Publicidad

La cobardía militar

En 2005, previo al nombramiento de Rodolfo Codina como nuevo comandante en Jefe de la Armada en reemplazo de Miguel Ángel Vergara, atestigüé en la Escuela Naval de Playa Ancha una arenga a los cadetes en que se les recordaba (¿ordenaba?) que debían valorar lo realizado durante el gobierno militar, sentirse orgullosos y satisfechos de lo entonces obrado. No es casualidad que monumentos como la llama de la libertad estén guardados y cuidados celosamente en instalaciones castrenses. El discurso divisorio sigue muy vivo en el ámbito privado.


*Por Ramón Pozo, periodista

Escuchaba hace unos días una entrevista radial al ex líder de Patria y Libertad, Roberto Thieme, quien se arrepentía de no haber instruido a sus seguidores de que al enemigo derrotado no se lo asesina, no se lo hace desaparecer, ni se lo tortura.

Más allá del personaje en cuestión y en medio de tantas imágenes que reflotan en este cuadragésimo aniversario del golpe de estado, cabe preguntarse en qué han estado los miembros de las Fuerzas Armadas y de Orden responsables —ya sea por estar al mando o cumpliendo órdenes— de que hayan más de 3 mil ejecutados y desaparecidos, con más de 40 mil chilenos que sufrieron vejaciones en sus Derechos Humanos.

Pero comencemos con qué se supone que es un militar en una sociedad: una persona dispuesta a entregar su vida si fuere necesario para defender la patria, con una alta formación valórica y moral, que considera prioritario el bienestar de sus conciudadanos, motivos por los cuales se hace merecedora de la confianza de los civiles para usar las armas y defender los intereses de ese colectivo llamado nación. En última (o quizá, primera) instancia, un militar es un ejemplo para los demás.

Pero esto es lo teórico, asunto que choca brutalmente con una realidad que se ha forjado en estas 4 décadas de comodidad contemplativa, donde la justicia pareciera ser un enemigo débil al cual no se respeta ni se le presta mayor atención.

[cita]En 2005, previo al nombramiento de Rodolfo Codina como nuevo comandante en Jefe de la Armada en reemplazo de Miguel Ángel Vergara, atestigüé en la Escuela Naval de Playa Ancha una arenga a los cadetes en que se les recordaba (¿ordenaba?) que debían valorar lo realizado durante el gobierno militar, sentirse orgullosos y satisfechos de lo entonces obrado.No es casualidad que monumentos como la llama de la libertad estén guardados y cuidados celosamente en instalaciones castrenses. El discurso divisorio sigue muy vivo en el ámbito privado.[/cita]

Cabe entonces hacerse la pregunta, ¿qué ocurrió para que los militares viesen en sus compatriotas, en sus vecinos e incluso familiares (valga recordar el caso de la fallecida periodista y autora de los Zarpazos del Puma, Patricia Verdugo, y el distanciamiento con Roberto, su hermano militar) enemigos acérrimos, dónde se produjo el quiebre?

Puede parecer poca cosa, excesivamente simple quizás, pero la apropiación de un discurso que divide al mundo en blanco y negro, tan característico de la Guerra Fría, funciona hasta el minuto y en la inmensa mayoría de los casos como un Mejoral que hace desaparecer cualquier remordimiento por las violaciones a los Derechos Humanos.

Frases como que “los militares no bajaron de un ovni en 1973”, “ellos se lo buscaron”, “íbamos camino al despeñadero y la guerra civil”, “salvamos a la patria del yugo marxista” han sido reiteradas en tantas, pero tantas ocasiones por los militares más fieles a Pinochet, que no vale la pena gastarse en el ejercicio de buscar a los emisores primarios. Y cuando se acuña al marxismo como el “cáncer que se debe extirpar de este país”, la imagen del chileno como ciudadano digno de deberes, derechos y respeto, del compatriota, se hace difusa. Y comienza a verse a unos como iguales y a otros como extranjeros, terroristas, vende patrias, a quienes hay que eliminar cuanto antes. Y como la justicia es lenta… ¡Listo! tenemos nuestro caldo de cultivo que permite el aniquilamiento, la tortura y la vejación que soporta todo cuestionamiento. Porque finalmente, esos quejumbrosos que por años han llamado a que las Fuerzas Armadas y de Orden entreguen información de los detenidos desaparecidos, no son más que marxistas leninistas venidos a demócratas. Todos. Y las nuevas generaciones, alienadas, claro está.

