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Aysén: la voz de la calle y la voz del pueblo

Cristóbal Bellolio
Por : Cristóbal Bellolio Profesor de la Universidad Adolfo Ibáñez.
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La calle cumple una función clave. Los movimientos sociales también. Son inputs fundamentales del sistema político, pero no reemplazan el mecanismo democrático a través del cual las sociedades civilizadas distribuimos el poder. Atribuirse la voz del pueblo es una tentación mesiánica que debe ser combatida con las reservas morales e intelectuales que nos queden.


El Presidente Piñera nos tiene acostumbrado a salidas de libreto, exabruptos menores y otros tantos comentarios francamente escandalosos. Pocas semanas atrás sostuvo para un diario argentino que “no siempre la voz de la calle es la voz del pueblo”, causando una vez más la indignación de parte importante del público informado. A mí, en cambio, me pareció de una sensatez evidente y de una obviedad absoluta.

Es notorio que los diversos movimientos sociales han concitado el apoyo de la opinión pública. Números más números menos, en general es fácil cosechar simpatías en nombre de la educación, el medioambiente o la descentralización. Esto es sin duda una buena noticia. Sin embargo el grado de polarización —que no es lo mismo que politización— tiende a bajar las exigencias del buen juicio e incentiva a subirse a todas las micros que le compliquen la vida al Gobierno.

Hay excepciones. Los habitantes de Aysén promueven un petitorio que lleva años en barbecho. Muchos de sus dirigentes no están en el juego del aprovechamiento político. Lo que llama la atención es que, de la noche a la mañana, sus demandas parezcan incontrovertibles e indisputables. Algo parecido a lo que ocurrió el año pasado con el movimiento estudiantil. Cualquier discrepancia de fondo fue sancionada socialmente por reaccionaria e insensible. Fuimos abandonando entonces la sana costumbre de preguntar por los efectos de una reforma y la justicia de una medida. Porque en pedir no hay engaño y los movimientos ciudadanos no están obligados —no es su rol— a velar por los intereses de otros sectores, el Gobierno cumple con su deber escuchando y dialogando con todos, pero no está compelido a conceder la infinidad de puntos que un grupo empoderado puede concebir. Más aún —y esta parte casi nadie la quiere escuchar— obligación ineludible del Gobierno es mantener el orden público y garantizar el abastecimiento de las ciudades que permanecen con sus accesos cerrados.

[cita]Tiendo a desconfiar de toda causa en la que, repentinamente, se encuentren alineados profesores, estudiantes, ambientalistas, funcionarios públicos y de la salud, entre otros. Es posible que mi desconfianza sea mezquina. Pero es la defensa que mi intelecto ofrece cuando me impiden analizar caso a caso la justicia de cada una de las demandas.[/cita]

En esto, recordemos, la Concertación no vaciló. Supo echar mano a la fuerza pública —con los excesos de siempre, marginales pero igualmente nefastos— y al mismo tiempo cuidar la billetera. ¿O ustedes se imaginan a cualquiera de los cuatros ministros de Hacienda de aquel entonces corriendo a Coyhaique con la chequera abierta y la pluma goteando millones, subsidios y dispensas? Yo no.

Por eso tiendo a desconfiar de toda causa en la que, repentinamente, se encuentren alineados profesores, estudiantes, ambientalistas, funcionarios públicos y de la salud, entre otros. Es posible que mi desconfianza sea mezquina. Pero es la defensa que mi intelecto ofrece cuando me impiden analizar caso a caso la justicia de cada una de las demandas. No hay pecado de reaccionario en invocar el tribunal de la razón. Muchas veces la razón estará del lado de aquellos que se manifiestan en la calle, pero otras tantas veces no (esto sin entrar a cuestionar la sinceridad de sus penurias).

No se me viene a la mente un mejor ejemplo que las airadas protestas de la comunidad musulmana contra la publicación de “Los Versos Satánicos” de Salman Rushdie, a finales de los ’80. Las calles de Londres fueron abarrotadas de ofendidos fieles que exigían al Gobierno británico la censura del libro e, indirectamente, que les entregaran al autor para lincharlo de acuerdo a los designios del Ayatolah de Irán. La calle se pronunció claramente contra Rushdie. Pero estaban equivocados. Y no porque “la mayoria silenciosa” (una entelequia muy conveniente a la derecha que no se organiza ni marcha) haya estado en lo cierto, sino porque emprenderlas contra Rushdie constituía una aberración contra la libertad de expresión.

La calle cumple una función clave. Los movimientos sociales también. Son inputs fundamentales del sistema político, pero no reemplazan el mecanismo democrático a través del cual las sociedades civilizadas distribuimos el poder. Atribuirse la voz del pueblo es una tentación mesiánica que debe ser combatida con las reservas morales e intelectuales que nos queden.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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