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Malvinas: más allá de la gran política

Carlos F. Pressacco
Por : Carlos F. Pressacco Director Departamento de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales Universidad Alberto Hurtado.
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Mientras realizaba el servicio militar, un fin de semana que estaba de guardia, nos mandaron junto a otros conscriptos a hacer limpieza a un galpón. Abrieron las puertas y nos encontramos con un montón de cajas arrumbadas unas sobre otras. Al moverlas, se destartalaron y vimos el contenido: cigarrillos, chocolates, ropa de invierno donada por la gente para nuestros soldados, pero que nunca llegaron a su destino. Entre todas esas cosas, se encontraban las bufandas de lana tejidas por las madres de los soldados; tal vez allí se encontraba la bufanda tejida por mi madre que sin tener un hijo en el conflicto, había querido aportar, como tantas otras, con ese mínimo gesto.


El 2 de abril de 1982 tenía 17 años. Hacía un mes había ingresado a estudiar ciencia política en la Universidad Católica de mi Córdoba natal. Por esos zigzagueantes recorridos del destino, durante 1981 me había preparado para dar el examen de ingreso a la Escuela Naval con sede en Puerto Belgrano, muy cerca de la ciudad de La Plata, lugar donde tiene sus instalaciones la academia encargada de formar a los oficiales de dicha rama de las fuerzas armadas. Como había sorteado con éxito el examen, durante los primeros días de enero de 1982, me incorporé al proceso preliminar de instrucción; mi objetivo era ser piloto naval. Ropa blanca, gorro marinero, un ambiente de férrea disciplina, mucho ejercicio y las arengas propias de la vida militar. Con un único momento de relajo y distención: un fin de semana nos embarcamos en el buque escuela fragata Libertad y dimos una vuelta por el Río de la Plata.

Ya sea en los discursos más sosegados o en las arengas destinadas —dirán los militares— a templar el carácter, el enemigo que siempre se repetía era Chile. Los oficiales y suboficiales se esmeraban por recalcar la importancia de recuperar las islas de canal de Beagle, conflicto que colocó a ambos países al borde de una guerra en la Navidad de 1978. Nadie nunca mencionó ni por casualidad a las Islas Malvinas. Y no era un descuido. Hasta ese momento, e incluso en el contexto de un régimen cruel y asesino como el inaugurado en marzo de 1976, nadie en su sano juicio podría siquiera imaginar que la vía militar era válida para recuperar las usurpadas islas. Las Fuerzas Armadas argentinas, enfocadas por décadas en el enemigo interno, más capacitados para la tortura que para el combate profesional, no estaban preparadas para una guerra con una potencia militar, aunque en decadencia, como Gran Bretaña. Por otro lado, la estrategia argentina para recuperar las islas era insistir en la vía diplomática y el forjamiento de buenas relaciones con habitantes de las islas, los denominados “kelpers”. Pero claro, nada de esto era tan claro a mis diecisiete años.

[cita]Durante 1982 estuve en la universidad. 1983 me encontró realizando el servicio militar; salí sorteado y no me lo pude sacar. Tuve suerte; lo hice en la misma ciudad de Córdoba, en el Hospital Militar de Evacuación 141. Podría haber sido peor; que me enviaran lejos de mi casa, mis amigos, mi vida; podría haber sido mucho peor y haber nacido un año antes e ir a Malvinas. Es casi inevitable para los seres humanos pensar qué podría haber pasado; y más aún cuando se trata de circunstancias tan dramáticas.[/cita]

Después de un mes en la Escuela Naval, me fui. Me di cuenta que no era lo mío y volví a Córdoba para ingresar a la universidad. El 2 de abril me encontró en las aulas universitarias, en un ambiente que si bien era de mucha represión, censura y control, dejaba entrever evidencias de una creciente movilización ciudadana. Incluso en una universidad como la Católica, un tanto aislada de la efervescencia —y los peligros— de la universidad pública. Tengo todavía grabado en mi retina, la portada de los diarios del 31 de marzo de 1982, el día siguiente al de una de las primeras convocatorias a huelga y movilización convocada por el sector no dialoguista de CGT (encabezado por Saúl Ubaldini) y un amplio arco de fuerzas políticas. La marcha, cuyo objetivo era llegar a Plaza de Mayo, lugar emblemático de los grandes actos de masas de la política argentina, fue brutalmente reprimida por la policía. La foto de la primera plana era un ciudadano joven tomado por los pelos y por las piernas por sendos policías, que mientras lo zamarreaban no escatimaban sus esfuerzos para pegarle con el bastón policial.

El 2 de abril desperté con la noticia. Como toda la sociedad argentina la recuperación de las Malvinas está en el ADN de nuestra socialización. Desde que entramos a la escuela, no dibujar las islas como parte de nuestro territorio constituyó motivo de reprimenda por parte de los profesores. El que la recuperación se haya realizado por la vía armada y a cargo de la dictadura pasó temporalmente a un segundo plano y primó, como es habitual cuando se trata de asuntos relativos a la integridad territorial en donde se verifica un amplio consenso, la valoración positiva de una acción que venía a reparar un profunda herida nacional. La irresponsabilidad de una Junta Militar y el entusiasmo irracional de una sociedad con rasgos ciclotímicos, impidieron ver —y acallaron a quienes intentaron que se viera— lo que significaba una guerra incluso más allá del cálculo sobre el posible resultado de esta.

