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Todas las hojas son del viento

Yo tuve también un sueño —o tal vez sea un recuerdo— en el que me cruzaba con él. Era al principio del año 90 y yo trabajaba como portero en el bar La Batuta en la plaza Ñuñoa, donde se organizó un concierto de Spinetta. Antes de concierto en uno de los ensayos, lo encontré descansando en el cuarto para los artistas que está detrás del escenario. Soñé que fumábamos un joint y que salíamos charlando hacia la Araucaria (Pehuén) que hay en la plaza, y el flaco muy intuitivo me hablaba de un gran terremoto cuyo sismógrafo era precisamente aquel árbol sagrado de los Mapuches.


In memoriam del “flaco” Spinetta

(1950-2012)

Hace un tiempo alguien me comentó que Cerati, quien está en estado de coma desde mayo de 2010, recibió la vista del flaco Spinetta en el hospital. Dicen que el flaco le tomó la mano y le susurró al oído la melodía de una parte de la Cantata de los puentes amarillos. Dicen que los latidos de Cerati se salieron del pulsímetro instalado al lado de la cama, y cayeron al suelo como un puñado de perlas. Reunidos ahí en el umbral entre la vida y la muerte, los dos amigos —el maestro y el discípulo— se quedaron largo rato disfrutando de ese crepúsculo. El flaco se quedó piola, se acercó a la ventana desde donde se podía ver un hermoso parque, sintió ganas de encender un faso, pero se contuvo, ¿por qué —se preguntó— los templos del sufrimiento están siempre rodeados de parques? Pensó en Belgrano, cuando era chico, recordó los parques de basura cercanos al camino de las canchas de “fúbol”, cuando empezó a amar a River, sonrío levemente. Se vio entonces andando por un camino de cipreses que se perdía hacia abajo donde parecía haber un río, tarareó: “todo camino puede andar, todo puede andar…”, y vio de pronto a Cerati aparecer montado en una vieja bicicleta, éste lo llamaba agitando una guitarra. Se vio a sí mismo siguiendo a Cerati y bajando por aquel camino de los cipreses hasta llegar al río, desde donde pudo por fin ver su psicodélico puente y sobre el puente, creyó ver su silueta cruzando un puente.

Aión

Almendra, Pescado Rabioso, Invisible; y luego trabajos variados como solista en Spinetta Jade, Spinetta y los Socios del Desierto, hasta el último potlatch en vivo con las bandas eternas, son muestra de una obra revolucionaria que emerge como ausencia del presente y que se extiende como influencia determinante y afectiva para los músicos argentinos y sudamericanos (pero no sólo). En efecto, mar aquí… mar allá… Spinetta constituye quizá la máxima expresión de la cultura rock argentina, un artista singular, complejo, terriblemente independiente, pero a la vez inscrito en la música popular de nuestro continente. Autodidacta, errante de las disciplinas y las métricas, siguiendo el silbido de la calle, del tango, así se forjó este músico dios, músico tótem, compañero de ensueños, portavoz de una cultura del aniquilamiento en la que no permanece nada. El flaco nomadea por aquí, por allá, siempre yendo en avanzada, en la vanguardia, como quien abre el tiempo para los que vienen después. Y lo que su música abre es un tiempo de intensidad, un tempo desarrollándose en su total autonomía, siempre en sus propias leyes; tiempo de los efectos y afectos, de la presencia sin cuerpo, disuelta y conservada en el todo. Su música provenía de una fuente invisible de claridad y de su capacidad de respirar en el vacío. Inclasificable, móvil, en la obra de Spinetta aparece una memoria encriptada que es protesta ante el abandono de los dioses y promesa de una verdad que, si se está alerta, acontece justo a tiempo.

[cita]Yo tuve también un sueño —o tal vez sea un recuerdo— en el que me cruzaba con él. Era al principio del año 90 y yo trabajaba como portero en el bar La Batuta en la plaza Ñuñoa, donde se organizó un concierto de Spinetta. Antes de concierto en uno de los ensayos, lo encontré descansando en el cuarto para los artistas que está detrás del escenario. Soñé que fumábamos un joint y que salíamos charlando hacia la Araucaria (Pehuén) que hay en la plaza, y el flaco muy intuitivo me hablaba de un gran terremoto cuyo sismógrafo era precisamente aquel árbol sagrado de los Mapuches.[/cita]

