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El general Cheyre y el destino de un niño

Eduardo Labarca
Por : Eduardo Labarca Autor del libro Salvador Allende, biografía sentimental, Editorial Catalonia.
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Los niños, esos seres tiernos, frágiles, indefensos e incapaces de valerse por sí mismos, que sólo merecen nuestra protección, han sido víctimas de todas las guerras y conflictos. En las batallas entre las polis griegas, los vencedoras pasaban a los niños a cuchillo o les daban el destino que relata Tucídides sobre la caída de la isla de Melos: “Se sitió la plaza con más refuerzos, hubo una traición y los habitantes se rindieron a la voluntad de los atenienses. Estos mataron a todos los hombres en edad de llevar armas y vendieron como esclavos a las mujeres y los niños”.

La historia se ha repetido y se repite en todas las latitudes. El faraón ordenó matar a los judíos recién nacidos y sólo se salvó Moisés, que conducirá a su pueblo a la tierra prometida. Herodes el Grande ordenó la Matanza de los Inocentes que debía abarcar a todos lo niños menores de dos años nacidos en Belén para eliminar al futuro rey de los judíos: Jesús. En la edad media la Cruzada de los Niños reunió a decena de miles de franceses y alemanes de apenas 12 o unos años más empeñados en liberar Jerusalén que se hallaba en manos de los musulmanes. La cruzada infantil terminó en muerte y esclavitud para la mayoría de los pequeños participantes en Túnez, Egipto o Alejandría. Cien años más tarde el sultán otomano Murad I creó la guardia de los jenízaros para la defensa de su palacio, guardia que fue mantenida y desarrollada a lo largo de los siglos por sus sucesores. Estaba formada por niños robados a los cristianos cuando tenían entre siete y catorce años y entrenados para luchar fanáticamente contra… los cristianos y morir por el sultán. Y en la conquista de América, como en la guerra de La Araucanía, los niños fueron siempre presas codiciadas para someterlos, tras el bautismo de rigor, a la esclavitud en las minas o la servidumbre en las casas de los expedicionarios venidos de ultramar.

[cita]Curiosamente, en julio de 2005 el autor de esta nota visitó al general Cheyre, entonces Comandante en Jefe, para revelarle un secreto que había guardado 30 años en la memoria, de modo que este texto sigue en primera persona.[/cita]

En la época contemporánea, el exterminio de los judíos ordenado por Hitler no diferenciaba entre adultos y niños. Pero en la guerra civil española, el franquismo implantó la política de apoderarse de los niños de los republicanos vencidos o fusilados, o de los hijos de las mujeres encarceladas, para entregarlos a la Iglesia Católica. Los autores de esos hechos decían perseguir una doble finalidad humanitaria: se salvaba la vida del niño sobre la tierra y se salvaba su alma de la influencia del comunismo ateo y perverso practicado por sus padres, abriéndoles así el camino que los conduciría un día al cielo. En el juicio contra los crímenes del franquismo, una de las actuaciones que costó su puesto al juez Baltasar Garzón, se dio la cifra de 30 mil niños arrebatados y dados en adopción a matrimonios franquistas en esa época. La práctica de la Iglesia Católica española de “salvar” a los niños se mantuvo hasta fines de los años 80, cuando sor María Gómez Valbuena, “la monja que daba niños” en la clínica El Pilar, hacía creer a las madres de escasos recursos que su hijo había muerto en el parto, para entregarlo contra pago al contado a un matrimonio que le daría una vida mejor y lo criaría en la fe cristiana… Mucho podría hablarse también del destino trágico que los adultos han deparado a los niños soldados de las guerras irregulares de África, Asia y también de América Latina.

El caso de las mujeres detenidas y desaparecidas en la Argentina, cuyos hijos fueron entregados por la dictadura a matrimonios de militares, es conocido gracias a la encomiable, tenaz acción de las madres y abuelas de la Plaza de Mayo. El nieto rescatado número 109, Pablo Germán, recientemente identificado, era hijo de los estudiantes chilenos asesinados Ángel Athanasiu Jara y Frida Laschan Mellado, secuestrados en Argentina con él, que tenía cinco meses, el 15 de abril de 1976.

Llegamos al caso recientemente revelado del general Emilio Cheyre, ex comandante en jefe del ejército y actual director del servicio electoral. Siendo teniente, Cheyre entregó a un convento de monjas de La Serena por orden superior al niño de dos años Ernesto Ledjerman, que había presenciado el asesinato de sus padres, el argentino Bernardo Ledjerman Konujowska y la mexicana María Ávalos Castañeda, a manos de los militares. Los culpables, un brigadier y dos suboficiales, fueron condenados en 2007 a diez años de cárcel. Pero el rector y columnista Carlos Peña y un coro creciente de voces condenan el silencio mantenido por Cheyre sobre su actuación en estos hechos de hace cuatro décadas. Peña afirma que un hombre que ha ejercido y ejerce altas funciones públicas “no puede actuar como si el acto del que participó (y cuyos detalles ha guardado por décadas) fuera un asunto entregado a su pura conciencia, un asunto entre él y Dios”. Y agrega que “la memoria de hechos como los que vivió Cheyre (la Corte Suprema declaró que los padres del niño que Cheyre puso en brazos de las monjas habían sido asesinados) no es privada, sino pública”.

Curiosamente, en julio de 2005 el autor de esta nota visitó al general Cheyre, entonces Comandante en Jefe, para revelarle un secreto que había guardado 30 años en la memoria, de modo que este texto sigue en primera persona.

Cheyre había reivindicado la figura del general Carlos Prats, asesinado por orden de Pinochet en Buenos Aires, por lo que me pareció pertinente explicarle la participación que me había cabido en la redacción del diario apócrifo del general Prats en mis tiempos de periodista exiliado de Radio Moscú, un hecho que andando los años he llegado a considerar condenable. Nadie sospechaba de mí, de modo que podría haber callado para siempre, pero en mi novela Cadáver tuerto destapé el asunto en clave de ficción y luego, motu proprio, cuando al crítico literario Pedro Pablo Guerrero se le prendió la ampolleta, admití lo que había hecho y me excusé ante las hijas del general asesinado. Aunque sabía que recibiría patadas de todos lados, como en realidad sucedió, actué de acuerdo con lo que dice Carlos Peña con respecto a Cheyre, por estimar que el conocimiento de esos antecedentes era “indispensable para reelaborar la memoria colectiva, la memoria de todos, que es la tarea que sigue pendiente en el espacio público en Chile”. Yo me lancé a la piscina vacía; Cheyre, que en esa ocasión me trató caballerosamente y me ofreció un café, prefirió quedarse en la orilla.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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