Durante un mes, hasta el primer ataque británico —el 1º de mayo— las noticias se concentraban en detalles insignificantes; se trataba, con todo, de una guerra lejana; una “drole guerre” como denominan los franceses a esa etapa de la Segunda Guerra Mundial hacia finales de 1939 marcado por la inacción en el frente occidental. La vida cotidiana se desarrollaba sin alteraciones y la sociedad seguía con atención las gestiones del secretario de estado norteamericano, Douglas Haig y del canciller argentino Nicanor Costa Méndez; con satisfacción se recibía el apoyo de la mayoría de los países de América Latina.

Los planes originales de la Junta Militar eran ocupar las islas unos pocos días y forzar a Gran Bretaña a un proceso serio de negociación que incluyera el espinoso tema de la soberanía. Y estuvo a punto de lograrlo ya que la ONU aprobó una resolución que obligaba a las partes a negociar, pero que, al mismo tiempo, exigía el retiro de las tropas argentinas del archipiélago.

Pero “el diablo metió la cola” y Galtieri, emborrachado con la imagen de la Plaza de Mayo repleta de ciudadanos respaldando la acción —y también emborrachado con el whisky al cual era tan afecto— desechó el plan original. Su nublada razón, además, le hizo pensar que Estados Unidos sería un aliado o, al menos, no apoyaría a Gran Bretaña. Seguramente pensó que los militares que le habían enseñado a torturar a sus compatriotas seguirían respaldando con el mismo entusiasmo en esta aventura militar. Craso error derivado de la ignorancia de las claves de la política internacional y de las fortalezas de las relaciones entre el vetusto impero británico y la primera potencia mundial, a su vez, reforzada por la sintonía fina neoconservadora entre Thatcher y Reagan.

El desenlace es conocido. Las fuerzas argentinas se rindieron el 14 de junio; un lunes. El domingo 13 se disputó el partido inaugural de la copa mundial de futbol en España; Argentina, campeón vigente, perdió con Bélgica 1-0. Mientras cientos de muchachos se jugaban la vida por una causa justa dirigida por las personas equivocadas y usando los medios equivocados, el país estaba pendiente de la selección. Una muestra de una dualidad casi esquizofrénica.

La derrota de Argentina aceleró la transición y la recuperación de la democracia en diciembre de 1983. Vinieron los juicios a las juntas militares y su encarcelamiento, los mea culpa y los análisis críticos. Hubo más información y supimos con claridad algo que ya intuíamos pero que no queríamos ver: la falta de preparación de nuestras fuerzas armadas, la improvisación, los cambios bruscos de planes, los entusiasmos efímeros; también supimos de las penurias de nuestros soldados, del frio, del hambre y del maltrato que sufrieron por parte de oficiales y suboficiales; de la cobardía de unos y también del heroísmo y valentía de otros.

Durante 1982 estuve en la universidad. 1983 me encontró realizando el servicio militar; salí sorteado y no me lo pude sacar. Tuve suerte; lo hice en la misma ciudad de Córdoba, en el Hospital Militar de Evacuación 141. Podría haber sido peor; que me enviaran lejos de mi casa, mis amigos, mi vida; podría haber sido mucho peor y haber nacido un año antes e ir a Malvinas. Es casi inevitable para los seres humanos pensar qué podría haber pasado; y más aún cuando se trata de circunstancias tan dramáticas.

Mientras realizaba el servicio militar, un fin de semana que estaba de guardia, nos mandaron junto a otros conscriptos a hacer limpieza a un galpón. Abrieron las puertas y nos encontramos con un montón de cajas arrumbadas unas sobre otras. Al moverlas, se destartalaron y vimos el contenido: cigarrillos, chocolates, ropa de invierno donada por la gente para nuestros soldados, pero que nunca llegaron a su destino. Entre todas esas cosas, se encontraban las bufandas de lana tejidas por las madres de los soldados; tal vez allí se encontraba la bufanda tejida por mi madre que sin tener un hijo en el conflicto, había querido aportar, como tantas otras, con ese mínimo gesto.

La guerra terminó y dio paso a la alegría de la democracia recuperada y a la “desmalvinización”; el resultado de la guerra reforzó la presencia británica y nos alejó de los isleños; debilitó las posibilidades argentinas de recuperar las islas en el corto o mediano plazo pero, al mismo tiempo, hace imposible dejar de intentarlo. A la convicción histórica respaldada en el derecho internacional y al rechazo a prolongar una situación de colonialismo aberrante se suma el saldo doloroso de esta guerra.

649 muertos —323 marineros muertos en el hundimiento del crucero General Belgrano, 309 en las islas y 17 en el continente en accidentes— y 400 ex combatientes suicidados nos recuerda cada año lo terrible de esta guerra. Una guerra breve y pequeña; pero no hay guerra breve y pequeña. En cada muerto o herido se condensa el drama de la humanidad; un drama que no es proporcional al tamaño de los cementerios.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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