Publicidad

Educación: por un consenso ético

Roberto Meza
Por : Roberto Meza Periodista. Magíster en Comunicaciones y Educación PUC-Universidad Autónoma de Barcelona.
Ver Más

Mientras los estudiantes califican la posición de la autoridad de “intransigente”, el Gobierno los acusa de estar dominados por sectores “ultras” de izquierda. Pero este último hecho, sin ser trivial, es inconsistente con el enorme caudal de apoyo ciudadano recibido por el movimiento, porque los mismos que apoyan a los estudiantes, rechazan ampliamente la gestión y representatividad de dichos partidos, mientras que el Gobierno, al abordar el tema desde su prisma “técnico” -sin salirse de su marco teórico-valórico-, estima que ha cedido hasta el borde de sus posibilidades, por lo que el trato de “intransigencia” es considerado injusto y hasta ofensivo.


Al modo en que todos alguna vez hemos visualizado formas y figuras que parecen emerger de los contrastes de luces y sombras de las nubes, tirios y troyanos hemos estado intentando comprender los patrones que surgen de las múltiples y diversas expresiones discursivas, emocionales y actitudinales del movimiento estudiantil, de manera de encontrar soluciones a la actual crisis y prefigurar su evolución y futuro.

La neurociencia explica esta capacidad de ordenar las percepciones de los sentidos, desde un entorno pleno de señales caóticas y aleatorias, como una necesidad evolutiva asentada biogenéticamente en el cerebro. Junto al lenguaje –un subproducto cultural, aunque sustentado también en bases biológicas- esa función nos permite crear representaciones internas y formular hipótesis sobre lo útil o inútil, relevante o irrelevante del medio, de modo de reducir la incertidumbre cognitiva ante el surgimiento de amenazas u oportunidades para nuestro actuar en el mundo.

En ese marco epistemológico, tras meses de discursos variados, dispersos y segmentados, las demandas estudiantiles han confluido hacia el concepto general de “gratuidad” (v/s “lucro”), el que por lógicas razones implica lo “universal” (si es gratis es accesible a todos) y lo “público”, como concepto opuesto a lo “privado”, pues lo “privado”, por definición, implica “propiedad”, esa soberanía sobre la cosa que permite al propietario “privar” a otros, a voluntad, de su uso. La “propiedad”, a su turno, importa “intercambio” de lo que se posee, por algo ajeno, que no se tiene, pero que se necesita, mientras que la gratuidad, sólo las “gracias” al benefactor, que es de donde proviene el concepto. En pocas palabras, la impetración de los dirigentes estudiantiles ha cuajado en la idea de “educación pública y gratuita para todos”, la que descansa en el principio de “igualdad” (e “integración”, por añadidura), que exige de lo “público” y la “gratuidad”, desplazando a un segundo grado de prelación lo “privado” (en la enseñanza y emprendimiento, al menos), valor que descansa en el principio de la “libertad” y que requiere de “propiedad”.

[cita]De allí la relevancia del movimiento estudiantil, porque intuitivamente apunta al corazón del futuro. Es decir, a la inevitable conformación de seres humanos mejores, más informados, conocedores y transformadores conscientes de su entorno social y natural, pero, por sobre todo, más libres. La educación está, pues, “a la orden del día”, aunque más que “pública y gratuita” -que es una cuestión de medios- habría que subrayar la calidad. La “excelencia”, empero, no se correlaciona –necesariamente- con la gratuidad, ni menos con la propiedad.[/cita]

Siendo ese el discurso, las consecuencias subsumidas en él pueden transformar radicalmente las bases sobre la que se ha edificado nuestro sistema educativo. En efecto, el modelo educacional chileno -estimulado por las exigencias del rápido desarrollo económico- ha apuntado de modo privilegiado a su extensión y cantidad. Para tales propósitos, ha puesto énfasis en la “libertad” y la “competitividad”, como medio para conseguir “excelencia” y “calidad”. Y aunque ideológicamente podría estimarse que estos últimos conceptos son resultado de los primeros, dada su comprobación empírica en otras áreas, en los hechos, 30 años después, sus efectos en educación son dispares y no hay consenso en los beneficios de ese modo de desarrollo y más bien hay acuerdo en que se requiere reformularlo.

