones de la democracia, el ciudadano no tiene ningún tipo de control y menos de participación.

Es así como las elecciones parlamentarias y presidenciales en nuestro país, ya no satisfacen nuestras exigencias. Las personas ven que hoy las decisiones que más los afectan en su vida diaria, se toman en algún lugar que no conocen o por algunas personas que no logran controlar y menos cambiar con los tradicionales mecanismos democráticos.

[cita]Este verdadero “hastío democrático”, por desgracia, siempre termina engendrando la necesidad de evadirse de la realidad, mediante la peligrosa fuga hacia la ilusión (anarquista, populista o cualquier otra locura de turno).[/cita]

Lo anterior, lleva a que también se vaya ampliando cada vez más un vacío entre el poder y la voluntad popular, espacio que tradicionalmente llenaban los parlamentos y los partidos políticos.

Hoy, los parlamentos y los partidos políticos ya no cumple ese rol, y ese vacío lo ocupan cada vez más, las protestas ciudadanas, los grupos anti sistema, las ONG y, sobre todo, los medios de comunicación. Entes que tampoco están institucionalizados y que, por tanto, tampoco responden a los controles y contrapesos de la institucionalidad democrática.

Como los  ciudadanos ya no saben a quién exigirle ni tienen herramientas institucionales para hacerlo (sobre los nuevos portadores e intermediarios del “poder”), salen a la calle a protestar en contra de un enemigo que no saben dónde está y tampoco quién es.

Así, la ciudadanía manifiesta un malestar difuso, no muy claro, lo cual queda reflejado en el hecho que a las demandas estudiantiles se suman muchos otros sectores, como en una especie de catarsis colectiva de un malestar casi existencial.

Agravando el hecho anterior, se suma la lenta transformación que se ha producido en nuestro país, desde un “ciudadano democrático” a un “consumidor democrático”, aplicándose los criterios del consumidor más que del ciudadano en la vida pública y, por tanto, la política también ha pasado a ser un bien de consumo.

Así, las posturas y apoyos políticos de la ciudadanía varían al ritmo de los humores y más aún, de la lógica del “me sirve o no me sirve” y del “uso y desecho” si las instituciones democráticas no satisfacen en forma inmediata mis exigencias.

Pero la democracia como sistema de gobierno es mucho más que elecciones y libertad para protestar; es también la vigencia de un Estado de Derecho, el respeto de la ley, la separación de poderes, etc. y lo que vemos hoy, es que para muchos sectores sociales, ese compromiso con la democracia se ha relativizado.

Podemos ver, incluso, a dirigentes políticos que legitiman la protesta social por sobre el diálogo político, privilegian la vulneración del estado de derecho por sobre la vigencia de la ley y algunos han llegado hablar de ingobernabilidad o falta de legitimidad.

Este verdadero “hastío democrático”, por desgracia, siempre termina engendrando la necesidad de evadirse de la realidad, mediante la peligrosa fuga hacia la ilusión (anarquista, populista o cualquier otra locura de turno).

Como señala el filósofo Ralf Dahrendorf, “la verdad es que hoy no sabemos cómo podrá expresar el pueblo su voluntad en el futuro y de qué modo podrá determinar la decisión política. Ese es el gran problema que tenemos entre nosotros”.

En este contexto, como país, tenemos el desafío de saber encontrar y rescatar en las actuales manifestaciones ciudadanas ese núcleo de realidad que ellas manifiestan, a pesar de los enfoques errados y  no menos politizados que se puedan observar en la superficie.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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