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La Constitución como fuente de inestabilidad Opinión

La Constitución como fuente de inestabilidad

Claudio Fuentes S.
Por : Claudio Fuentes S. Profesor Escuela Ciencia Política, Universidad Diego Portales. Investigador asociado del Centro de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR)
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La Constitución que fuera vista como una garantía de gobernabilidad al comienzo de la transición hoy es fuente de una política que privilegia la inmediatez, el cortoplacismo y que no cuenta con mecanismos para descomprimir conflictos por la vía de la consulta a la ciudadanía.


Requerimos una nueva Constitución por una gran variedad de motivos. Es ilegítima en su origen, no permite la expresión de las mayorías, es muy limitada en términos de derechos, ha producido ilegitimidad de proceso, etc., etc., etc.

Quisiera exponer una razón adicional: el actual arreglo constitucional contiene una serie de incongruencias que, a la larga, podrían desestabilizar el sistema político. Cual Frankenstein, la Constitución ha ido evolucionando de una manera inapropiada. Ambas, su inspiración original y sus reformas posteriores estimulan el cortoplacismo, inhiben la inclusión, y promueven liderazgos personalistas. Entonces, el despliegue del actual arreglo presenta un potencial desestabilizador importante y es una razón relevante para repensarla.

[cita]Necesitamos un sistema político que incentive miradas estratégicas de largo plazo; que reduzca al mínimo los liderazgos carismáticos; que promueva una competencia moderada de las fuerzas políticas para estimular su renovación. Repensar la Constitución, entonces, se traduce en una invitación a fortalecer la democracia y a producir condiciones de estabilidad. El dilema presente no es legal, ni jurídico. El dilema es esencialmente político y tiene que ver con producir reglas del juego aceptables para todos y todas, y que den garantías de estabilidad. [/cita]

Me detendré en tres ejemplos muy concretos para ilustrar este punto. El primero es el mandato presidencial de 4 años sin reelección inmediata. Esta circunstancia provoca incentivos perversos en el sistema. La brevedad del periodo limita la acción del gobierno electo a una o dos reformas, por lo que siempre se producirá una crisis de expectativas entre propuestas y realidades; el día uno del nuevo gobierno los partidos inician una nueva carrera presidencial; si el Presidente tiene baja aprobación, se produce una estampida de deslealtad con el mandatario; al existir una elección municipal intermedia y ahora una primaria voluntaria, el síndrome del «pato cojo» se anticipa ya a mediados del tercer año. Como el período de gobierno es tan breve, los gobiernos deben mostrar resultados inmediatos por lo que se privilegia el ofertón de corto plazo.

El sistema electoral binominal consagrado en una ley orgánica es otro ejemplo. Sus defensores reclaman que es fuente de estabilidad. Quizás lo fue en un primer momento de la transición cuando los militares constituían una amenaza al sistema democrático. Aseguraba que se mantendría el statu quo y eso tranquilizaba al ex dictador. Pero hoy sabemos los problemas que genera: al tratarse de un sistema nominal (se vota por individuos y no listas) se personaliza la política generando caciques distritales que defenderán su cupo por su carisma y capacidad de captar votos en su territorio; estimula la competencia intracoalición; subrepresenta terceras fuerzas, inhibiendo la renovación del sistema; tiende a sobrerrepresentar a las dos primeras coaliciones; pero además el binominal permea toda posible designación de cargos en directorios y consejos que quedan marcados por esta lógica dual. El sistema binominal incrustado en la Constitución ha congelado al sistema político.

El tercer ejemplo es el problema de la participación. Aunque en el artículo 5° consagra que la soberanía reside esencialmente en el pueblo su articulado deliberadamente evita involucrar a la ciudadanía en las decisiones trascendentes de la república. Las decisiones relevantes son delegadas a los representantes. Pero como estos representantes advierten una crisis de legitimidad, sus decisiones son cada vez más cuestionadas. Entonces, a un sistema político congelado, debemos agregar una ciudadanía a la que se le impide participar de la vida pública. Los congresistas podrían perfectamente cambiar por completo la Constitución y sus representados nunca se enterarían.

De este modo, la Constitución que fuera vista como una garantía de gobernabilidad al comienzo de la transición hoy es fuente de una política que privilegia la inmediatez, el cortoplacismo y que no cuenta con mecanismos para descomprimir conflictos por la vía de la consulta a la ciudadanía.

Necesitamos un sistema político que incentive miradas estratégicas de largo plazo; que reduzca al mínimo los liderazgos carismáticos; que promueva una competencia moderada de las fuerzas políticas para estimular su renovación. Repensar la Constitución, entonces, se traduce en una invitación  a fortalecer la democracia y a producir condiciones de estabilidad. El dilema presente no es legal, ni jurídico. El dilema es esencialmente político y tiene que ver con producir reglas del juego aceptables para todos y todas, y que den garantías de estabilidad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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