Pero el movimiento estudiantil, al observar la nube, cree que simples ajustes al actual modelo –como define las propuestas del Ejecutivo- no resuelven el problema (“no hay que poner más recursos en un sistema fracasado”) y, por consiguiente, han llamado a sustituir la doctrina presente, por una que conciba “la educación como derecho”, es decir, gratuito, universal e igual para todos, como todo derecho. La “libertad” de enseñanza y emprendimiento en la que descansa el actual sistema, se ha puesto, así, en entredicho, pues, como dijimos, libertad implica soberanía de decisión sobre ciertos actos y cosas, lo que a su turno significa imperio y poder sobre las mismas, es decir, “propiedad”. La “gratuidad” planteada no es, pues, compatible con la “propiedad”, ni con la libertad de emprendimiento. Son conceptos de orígenes ontológicos diversos. La gratuidad se ajusta a la igualdad, mientras la propiedad y emprendimiento, a la libertad.

Puestos los claro oscuros de la nube en dichas líneas de interpretación, se puede concluir que estamos ante una diferencia de principios fundantes. Y es bien sabido que aquellos no son fácilmente negociables. Así, mientras los estudiantes califican la posición de la autoridad de “intransigente”, el Gobierno los acusa de estar dominados por sectores “ultras” de izquierda. Pero este último hecho, sin ser trivial, es inconsistente con el enorme caudal de apoyo ciudadano recibido por el movimiento, porque los mismos que apoyan a los estudiantes, rechazan ampliamente la gestión y representatividad de dichos partidos,  mientras que el Gobierno, al abordar el tema desde su prisma “técnico” -sin salirse de su marco teórico-valórico-, estima que ha cedido hasta el borde de sus posibilidades, por lo que el trato de “intransigencia” es considerado injusto y hasta ofensivo.

¿De qué se trata, entonces? Primero, Chile tiene un sustrato de identidad más que centenario vinculado a una épica de la educación pública como medio para resolver las enormes desigualdades sociales y económicas que ha sufrido y sigue sufriendo. Este es un obvio “plus” a favor de estas demandas, no obstante los avances de los últimos decenios en gratuidad en la educación básica y media y en el número de becas en la terciaria, que explican los casi US$ 12 mil millones anuales que invierte el Estado en el sector. El papel igualador que se atribuye a la educación es una idea transversal marcada a fuego, desde que el Presidente Aguirre Cerda lanzara su slogan de “Gobernar es Educar”.

Segundo, el desarrollo de las fuerzas productivas de las últimas décadas, el crecimiento exponencial del conocimiento científico-técnico y su amplia difusión mediante las TIC’s, han provocado drásticos cambios en la forma de relacionarnos política, social, económica y culturalmente. Gracias al conocimiento, hoy es más difícil que la gente de a pie “comulgue con ruedas de carreta”. Por lo demás, la amplia información y transparencia de las redes nos iguala en virtudes y miserias. Y si todos somos imperfectos –como lo muestran la colusión de las farmacias, La Polar, cláusulas abusivas en bancos, isapres y universidades- las antiguas jerarquías sociales basadas en la ignorancia, la coacción y hasta el poder experto, pierden legitimidad. Tercero, la abundancia de información, propia de la nueva sociedad, devela que muchos de quienes están en diversos ámbitos del poder han jugado sucio para conseguirlo o mantenerlo, afectando su autoridad. Así, las tradicionales estructuras sociales se van “aplanando” cada vez más y se extiende un sentimiento empático en favor de la igualdad meritocrática como medio para seguir avanzando y progresando.

