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Lecciones del conflicto de Aysén para una reforma política

Alfredo Rojas
Por : Alfredo Rojas Ex Coodinador de la Red de Liderazgo Escolar de la OREALC UNESCO asume como Coordinador de "Novedades de las Comunidades y Redes".
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Las demandas que sostiene el movimiento social que ha paralizado a Aysén, se han expresado de diversas maneras, en diversos foros e instancias antes de llegar al conflicto. Las demandas de los pescadores artesanales por sus cuotas de pesca, las de los camioneros y transportistas por los precios de los combustibles, las demandas por mejor atención en salud, etc., se han hecho saber, no han sido escuchadas, no han tenido respuestas ni soluciones por parte de las autoridades regionales y nacionales hasta que finalmente han resultado en un conflicto prolongado, desgastante, violento y que no parece concluir. Ni siquiera con la aplicación de la Ley de Seguridad del Estado invocada por el gobierno.

Lo que muestra el conflicto, en primer lugar, es que el sistema político chileno no tiene capacidad para dar un curso eficiente y eficaz a las demandas sociales. El ejecutivo, como sistema, más allá de las personas del Presidente y sus ministros, tiene escasa capacidad de escucha. Ocasionalmente surge un ministro de excepción, como José Miguel Insulza, capaz de escuchar y negociar, pero es la excepción y no la regla y su excepcionalidad ratifica que el problema son los arreglos institucionales, más que las personas. Por su parte, los diputados y senadores van a actuar según su pertenencia al gobierno o la oposición, haciendo que las demandas de la población caigan en el campo de los conflictos políticos contingentes. Aquí también la excepción confirma la regla: el senador Horvath, cuyo sello ha sido la defensa de los intereses de la región que representa, ha apoyado de modo consistente al movimiento social, y dado que pertenece a las filas de un partido de gobierno, ha sido llamado a «dar explicaciones». Es decir, para sus compañeros de partido, no resulta aceptable que uno de sus miembros se salga del libreto del gobierno.

En segundo lugar, lo que aparece con toda claridad es la falta de poder efectivo de sectores de la población, de gremios o regiones, para hacer oír sus demandas y para abrir negociaciones respecto de ellas. Como no se las escucha apelan a marchas, tomas, barricadas, paros. Necesitan apelar a la opinión pública y deben llamar la atención de los medios. Por sí mismos, sus foros, sus dirigentes, sus demandas no tienen ninguna fuerza o representatividad legal alguna, y existen gracias a que el gobierno no puede, ante una opinión pública atenta, cancelar o restringir totalmente el derecho a reunión y expresión. Como los chilenos sabemos por experiencia, cuando una dictadura cancela la vigencia del Estado de Derecho y de los derechos humanos la posibilidad de que existan y se manifiesten movimientos sociales resulta altamente peligrosa para sus dirigentes. Por lo tanto, los movimientos sociales son una conquista de la democracia. Pero aún así no tienen mayor fuerza legal: se auto-generan y se auto-representan. Esa precariedad, como vimos en el caso del movimiento estudiantil, entraña el riesgo de que sean manipulados y conducidos a extremos por fuerzas políticas de ultraizquierda. Y desde el otro lado, para la autoridad, el sentarse a negociar con el movimiento es visto como una concesión «por gracia» o como mera táctica dilatoria para debilitarlos. No se los considera —de hecho no son— interlocutores legítimos.

Todo lo anterior obliga a reflexionar sobre la democracia escasamente representativa, altamente presidencialista y centralizadora, y cerrada por efectos del sistema binominal como la que tenemos en Chile. De hecho, es más fácil para los ejecutivos o propietarios de un conglomerado empresarial llamar por teléfono al Presidente o su ministro de Hacienda, expresar «preocupación» y solicitar que no se tomen tales o cuales medidas que los afectarían, y por esa vía obtener resultados, que a cien mil estudiantes exigiendo gratuidad en la educación en la calle.

El problema de las instituciones políticas chilenas no es solo el sistema binominal. Magallanes, Aysén, Calama, el movimiento estudiantil, los pescadores, etc., nos plantean el problema de crear un sistema político que dé legalidad, fuerza legal y legítimo poder de negociación a los ciudadanos, sus dirigentes y movimientos. Eso significa salir de los marcos de la democracia representativa tal y como la hemos entendido y practicado hasta ahora. No se trata de crear un Estado corporativo con poderes gremiales intermedios como propuso el fascismo italiano, sino posiblemente avanzar hacia una democracia más directa y plebiscitaria (como la Suiza). Además, revitalizar y darle plena legalidad a la institución desde donde nació nuestra República, el Cabildo, otorgando el derecho a las comunidades a constituirse en Cabildos abiertos cada dos años, eligiendo a voceros que actuarán investidos de un poder al que se subordinarán los diputados y senadores de los distritos y regiones, con capacidad de convocar a los equipos técnicos del gobierno, hasta llegar a acuerdos con el Ejecutivo, acuerdos que serán mandatos con fuerza de ley.

Puede ser ese, o cualquier otro modelo que permita salir de la barbarie de las Fuerzas Especiales de Carabineros golpeando gente, lanzado lacrimógenas y destruyendo viviendas. Esa barbarie nos ha acompañado durante demasiado tiempo, e incluso en dictadura ha tomado formas más extremas. Ha llegado la hora de que los chilenos nos alejemos de la barbarie y nos volvamos un pueblo dialogante y civilizado. De lo contrario, volveremos a las peores pesadillas, una y otra vez.

(*) Texto publicado en El Quinto Poder.cl

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