Así, en unas cuantas líneas y de manera sencilla, se puede desentrañar un discurso tan fácil de aprender, que hasta un niño puede recitarlo de memoria sin mayor raciocinio de por medio. Pero es en este mismo discurso donde comienza la cobardía. Y no cualquiera: la cobardía militar. Ello porque olvidan que sus deberes son para con todos sus compatriotas, y no los que arbitrariamente definen lo son. Y en un país, la nación forma instituciones donde no sólo están las Fuerzas Armadas y de Orden, también la Justicia, el Parlamento, el Ejecutivo. Y los militares se deben a estos poderes de manera íntegra, no antojadiza.

Y resuenan nuevamente las palabras de Thieme en mi cabeza, y no entiendo cómo es que un civil tenga más conciencia de esto que los uniformados. Pero al recordar mi adolescencia, con un General Ricardo Izurieta asumiendo la Comandancia en Jefe ante un complaciente Pinochet bajo el grito prepotente de un Ejército “siempre vencedor, jamás vencido”, las cosas se van haciendo más claras. Más aún cuando en 2005, previo al nombramiento de Rodolfo Codina como nuevo comandante en Jefe de la Armada en reemplazo de Miguel Ángel Vergara, atestigüé en la Escuela Naval de Playa Ancha una arenga a los cadetes en que se les recordaba (¿ordenaba?) que debían valorar lo realizado durante el gobierno militar, sentirse orgullosos y satisfechos de lo entonces obrado.

No es casualidad que monumentos como la llama de la libertad estén guardados y cuidados celosamente en instalaciones castrenses. El discurso divisorio sigue muy vivo en el ámbito privado. En el público, sólo se pide perdón a modo personal. Un perdón muy acomodaticio, sin responsabilidades asociadas, sin antecedentes que ayuden a la Justicia.

Pero retomando, asumo que los torturadores, los secuestradores, los asesinos, quienes dieron y quienes cumplieron estas atroces órdenes, llegan o llegaban todos los días a sus casas, saludaban a sus mujeres, acariciaban a sus hijos. ¿Se puede vivir tan tranquilamente, sin sentir el peso de estos horrores en la conciencia?

La evidencia indica que, en la enorme mayoría de los casos, sí. Pero es en las excepciones donde asoma tímidamente el deber ser militar, un asomo de hidalguía.

A fines de julio se conoció el caso de un militar cuyo nombre se mantiene en el anonimato. Antes de morir, este hombre cedió ante su conciencia y derrotó tímidamente su miedo. Confesó que usaron rieles para lanzar a opositores a la dictadura al mar en las costas de Caldera. En el lugar, efectivamente se encontró restos de metal.

Si bien es imposible obtener más antecedentes del difunto, se valora este -dadas las circunstancias- pírrico esfuerzo de humanidad.

Este NN probablemente temía en vida a las represalias de sus compañeros de armas si acudía a Tribunales, un temor que entre estos camaradas ha funcionado muy bien como mordaza, la misma de la que se habrían beneficiado sujetos como el ex alcalde de Providencia, Cristián Labbé.

Quizá sea iluso, pero es de esperar que estos hombres opten al fin (y prontamente) por la gallardía que la sociedad espera de ellos. Al enemigo ya lo aplastaron, abusaron descarnadamente de él, lo ejecutaron. Es hora de hacer frente a las responsabilidades para llevar con ello paz a tantas familias que han esperado demasiado tiempo. Es en los momentos difíciles donde surge la real valentía. No en un laureado y cómodo sopor que se ha extendido ya por 40 años, y que las nuevas generaciones miran con extrañeza. Es hora de dar el ejemplo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias