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La golpiza a Daniel Zamudio: después de la tolerancia

Cristóbal Bellolio
Por : Cristóbal Bellolio Profesor de la Universidad Adolfo Ibáñez.
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Pasar de la mera tolerancia al aprecio a la diversidad no es, como algunos quieren verlo, un favor político ni una claudicación de principios en favor del mundo homosexual y sus compañeros de lucha. Es el gesto que define nuestro compromiso con una sociedad abierta y plural en las que todos y todas puedan alcanzar sus fines específicos.


Hace pocos meses se lanzó en la capital colombiana una campaña titulada “En Bogotá se puede ser… gay, lesbiana, bisexual o transgenerista”, que incluye videos y afiches que abordan el tema sin eufemismos. Como salta a la vista, el objetivo es promover el respeto a la diversidad sexual. Lo interesante es que se trata de la propia autoridad –la Alcaldía Mayor de la Ciudad- que toma la iniciativa para sensibilizar a una población que, como en casi todo el contexto latinoamericano, se encuentra todavía prisionera de algunos prejuicios y tabúes.

Si bien nuestro país ha avanzando en esta materia -lo reconocen los propios activistas, quienes incluso destacan que ha sido un gobierno de derecha el que les ha permitido visibilizar mejor sus banderas- todavía no hemos resuelto algunas cuestiones de fondo que requieren de reflexión pública: ¿no habrá llegado la hora de superar el discurso hegemónico sobre la tolerancia –eso que aceptamos con cara de mal olor- para articular decididamente una visión de la diversidad como componente enriquecedor de las sociedades modernas?

[cita]Nuestro objetivo debería estar puesto en que las personas tengan a disposición el abanico más amplio posible de alternativas y caminos para desarrollar dichos proyectos únicos. La tolerancia para esto no basta. Sólo la inagotable riqueza de la diversidad humana puede generar esas condiciones.[/cita]

Algunas de estas aristas se discutieron a raíz de la golpiza que recibió el joven Daniel Zamudio a manos de una pandilla supuestamente “neonazi”. Más allá de los pertinentes calificativos que merece cualquier turba que agrede gratuitamente a un conciudadano, las redes sociales teorizaron una vez más acerca de la incapacidad de algunos sectores para aceptar la legitimidad de una orientación sexual distinta de la mayoritaria. En otras palabras, las dificultades de una nación todavía conservadora para lidiar con el “problema” de la diferencia.

Generalmente coincido con aquellos que sostienen que las leyes no bastan para cambiar comportamientos profundamente arraigados en la práctica social. Me cuesta entender cómo en lo especifico una ley antidiscriminación pudo haber evitado la cobarde paliza en comento. Pero abandono todo escepticismo cuando se trata de tomar partido en lo central: las herramientas del poder político deben estar orientadas a proteger los espacios de libertad y autonomía individual que fueron mancilladas en el caso de Zamudio y lo son cada vez que la discriminación le gana al respeto.

En esto sigo a Mill y Berlin: las sociedades pluralistas que reconocen el derecho de las personas a trazar su propio plan de vida son más aptas para generar las condiciones de autenticidad que la felicidad demanda. En cambio, las sociedades que buscan homogeneizar y uniformar a sus miembros son presa de tendencias autoritarias –que florecen tanto en instituciones como en la opinión pública- que impiden el desarrollo de caracteres únicos y genuinos. Estaremos de acuerdo que cualquier promesa de vida plena se arruina sin ese espacio de autenticidad.

Pasar de la mera tolerancia al aprecio a la diversidad no es, como algunos quieren verlo, un favor político ni una claudicación de principios en favor del mundo homosexual y sus compañeros de lucha. Es el gesto que define nuestro compromiso con una sociedad abierta y plural en las que todos y todas puedan alcanzar sus fines específicos. Más aún, nuestro objetivo debería estar puesto en que las personas tengan a disposición el abanico más amplio posible de alternativas y caminos para desarrollar dichos proyectos únicos. La tolerancia para esto no basta. Sólo la inagotable riqueza de la diversidad humana puede generar esas condiciones.

El ejemplo de Bogotá va en el sentido correcto. La política pública tiene un rol en esta empresa. Nuestros niños aprenden de reciclaje porque se les enseña desde el jardín infantil. Que en el nuevo Chile también crezcan asimilando experiencias urbanas donde lo distinto tiene espacio y se desarrolla libremente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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