Artaud, Kamikaze…

Como tantos otros de mi generación tuve la suerte de crecer escuchando a Spinetta: por supuesto Almendra y la “muchacha ojos de papel, pequeños pies, piel de rayón…”, pero sobre todo su gran trabajo Artaud (1973) hizo nido en nuestros corazones. Después Kamikaze (1982) fue un disco de culto para una generación de jóvenes chilenos que salió a la calle precisamente a mostrar un gesto radical contra el terror, en las innumerables jornadas de protesta de esos años. Testigo atento del presente, enemigo de la verdad impávida del poder, el “flaco” nos lanzó luego, por encima de los Andes, Tester de violencia (1988), un disco conceptual, transmitido en la onda nerviosa de una expresión sutilmente lograda, un verdadero manifiesto de protesta corporal contra las heridas, contra la soledad y el vaciamiento, “como el viento se llevó todo, un organismo en el aire….” A través de este disco Spinetta, deteniéndose en los detalles, se introyecta en lo hondo de la subjetividad de aquellos años, cantando en los gestos, emergiendo desde una naturaleza sexual, proscrita, oculta y transparente, como el corazón del durazno en el valle de los duendes. Su poesía nos legaba y transmitía toda la fuerza irracional de generaciones de surrealistas, simbolistas y situacionistas, expresándose siempre a la enésima potencia de juegos expresivos y sorpresivos de música, y de poesía, de rock en estado puro. La Avant-garde del flaco era también una vanguardia imposible atravesada por una extraña sensación de melancolía. Todo es en vano, como no dormir… Permanente experimentación, de travesía y de riesgo, en una experiencia siempre desplazada que se reclama como urgente en el aquí y el ahora, y se aplaza como pendiente: “mañana, mañana….. mmmhhhh… Aunque me fuercen yo nunca voy a decir que el tiempo por pasado fue mejor, mañana es mejor…!!!!!

Tester de violencia

Por esos años también fue una de las primeras visitas de Spinetta a Chile. Cantar en Santiago no era cosa fácil, eran tiempos de prueba, tiempos densos, violentos. Y entonces llegó Spinetta, con su pinta de duende huesudo, quejándose del sonido, a provocar las parsimonias ideológicas, alterado, deslazado, delirante, arrojándose en ese concierto en el Café del Cerro. Era el año 1989. El flaco comenzó lento, invadiendo poco a poco el escenario con sus gritos, sus palabras de amor, imponiendo allí su alma de diamante. Después de una interpretación sin igual de Marcapiel la conexión con el público fue carnal, no hay mejor palabra. Pude entonces verlo emocionarse —con su risa de caballo loco— al percatarse que la gente en Chile sabía sus canciones. Y claro que las sabían, con ellas se habían armado de ternura y una dosis de delirio, en esos tiempos de amaneceres proscritos, de vino en el boliche clandestino, de mate amargo, de batallas y derrotas. Desde un lugar distinto al de la canción de protesta, o del punk que se extendió rápidamente entre los círculos militantes de fines de los años ochentas, la protesta cósmica del flaco emergía para mostrarnos que la justicia por la que luchábamos era la justicia de lo singular, de aquello que por su trayecto de cometa no puede sino ir contra la ley.

Bajan

Con Spinetta te cruzas, dicen los músicos, porque siempre anda moviéndose, pero cada encuentro es como una primera vez, como cuando comes las primeras moras al final del verano. Yo tuve también un sueño —o tal vez sea un recuerdo— en el que me cruzaba con él. Era al principio del año 90 y yo trabajaba como portero en el bar La Batuta en la plaza Ñuñoa, donde se organizó un concierto de Spinetta. Antes de concierto en uno de los ensayos, lo encontré descansando en el cuarto para los artistas que está detrás del escenario. Soñé que fumábamos un joint y que salíamos charlando hacia la Araucaria (Pehuén) que hay en la plaza, y el flaco muy intuitivo me hablaba de un gran terremoto cuyo sismógrafo era precisamente aquel árbol sagrado de los Mapuches. Y ese sueño concluyó, y la noche se nubló sin fin y el terremoto vino, veinte años después, para despertar al Wallmapu y para ponerlo en pie de guerra.

Plegaria

¿Para quién? Relojes podridos, naufragio, las almas repudian todo encierro, las cruces dejaron de llover… La luz de una manzana ilumina un cementerio y en el se ve al flaco sentado solo, fumando, “justo que pensaba en vos nena, caí muerto” Para nosotros, fans de Cementerio Club, esta canción expresa de una forma poética imposible, la crueldad personificada, el sentido de transitoriedad: qué calor hará sin vos en verano… El mundo está de duelo con esta muerte y aunque es la muerte propia, la del flaco es, sin embargo, todas las muertes en una. Aproximación. Felpa. Sed. Insolación. Temor. Nuestro duelo por Spinetta nos recuerda el estado permanente en que nos encontramos, estado de pérdida, estrago, desnudez al centro gris del abismo. Por eso lloramos: ¡Que nadie, nadie despierte al flaco!, quizá se sienta gorrión esta vez, jugueteando inquieto en los jardines de un lugar que jamás despierto encontrará. Desde ese lugar Spinetta nos mira, él está en nosotros pero no entre nosotros, de modo que no podemos disponerlo en nuestros momentos ni en nuestra intimidad. Sin mostrarse y sin ocultarse el flaco viaja hacia nuestro destino, perdido para siempre como el capitán Beto, sin brújula y sin radio, recto, inmóvil, atento, a 18 minutos del sol, interrumpiendo con su voz el silencio universal para espantar la injuria, y para mostrarnos que no hay futuro…más que volviéndonos canción, o barro tal vez.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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