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Siria o la larga resistencia a la primavera verde

Pablo Sapag
Por : Pablo Sapag Profesor e investigador de la Universidad Complutense de Madrid y profesor visitante del Centro de Estudios Árabes de la Universidad de Chile.
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La mayoría de los sirios, si bien pueden discrepar del Gobierno e incluso desear cambiarlo, no están dispuestos a hacerlo a cualquier precio, al de tener que soportar un gobierno islamista radical que acabe con la secular multiconfesionalidad siria. De ahí la resistencia encarnizada a un proyecto político que cuenta con interesados apoyos externos —incluido el de Al Qaeda— y que se presenta bajo el atractivo y erróneo rótulo de “primavera árabe”, pero que para muchos sirios es más bien una primavera verde, el color del islamismo suní militante y excluyente.


La crisis en Siria dura ya 17 meses. Un tiempo en el que los análisis periodísticos y académicos sobre los hechos allí ocurridos se han visto una y otra vez superados por la realidad interna del país árabe. Esa realidad es extremadamente compleja y por lo mismo imposible de ser abordada desde plantillas ya empleadas en hechos acaecidos en países vecinos.

Desde el principio, esos análisis han intentado encuadrar lo de Siria en la muy mediática pero poco rigurosa y esclarecedora etiqueta de “primavera árabe”. Bajo ese rótulo se englobaron los cambios de régimen en Túnez y Egipto. También lo de Libia, donde a diferencia de los dos anteriores el cambio de gobierno sólo fue posible mediante la violencia sostenida y alentada desde fuera del país, con intervención de la OTAN incluida.

Lo mismo puede decirse del caso de Yemen, donde la vía armada lo más que pudo lograr fue una componenda para que el veterano presidente Saleh dejara el cargo al precio de que Al Qaeda se territorializaba definitivamente en parte del país, lo que permite al grupo terrorista golpear con atentados tan sangrientos como el del pasado fin de semana.

En Siria, sin embargo, se han probado todas esas fórmulas y todas han fallado. Fracasaron las protestas populares que tan buenos resultados dieron a los opositores en Túnez y en Egipto. En Siria nunca fueron masivas ni generalizadas. La protestas que arrancaron en marzo de 2011 estaban muy vinculadas a sectores rurales golpeados por la sequía y la paulatina retirada de subsidios merced a los acuerdos del gobierno de Bachar al Assad con el Fondo Monetario Internacional para liberalizar una economía que desde la Independencia tuvo al Estado como protagonista indiscutido de la misma.

Esas protestas no prendieron nunca de manera masiva en las grandes urbes, de una u otra manera mejor preparadas para la liberalización económica e incluso beneficiarias de ella. Por lo mismo, en las ciudades de un país tan urbano como Siria la población estaba más o menos conforme con las reformas políticas introducidas por Bachar al Assad.

[cita]La mayoría de los sirios, si bien pueden discrepar del Gobierno e incluso desear cambiarlo, no están dispuestos a hacerlo a cualquier precio, al de tener que soportar un gobierno islamista radical que acabe con la secular multiconfesionalidad siria. De ahí la resistencia encarnizada a un proyecto político que cuenta con interesados apoyos externos —incluido el de Al Qaeda— y que se presenta bajo el atractivo y erróneo rótulo de “primavera árabe”, pero que para muchos sirios es más bien una primavera verde, el color del islamismo suní militante y excluyente.[/cita]

Sólo la creciente militarización desde mediados de 2011 de parte de los sectores de la difusa oposición interna y externa, así como la desmesurada represión gubernamental de las protestas que sí eran más o menos pacíficas, dieron resonancia a un movimiento que, sobre todo, se circunscribía a ciudades fronterizas y por lo mismo más permeables al tráfico de armas —caso de Deraa o Homs—, o en urbes con gran predominio de la Hermandad Musulmana como articuladora de la oposición política —caso de Hama—.

Esa militarización coincidió con la aceptación del régimen de la negociación facilitada por actores externos, como el recientemente dimitido Kofi Annan. La apuesta por las armas de una parte de la oposición apoyada desde el exterior explica en el fondo el fracaso de esa vía negociadora. Ningún Estado renuncia a ejercer la violencia si quienes lo combaten con las armas no lo hacen previamente o al menos al mismo tiempo.

Militarizado el conflicto, son los actores más radicales de la muy fragmentada oposición siria los que han hegemonizado la crisis. Esos sectores se agrupan en torno a la Hermandad Musulmana, que desde su creación a principios del siglo XX ha querido confesionalizar el Estado sirio a partir de lo que consideran sus ideólogos debe ser preeminencia absoluta del Islam suní frente a otras confesiones y, por supuesto, sobre cualquier intento de deslindar al Estado de la religión.

No es la primera vez que ese proyecto político totalizador ha recurrido a las armas. Entre 1976 y 1982 la Hermandad Musulmana se valió de la violencia extrema para lograr derrocar al gobierno del Estado, nominalmente aconfesional y por lo mismo garante de la expresión de todas las comunidades religiosas sirias, las mismas que aunque en menor medida que en el Líbano —allí el comunitarismo confesional también es político— dotan de sentido de identidad personal y social.

Esa apuesta por un Estado libre de tutelas religiosas se explica por el hecho de que Siria es un país multiconfesional donde el Islam no llegó a ser mayoría fragmentada en varias corrientes —suní, chií, alauí, ismailí y drusa— hasta bien entrado el siglo XVII. La diversidad religiosa explica a su vez el surgimiento y consolidación del nacionalismo panárabe sirio, ideológicamente organizado en las primeras décadas del siglo XX por Michel Aflaq y Salah Bitar, uno cristiano ortodoxo —como el ministro de defensa recientemente asesinado— y el otro musulmán suní —como el desertor general Manef Tlass—. Ambos querían un Estado con el nacionalismo árabe como señal de identidad frente a cualquier referencia religiosa, como pretendía la suní Hermandad Musulmana, también surgida esos años y empeñada a asimilar la nación árabe al Islam suní.

Para Aflaq, Bitar y muchos más, el Estado debía ser aconfesional precisamente para garantizar la expresión de todas las comunidades. Ese planteamiento igualmente explica el qawmismo o nacionalismo pansirio, fundado por el también cristiano ortodoxo Antuun Saada. El Qawmi Suri ha sido, junto a una de las ramas sirias del Partido Comunista, parte del Frente Nacional Progresista, organización en la que hasta las elecciones del 7 de mayo pasado —celebradas en el marco de las reformas constitucionales con las que Asad respondió a las demandas de la oposición política— se sostenía un régimen hegemonizado por el panarabista Baaz, pero en ningún caso de partido único como erróneamente se ha apuntado por afán propagandístico o simple desconocimiento.

Ambas organizaciones, el Baaz y el Qawmi, discrepan doctrinal y estratégicamente en la extensión territorial del nacionalismo, aunque tácticamente, como explica Daniel Pipes, desde hace tres décadas han llegado a un acuerdo tácito que los hace compatibles en beneficio del régimen sirio.

Las distintas formas de nacionalismo aconfesional en Siria tienen que ver con la delimitación territorial del país. En un discurso espontáneo pronunciado por Bachar Al Assad en la Plaza de los Omeyas de Damasco el 11 de enero de este año, también censurado por la propaganda occidental e islamista, el presidente sirio aludió a Bilad al Chams, concepto que algunos mal traducen como Levante.

Bilad al Chams, sin embargo, es mucho más que esa ambigua definición geográfica, es un concepto político muy conectado al Qawmi Suri. Simplificando, Bilad al Chams es la Gran Siria preislámica, que traducida a la territorialidad de nuestros días arrojaría una ecuación étnico demográfica en la que los musulmanes suníes serían menos que el 65% que representan en la Siria actual, amputada por obra y gracia del colonialismo europeo. La mayoría de los sirios lo saben. Por lo mismo, la resistencia a un cambio de régimen impuesto que revelan encuestas como la que a finales del año pasado realizó la Qatar Foundation, vinculada al gobierno islamista de ese emirato suní. En esa encuesta una clara mayoría de sirios mostraron su rechazo a modelos impuestos desde el exterior en apoyo a una de las partes en conflicto. Ante esa posibilidad explicitaron su preferencia por el gobierno de Assad.

Entre esos modelos impuestos desde el exterior figura el de la Turquía islamista y neotomana —Jeremy Salt— que junto a Arabia Saudí y frente al Irán chií apuesta por la homogenización regional a partir del islamismo suní. Es decir, frente al panarabismo o el pansirianismo, la receta es panislamismo suní. Todo eso con el visto bueno de un occidente utilitarista, reduccionista e incapaz de comprender la complejidad siria y que por lo mismo prefiere un interlocutor único suní que varios en Oriente Póximo y Medio vinculados a otros presupuestos, como le chiísmo iraní, o el multiconfesionalismo integrador sirio.

Es el fruto del viejo orientalismo que tan bien describió el cristiano palestino Edward Said —él mismo se calificó a veces de chami— hoy trocado en simplistas alianzas de civilizaciones tributarias de Samuel Huntington y su choque de culturas encasilladas territorialmente: los cristianos a un lado y los musulmanes al otro.

Siria no es un país islámico suní, es multiconfesional. Siria y la mayoría de su población siempre se han resistido a cualquier imposición contraria a esa característica. Como bien explica Amin Maalouf en Las cruzadas vistas por los árabes, cristianos y musulmanes defendieron por igual su territorio ante unos cruzados que tanto como derrotar al Islam buscaban someter al multiforme cristianismo oriental primigenio para someterlo a los designios del papado de Roma. Por lo mismo, en Siria el colonialismo está tan asociado a los europeos como a un Imperio Turco Otomano, que si bien con el régimen de los Millet —comunidades religiosas reconocidas jurídicamente— toleró el multiconfesionalismo, siempre se sustentó en la preeminencia suní.

Esa característica esencial explica muchas cosas logradas en Siria desde el final del colonialismo, por ejemplo el que en Siria los funcionarios públicos si son musulmanes libran el viernes y si son cristianos, el domingo. También la visibilidad política, económica y social de las mujeres sirias de todas las comunidades, resultado de la imposibilidad de atribuirles un rol único en función de una aproximación religiosa y por lo mismo cultural, que en Siria siempre ha sido plural. Sobre todo, esa multiconfesionalidad, hábilmente subrayada por la propaganda interna del régimen sirio e ignorada en el exterior, representa la dificultad de apostar por salidas simples en una Siria compleja y más dependiente de sus propias dinámicas históricas y político sociales que de los intereses más o menos coyunturales de potencias próximas o lejanas y de aquellos que se empeñan en reducir el Estado sirio a una entidad monoconfesional excluyente.

En otras palabras, la mayoría de los sirios, si bien pueden discrepar del Gobierno e incluso desear cambiarlo, no están dispuestos a hacerlo a cualquier precio, al de tener que soportar un gobierno islamista radical que acabe con la secular multiconfesionalidad siria. De ahí la resistencia encarnizada a un proyecto político que cuenta con interesados apoyos externos —incluido el de Al Qaeda— y que se presenta bajo el atractivo y erróneo rótulo de “primavera árabe”, pero que para muchos sirios es más bien una primavera verde, el color del islamismo suní militante y excluyente. Por eso, para los sirios el conflicto está resultando tan largo y sangriento. Para aquellos que desconocen la complejidad de Siria, tan desconcertante.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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