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¿Reconciliación o perdón?… A cuarenta años del Golpe de Estado

Pamela Soto y Ricardo Espinoza
Por : Pamela Soto y Ricardo Espinoza Profesores Instituto de Filosofía de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso
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Se debe narrar desde el dolor y el horror de lo acontecido. Y ahí, en ese instante, pedir perdón. Solamente con un acontecimiento de esta índole en parte se puede reparar el dolor de la víctima. Solamente en parte. Y así es probable, solamente probable, que se dé perdón. El perdonar es gratuito, sin condiciones. Se perdona como se ama, por un porque sí en la gratuidad misma de mi decir y obrar.


¿Reconciliación o perdón?… A veces las palabras no dan lo mismo, pues tras ellas se esconden dimensiones psicológicas, éticas, políticas e incluso técnicas. Al parecer con la palabra “reconciliación” estamos ante un mundo “humano, demasiado humano”, como diría Nietzsche, esto es, un mundo con su propia miseria que nadie quiere transformar verdaderamente. Pues de lo que se trata es de “aplicar” una cierta tecnología (por lo demás, bastante universal y homogénea que tiene hasta un costo económico bien estudiado) que “sirve para” olvidar el pasado, haciendo “como si” con esto quedase todo resuelto para seguir viviendo en el presente con vistas a un futuro que nadie quiere poner en tela de juicio y menos poner en riesgo. En el caso chileno, nadie quiere que el negocio (nuestro bello modelo neoliberal imperante) sea afectado por el odioso pasado que nunca se resiste del todo a desaparecer y que siempre aparece de la mano de un “pequeño grupo” de chilenos considerados como “molestosos” u “obcecados”, en cuanto, insisten en volver a problemas del pasado.

La palabra reconciliación alude a esa maquinaria técnica del olvido, que garantiza que todo el negocio de la vida presente siga igual, y con ello la inversión extranjera no se aleja del país, el crecimiento no disminuye, los índices de producción aumentan, etcétera (es lo que siempre se dice). Estas tecnologías y dispositivos comprados y utilizados por los gobiernos se aplican para que los ciudadanos sigan como están y no se hagan cargo del dolor y desgarro que los constituye a partir de la negociación de la cuantificación del horror.

[cita]Se debe narrar desde el dolor y el horror de lo acontecido. Y ahí, en ese instante, pedir perdón. Solamente con un acontecimiento de esta índole en parte se puede reparar el dolor de la víctima. Solamente en parte. Y así es probable, solamente probable, que se dé perdón. El perdonar es gratuito, sin condiciones. Se perdona como se ama, por un porque sí en la gratuidad misma de mi decir y obrar. [/cita]

La reconciliación se organiza a partir de este orden, en cuanto se aplica y listo: ¡Todo olvidado!, pues ¿cómo cuestionar que nos hemos reconciliado si a nuestra reconciliación la acompañan informes (que por lo demás leen muy pocos), comisiones de trabajo, pagos e indemnización, memoriales, museos de la memoria, programas de TV, reincorporación de exonerados, propaganda política y un sinnúmero de cuantificaciones, múltiples datos, eslogan, discursos, etcétera? En definitiva, una batería de cosas que se hacen con vistas al olvido, para luego con un lápiz o con el puntero del mouse ir revisando y verificando los avances de una sociedad que se ordena.

Esta operatoria tras la reconciliación nos permite seguir con el negocio presente: ¡consumir! Pues nunca puede fallar el negocio en Chile; en el fondo, siempre se trata de dinero. En el negocio de la reconciliación a veces se da, nada más ni nada menos, que la “banalidad del mal”, porque la reconciliación es una estrategia política que se compra y aplica en los estados por los gobiernos de turno, para evitar asumir el horror de un pueblo que ha sido avasallado, y así mostrar una imagen a nivel internacional civilizada del país, y a nivel nacional establecer cierto tipo de somnífero para que todo siga igual: ¡Gatopardismo, duro y puro! Pero políticamente correcto.

¿Y el perdón?… El perdón apunta a otra dimensión, a la éticamente humana. Se trata no de una tecnología o dispositivo que puede ser aplicado de manera homogénea, sino de algo completamente distinto. Se trata de algo muy propio de cada persona y de cómo se vive su dolor; en especial en relación con quién ha sido su victimario. Es un trato único y existencial de la víctima con su victimario; un victimario que puede ser una persona concreta, una persona que tortura o un grupo de torturadores, o puede ser quien da la orden de amenazar, violentar, torturar, asesinar y/o desaparecer. Pero también puede ser todo un gobierno de facto corrupto que vulnera el estado de derecho y hace lo que quiere bajo el amparo de la impunidad, la arbitrariedad, la excepción, etcétera.

El victimario tiene múltiples cabezas, pero también las tienen las víctimas. La víctima puede ser desde un sujeto torturado (el que padece propiamente tal la tortura), la madre de un detenido desaparecido (que lo esperará de por vida que vuelva o que le entreguen el cadáver), el hijo de un asesinado o incluso su nieto o sus amigos, etcétera. Pero también la víctima es todo un pueblo que no puede olvidar semejante abuso grabado en el cuerpo de su sociabilidad, el acontecimiento de la irrupción de la destrucción del otro. Y en este registro Chile mismo es la víctima. Y de ahí no es posible pensar en el futuro y apenas se puede sobrevivir en un presente. No hay negocio que deba ser más importante que ese dolor que sangra, aunque pase un día del acontecimiento de la arbitrariedad y de banalidad del mal a cuarenta o cincuenta años. No hay negociación que pueda borrar el abuso que vivió todo un pueblo.

En el perdón, si es que se da, si es que es posible (porque es muy posible que no se dé por parte de la víctima), no está condicionado a lo externo y cuantificable de la reconciliación. Se mueve en otro registro en que el victimario es fundamental. Es necesario a lo mejor que el victimario y toda la matriz que lo soporta, lo encubre, lo ayuda, la ideología concreta que está detrás del causante del abuso, “pida perdón”. Al pedir perdón, a lo mejor será posible, sólo a lo mejor, que éste sea perdonado. En ese pedir perdón que debiera ser de buena fe y no por cálculo de conveniencia, se debe decir lo que pasó, se debe narrar el hecho de ese acontecimiento aunque las palabras sean las más duras para escuchar. Pero se debe narrar desde el dolor y el horror de lo acontecido. Y ahí, en ese instante, pedir perdón. Solamente con un acontecimiento de esta índole en parte se puede reparar el dolor de la víctima. Solamente en parte. Y así es probable, solamente probable, que se dé perdón. El perdonar es gratuito, sin condiciones. Se perdona como se ama, por un porque sí en la gratuidad misma de mi decir y obrar. Y si eso acontece, el pedir perdón y que el perdón a veces acontezca desde su fragilidad más propia, será posible, que un país se dé la mano en un presente, que recién ahí pueda devenir un futuro desde un Nosotros como pueblo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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