A mayor abundamiento, las venas y arterias que unen Chile a la globalización universal hacen difícil que las elites nacionales –cualesquiera sean ellas- puedan, por sí y ante sí, cortarlas para transformar su actual modo de relaciones político-sociales, sin serios problemas para el desarrollo y estabilidad. Como es obvio, pocos están dispuestos a abandonar los medios que caracterizan la nueva sociedad, como IPod, celulares, tablets o computadores, ni menos los adminículos digitales de todo tipo que inundan la producción de bienes y servicios y que aseguran no sólo mayor productividad, sino dependencia tecnológica de los centros creadores internacionales, aunque también más información y transparencia respecto de sus poderes. Y “socializar” Apple, Microsoft, Google o Intel parece tarea dura. Muchas de esas nuevas empresas del conocimiento tienen un patrimonio superior al PIB de varios países. El avance de las fuerzas productivas, como predijera Marx, está produciendo, pues, un cambio en las relaciones sociales de producción.

Pero la presente inflexión hacia la igualdad no parece perseguir la igualdad misma, sino más bien, oportunidades y mayor libertad, expectativas que, empero, son avasalladas, según esta mirada, por poderes vistos como ilegítimos en lo político, económico, social y hasta religioso. Por eso, observar la intrincada nube de acontecimientos desconcierta. Para explicárnoslos, buscamos imágenes que interpretamos según analogías surgidas de la información acumulada en la memoria, tal como cuando miramos las nubes. Pero como es un hecho nuevo, nos cuesta ver las razones reales detrás del fenómeno. Algo está naciendo, pero apenas vemos su mollera. Entonces, los llamados de indignación a la gratuidad, igualdad, Estado, lo público, derechos, las intransigencias y desórdenes callejeros, nos traen recuerdos de viejas revoluciones. Sin embargo, aquellas podrían ser tan solo “imágenes en la nube”.

En efecto, la nueva sociedad del conocimiento y la información ya no es la vieja sociedad industrial y “burguesa” amenazada por la “dictadura del proletariado”, aunque ciertos discursos inerciales sigan presentes, como se mantienen tozudamente otros de carácter feudal o racista. Las clases sociales tampoco son las de aquella. Los partidos políticos y otras instituciones proto-industriales junto a sus añejas articulaciones verticales están siendo amenazadas por redes ciudadanas horizontales, participativas y democráticas, aunque no puedan aún reemplazarlas en la conducción social, porque responden a lo que Giddens llamó “single issue”. Y menos están preparadas para coordinar los múltiples intereses en colisión en sociedades complejas, vigilar la materialización de eventuales cambios o jerarquizar demandas. Bien lo saben los dirigentes estudiantiles. La actual democracia representativa decae, pero su sucesora aún no se perfila con claridad.

En la economía, en tanto, las empresas con mayor crecimiento y valor no se desarrollan sobre la base de la “plusvalía” muscular, sino por la inteligencia y sus trabajadores requieren de un conocimiento y experticia que hace más difícil su dominación al estilo de los siglo XIX-XX. El auge y caída del sistema financiero mundial es una muestra del impacto de las nuevas tecnologías en la economía, al tiempo que nos revela la necesidad de profundos cambios éticos en su funcionamiento. Tal vez sea este avance de las fuerzas productivas, impulsado por los propios poderes, el que explique mejor que nada a los indignados.

Es que, si algo define a la sociedad naciente es que sus insumos fundamentales son el conocimiento, la ciencia y técnica, la información, innovación y creatividad, los que por añadidura, operan en tándem con una moral que busca nuevos equilibrios entre derechos y deberes y una ética de sustentabilidad social, humana y ambiental de parte de los poderes  viejos y emergentes. Las antiguas y nuevas elites se están viendo forzadas a relegitimarse sobre tales fundamentos, porque la pura fuerza no basta para conseguir colaboración y trabajo de equipo que exige el nuevo modo de producción.

De allí la relevancia del movimiento estudiantil, porque intuitivamente apunta al corazón del futuro. Es decir, a la inevitable conformación de seres humanos mejores, más informados, conocedores y transformadores conscientes de su entorno social y natural, pero, por sobre todo, más libres. La educación está, pues, “a la orden del día”, aunque más que “pública y gratuita” -que es una cuestión de medios- habría que subrayar la calidad. La “excelencia”, empero, no se correlaciona –necesariamente- con la gratuidad, ni menos con la propiedad. Tampoco, por cierto, con la pura libertad, que puede mutar en libertinaje; ni la pura igualdad, que puede transformarse en mediocridad. De allí la necesidad de la “buena política”. El futuro está en construcción aleatoria, pragmática, accidental y somos nosotros quienes lo construimos, avanzando paso a paso, entre aciertos y errores.

Por eso, quienes desde dentro o fuera intentan instrumentalizar el movimiento estudiantil en función de vetustos intereses, se van a estrellar contra la intuición libertaria que anida en la “revolución pingüina 2.0”. Porque su grito igualitario es, en realidad, una revaloración activa del papel ciudadano y un llamado a más participación y control de los propios destinos, surgido desde una dignidad recuperada, precisamente gracias al conocimiento e información. De allí que una mayoría apoye sus peticiones, aunque, el modo emocional imperante no nos deje aún ver sus consecuencias. Porque, aunque el acuerdo por una educación mejor y al alcance de todos es unánime, no sabemos, a priori, si el actual modelo reajustado –apuntado a la libertad- o el de educación pública y gratuita -que busca igualdad e integración- derivará o no en la indispensable “excelencia”, que es lo que importa a la hora de sostener nuestro desarrollo.

El Presidente de la República ha dicho en más de una oportunidad que es mejor “invertir en las personas que en fierros y ladrillos”. Y tiene razón. El éxito personal y de los países en la nueva sociedad depende críticamente de la educación, es decir, de un capital humano preparado, innovador, creativo y emprendedor, adecuado a las nuevas fuerzas productivas y plenamente incorporado al avance de un conocimiento que se duplica  cada 18 meses y de adelantos científicos y técnicos diarios en todas las áreas del quehacer. Poner, pues, todas las fuerzas y foco en la inversión en las personas es “la” tarea con la que el actual Gobierno puede pasar a la historia.

Queda resolver el dilema de los principios. Y siendo un problema de fundamentos, la discusión deviene política y moral. En ningún caso puramente técnica, pues hay buenos argumentos para mantener posiciones que prioricen la igualdad o la libertad y, además, cada una tiene su propia “techné”. Se trata, en fin, de un choque de derechos cuya valoración es fundamentalmente ética. De allí que su resolución dependerá de qué es lo que realmente queremos los chilenos. Aunque una vez adoptadas las decisiones en el actual marco institucional democrático, con todos sus defectos, tendremos que aceptar las consecuencias de los riesgos asumidos en la apuesta. Porque si las determinaciones afectan derechos de minorías o mayorías, habrá que compensarlas según las normas y sana doctrina de un Estado de Derecho.

Si como sociedad resolviéramos democráticamente –que no con golpes de poder- desviar recursos finitos por definición, a solventar el derecho a la educación, siempre habrá cómo hacerlo. Para eso está la técnica. Con un camino y meta definidos, los expertos pueden concebir fórmulas adecuadas. Pero como unos alegan igualdad, y otros libertad, mientras no logremos conciliar ambos valores, continuarán los monólogos paralelos. Y si se lograra acercar posiciones, habrá que considerar los efectos de los cambios sobre los derechos adquiridos. Para eso está la ley y la moral. Siendo la apuesta por la educación una que nos encamina en la dirección correcta y coherente con la economía que emerge, cualquiera sea el modelo educacional que adoptemos, debemos considerar que -tal como han advertido los estudiantes- los medios a través de los cuales se consiga el objetivo, prefiguran la cualidad del objetivo mismo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias