Publicidad
Chile, la República plutocrática y el financiamiento de la política Opinión

Chile, la República plutocrática y el financiamiento de la política

Jaime Correa Díaz
Por : Jaime Correa Díaz Licenciado en Historia Universidad de Chile. Vicepresidente Regional DC - VI Región.
Ver Más

El Estado, instrumento del bien común, debe corregir esta discriminación, igualar la cancha, si no el poder político (Ejecutivo y Legislativo) se seguirá concentrando en una minoría que, muchas veces, parece estar al servicio de los intereses de unos pocos y de una visión del modelo de desarrollo. No habrá auténtica renovación política sin financiamiento público de la política, por muy impopular que sea en estos tiempos.


En la antigua Grecia, en medio de sus dioses, oráculos y tragedias, los debates en el ágora o en el panteón, donde las deidades hacían de las suyas, celebrando grandes banquetes y disfrutando con Baco en las festividades, Pluto era el Dios de los ricos, de los acaudalados. Y su derivación en la política, plutocracia, proviene del griego πλουτο (plutos: riqueza, fortuna) κρατία (cracia: gobierno, poder) que significa “gobierno de los ricos”. Es algo fuerte, claro que sí, pero de alguna manera, con sus variantes, se reproduce a vista y paciencia de todos. Para los seguidores de Moisés, mientras iban al encuentro de la tierra prometida, Pluto sería algo así como el Becerro de Oro, el cual, en medio de los desvaríos y tentaciones, comenzaron a adorarlo, desviándose del camino trazado por Jehová. Jesús dijo que era más fácil que un camello entrara por el ojo de una aguja a que un rico accediera el Reino de los Cielos. Una verdadera condena bíblica.

Pero vamos a algo más terrenal. Las democracias modernas han debido poner coto a la influencia y al poder del dinero. Y no tan sólo para regular el financiamiento, los conflictos de interés o el lobby sino también para que exista un balance, un equilibrio, un acceso meridianamente igualitario para que se pueda optar al poder.

El sufragio universal, verdadero anatema para los conservadores y restauradores, fue una ola que comenzó a proliferar y a extenderse desde la primera guerra mundial. La democratización continuó luego en la última gran conflagración mundial, en la medida que los sectores de menores ingresos, mujeres, analfabetos, no videntes, se fueron incorporando, no sin resistencias, al padrón electoral. Pese a eso, no faltaron aquellos que tildaron a dicha conquista como una verdadera “imbecibilidad”, como lo sostuvo Héctor Rodríguez de la Sotta, candidato Presidencial del Partido Conservador, quien ni se arrugó para pronunciar la siguiente filípica: “Libertad, sí; pero dentro del orden. Democracia, también; pero, con igualdad de posibilidades y no de derechos. No pueden tener los mismos derechos políticos el capaz que el incapaz; el sabio que el ignorante; el virtuoso que el vicioso; el inteligente que el necio. Equiparar todos estos valores humanos es contrario a la naturaleza, es subvertir el orden natural de las cosas”.

[cita]Esto, a la larga, significa que quienes pueden postular proceden de esa “plutocracia” o tienen su incondicional respaldo a cambio de no menores granjerías que son parte de las cajas negras de las democracias occidentales. No es necesario para los hijos de Pluto estar en el Estado, pues, lo pueden estar mediante sus representantes o defensores el modelo. [/cita]

Pese a esas arengas, el sufragio universal fue ganando no sólo legitimidad sino legalidad en los ordenamientos jurídicos nacionales. También fue reconocido en las Declaraciones de Derechos Humanos y de los Pactos Políticos y Civiles. No fue solamente un derecho sino el reconocimiento de la igualdad entre los seres humanos. Y ha sido la forma constitucional como definimos nuestras autoridades electivas. Pero, sin embargo, tenemos un problema en el otro clásico derecho político: el derecho a ser elegido. He aquí un talón de Aquiles para las democracias.

Desde el siglo XIX, las familias fundantes de la nueva república asumieron el control mediante el requisito de la ciudadanía que estaba en pocas manos. Los presidentes, senadores y diputados, provenían de la misma clase social. Para qué explayarse en la República Parlamentaria, donde los acaudalados se creían los mandamases. Eleodoro Matte Pérez, Canciller, en 1889, sostuvo sin aspavientos que “los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo; lo demás es masa influenciable y vendible. Ella no pesa como opinión ni prestigio”.

Esto cambió gradualmente en el Siglo XX con el ascenso de las clases medias y los sectores populares. Si bien algunos podrán discutir las profundidades de las transformaciones, lo cierto es que nuevos grupos sociales no fueron obteniendo únicamente derecho a sufragio sino también un limitado acceso a cargos de representación, sobretodo, en las elecciones locales. Los problemas más graves se suscitan en la posibilidad de postular a la Presidencia de la República y el Parlamento. No tanto, en los municipios, en especial las pequeñas comunas, donde el acceso es más fácil, dado que las campañas políticas, si bien porcentualmente tienen altos costos, son mucho más alcanzables que en Las Condes, Providencia, Ñuñoa o Santiago. También se debe a que esas comunas no son estratégicamente tan importantes como las otras en términos electorales. Pero entre aquellas estructuras electivas estatales, existe un gran trecho. Mientras el Ejecutivo dicta las grandes líneas políticas y orientaciones, el parlamento fija las reglas del juego nacionales, el municipio, en cambio, es un organismo que implementa la política pública. Es decir, algunos pocos, dictan las normas, otros las implementan y el resto, las debe acatar. Es la “democracia representativa”, dicen.

Las barreras de entrada son gigantescas, excluyentes y discriminatorias. Muchos desfallecen en el intento y otros irremediablemente, no tienen opciones. En verdad, solamente aquellos que proceden de familias de recursos, o que han tenido la fortuna de tener un empleo bien remunerado o cuentan con la “generosidad” de un filántropo, un “padrino” o el famoso “hombre del maletín”, que aparentemente no está en nuestras fronteras, pueden optar a cargos de representación popular. Acá no importan los talentos ni los esfuerzos sino cuánto tienes, las ‘lucas’. Y esto, a la larga, significa que quienes pueden postular proceden de esa “plutocracia” o tienen su incondicional respaldo a cambio de no menores granjerías que son parte de las cajas negras de las democracias occidentales. No es necesario para los hijos de Pluto estar en el Estado, pues, lo pueden estar mediante sus representantes o defensores el modelo.

La democracia no es gratis. No es una obra solamente de la utopía, de la filantropía ni del mero voluntarismo, pero que requiere de virtud. Tampoco podemos esperar un milagro al implorar al Dios Pluto que nos haga llover financiamiento desde el cielo. Ni menos ganarse azarosamente el Loto, el Kino o la Lotería. No puede quedar esto al albur. El Estado, instrumento del bien común, debe corregir esta discriminación, igualar la cancha, si no el poder político (Ejecutivo y Legislativo) se seguirá concentrando en una minoría que, muchas veces, parece estar al servicio de los intereses de unos pocos y de una visión del modelo de desarrollo. No habrá auténtica renovación política sin financiamiento público de la política, por muy impopular que sea en estos tiempos.

En democracias más avanzadas, como la Alemana, no sólo se financian con recursos públicos (con rendición de cuentas, transparencia) las campañas electorales sino que existe incluso financiamiento a los partidos, y es más, se incluyen a las fundaciones parapartidarias que promueven la formación cívica y política de los ciudadanos. Y esto va desde la derecha a la izquierda, sin distinciones. Y sí a eso agregamos control del financiamiento privado, mucho mejor.

Algunos casos ventilados por programas de televisión o denuncias de sobornos y pagos, por ejemplo, en la ley de pesca, son sólo la punta del iceberg de esta situación. La prohibición de los aportes privados a las campañas, la regulación estricta del lobby, una estrategia de educación cívica y de participación ciudadana, la creación de una fiscalía de transparencia que revise con amplias facultades las relaciones entre empresarios y políticos y el financiamiento público de la política son, sin duda, algunas de las acciones que se deben emprender. El problema es que muchos incumbentes son parte de la solución, y ese es un gran inconveniente y escollo para avanzar. La palabra la tiene el Estado, los partidos y la ciudadanía.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias