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Nuestros miedos políticos: el patrón de todos los males

Carlos Parker
Por : Carlos Parker Instituto Igualdad
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Por aquel tiempo fue que comenzó a imponerse la lógica y los estrictos mandamientos del diseño estratégico concebido e implementado por la dupla Boeninger-Correa. Sus prescripciones fueron claras y categóricas y tuvieron una premisa básica: cuidar la democracia reconquistada. Para lo cual se exigió de modo perentorio actuar con responsabilidad y disciplina política. Y aquello implicó, desde entonces y por mucho tiempo, alinearse automáticamente, no discrepar, no hablar ni opinar fuera de la norma, ni hacer nada que pudiera implicar desafío o provocación a la derecha y las FF.AA.


A propósito de los penales militares Cordillera y Punta Peuco, y más recientemente, con motivo de otras cuestiones conceptualmente  asociadas y alrededor de las conmemoraciones del Plebiscito del 5 de octubre de 1988, muchas personas, de modo especial pero no exclusivo aquellas que hacen parte de las nuevas generaciones políticas, se están planteando preguntas  profundas, reiteradas y pertinentes.

Dichas interrogantes, que en el fondo pueden leerse como una especie de juicio descontextualizado y a posteriori  al proceso chileno de transición a la democracia, son lanzadas a la cara de quienes aparecen como los responsables directos de que esos recintos carcelarios sui generis hayan llegado a existir; para, a continuación, dirigirse en tono inquisidor y acusatorio hacia todos quienes, por acción u omisión, hicieron posible que estas cárceles especiales y privilegiadas permanecieran intocadas en el tiempo. Incluso para cuando las complejas e inestables circunstancias políticas imperantes al momento en que estos penales fueron construidos, las mismas que hipotéticamente pudieron haber explicado y hasta justificado su construcción, habían ya dejado de pesar objetivamente como una amenaza constante. Como una camisa de fuerza, como un factor de incertidumbre e inestabilidad, y como un pesado lastre en el escenario político nacional, impidiendo  avanzar en los distintos frentes más allá de lo que efectivamente se pudo o se quiso caminar tras el objetivo de sacudirse de la herencia dictatorial.

Puntualmente, las preguntas –todavía sin respuestas sinceras– tienen que ver con las razones precisas que motivaron la edificación de estas cárceles. Y de modo relevante, sobre la clase de compromisos, tácitos o expresos, que el poder civil estableció con el poder militar con motivo de estas transacciones y tras este propósito.

Mirado el proceso chileno de transición a la democracia en retrospectiva, y entre muchos sucesos acaecidos con capacidad de provocar temblores y tensiones, hay que destacar en primerísimo lugar el largo episodio de la detención de Pinochet en Londres y, en segundo lugar, precisamente, las circunstancias que rodearon la construcción de los penales Cordillera y Punta Peuco. Ambos casos, en efecto,  deben ser examinados como momentos decisivos, sintomáticos y reveladores, los cuales por sí mismos son capaces de dar luces sobre el más genuino y profundo carácter de este proceso de reconstrucción democrática a todas luces todavía inconcluso. El mismo que tuvo grandezas y miserias, pese a lo cual y no obstante, se quiso presentar, hasta no hace mucho, como una experiencia  política modélica a escala regional y mundial.

[cita]Por aquel tiempo fue que comenzó a imponerse la lógica y los estrictos mandamientos del diseño estratégico concebido e implementado por la dupla Boeninger-Correa. Sus prescripciones fueron claras y categóricas y tuvieron una premisa básica: cuidar la democracia reconquistada. Para lo cual, se exigió de modo perentorio actuar con responsabilidad y disciplina política. Y aquello implicó, desde entonces y por mucho tiempo, alinearse automáticamente, no discrepar, no hablar ni opinar fuera de la norma, ni hacer nada que pudiera implicar desafío o provocación a la derecha y las FF.AA.[/cita]

Hay quienes prefieren referir el carácter errático y contenido de nuestra transición a la democracia a conceptos y conductas como la prudencia, el sentido común, la ética de la responsabilidad política, la razón de Estado, la moderación, la templanza y hasta el sereno pragmatismo.

Otros, no menos rotundos, buscan explicaciones en una cierta valoración de lo que era efectivamente posible hacer, contrariando incluso los propios deseos y, en la medida de lo posible, sobre la base de las condicionantes derivadas de una cierta correlación de fuerzas a nivel político, social y parlamentario insuficiente como para solventar unas actitudes más proactivas. Quienes así razonan, agregan y admiten que, en el fondo, el modo mediatizado en que se procedió frente a muchas cuestiones, fue al final determinado y modelado con arreglo a un determinado grado, siempre incipiente e inestable, de subordinación efectiva de las FF.AA. al poder civil democráticamente constituido.

Puede que no les falte algo de razón a quienes así piensan y se explican. Aunque tal parece que es preciso agregar y relevar la incidencia de algo a lo que se suele aludir como prudencia o moderación, pero que es preciso designar como lo que efectivamente fue: miedo, puro, simple y vulgar, aunque de fundamento complejo.

Un sentimiento de temor y autoinhibición que operó a nivel individual y colectivo con una fuerza inusitada. Un miedo con o sin fundamento objetivo, que no dejó de soplar ni de día ni de noche en la nuca de la inmensa mayoría de los actores decisivos de la política nacional en la década de los noventa y bien avanzada la década presente. Y hay que hacer constar que todos quienes lo experimentaron con crudeza –altas autoridades del Estado, parlamentarios, además de líderes políticos y sociales,  especialmente sobre la base de sus propias  experiencias de vida  y percepciones– ayudaron, ex profeso o no, a inocularlo como un veneno corrosivo y hasta mortal hacia todos los niveles inferiores que dependían de sus respectivas jerarquías burocráticas o político-partidarias.

No faltarán quienes, por amor propio y en defensa de sus respectivos roles, opten por desdeñar o disminuir la importancia del muy humano y pedestre miedo en toda esta compleja trama. O se resistan a admitir con hidalguía la gravitación de esta omnipresente, oscura y poderosa fuerza actuante en la política nacional, la cual durante toda la transición se coló de modo sibilino, a veces silencioso y otras estridente, por todos los recovecos posibles del escenario político nacional. Cobrando como precio el alma, el corazón y hasta la razón de muchos personajes decisivos de entre el elenco de actores políticos de la Concertación. Un miedo a la involución democrática, en la forma de un nuevo golpe militar o algo semejante, que recorrió de arriba a abajo y de modo persistente la columna vertebral  de nuestras instituciones republicanas y de nuestras organizaciones políticas y sociales, haciéndolas temblar, vacilar  y tartamudear y, al final, inclinarse por transar y conceder. No pocas veces de modo exagerado e innecesario. Aunque aquello sea algo que sólo podamos percibir desde el presente.

Hablamos de un miedo de gran entidad, con o sin genuino fundamento. Un sentimiento a veces paralizante, pero siempre inhibitorio. Un miedo surgido de lo más profundo de la dramática experiencia política de una generación completa, precisamente de aquella a la que le tocó administrar la transición. Un temor que hoy, bajo circunstancias políticas y sociales enteramente distintas, es difícil de comprender y que tiene a un montón de gente haciéndose preguntas candentes y, a otro grupo, perteneciente a eso que se hace llamar “clase política”,  colocado ante el difícil trance de tener que dar explicaciones por sus acciones, omisiones  o inacciones en  un pasado demasiado fresco y reciente como para ser ocultado o ignorado.

Hay quienes estimarán que el miedo comenzó a incubarse incluso antes del Golpe de Estado de 1973. Pero no cabe duda que ese suceso dramático, ejemplificado en el bombardeo a La Moneda, una acción innecesaria desde el punto de vista militar pero imprescindible para el propósito de infundir terror, se llegó a convertir en una imagen  terrorífica que quedó grabada a fuego en nuestro imaginario colectivo. Junto con el suicidio del presidente Allende.

Y vaya que lograron aterrorizarnos y amedrentarnos. Y aquello se hizo de modo consciente y deliberado, pues  infundir miedo se convirtió en una política de Estado. Por eso se asesinó, se hizo desaparecer compatriotas, se torturó masivamente para que aquella práctica salvaje e inhumana se conociera socialmente y operara como una advertencia. Aunque, para desesperación de la dictadura con sus agentes y sicarios, todas estas acciones criminales no pudieron evitar que las fuerzas democráticas vencieran sus propios miedos, pudieran reagruparse, unirse y salir a luchar para reconquistar la democracia y la libertad.

La noche del plebiscito del 5 de octubre de 1988, todos los que estuvimos en esa gesta política y ciudadana que derrotó a Pinochet experimentamos gran miedo e incertidumbre, pues fuimos muchos quienes, con poderosas razones, nos resistíamos a creer que el dictador se sometería a su resultado. Hubo miedo también, aunque mezclado con una alegría desbordante, el día que Patricio Aylwin fue elegido Presidente. Y siento que fue precisamente el día en que el primer Presidente democrático se instaló en La Moneda, cuando el miedo, el exceso de prudencia y una forma de hacer política tan cercana al cálculo y la ingeniería política como prescindente de la gente, comenzaron a hacerse sentir con fuerza y sin contrapeso entre quienes asumieron las más altas  responsabilidades de gobierno.

Por aquel tiempo fue que comenzó a imponerse la lógica y los estrictos mandamientos del diseño estratégico concebido e implementado por la dupla Boeninger-Correa. Sus prescripciones fueron claras y categóricas y tuvieron una premisa básica: cuidar la democracia reconquistada. Para lo cual se exigió de modo perentorio actuar con responsabilidad y disciplina política. Y aquello implicó, desde entonces y por mucho tiempo, alinearse automáticamente, no discrepar, no hablar ni opinar fuera de la norma, ni hacer nada que pudiera implicar desafío o provocación a la derecha y las FF.AA. Entidades que para todos los efectos y en nuestras cabezas,  eran más o menos lo mismo.

Bajo estas premisas y condiciones políticas y hasta sicológicas, no fue extraño  que uno de los primeros renuncios en los que se incurrió consistiera en inhibirse de investigar el proceso de privatizaciones de las empresas públicas, enajenadas a precio vil por la dictadura. Un proceso que, como se sabe, constituye la fuente primaria de la riqueza desbordante y actual de numerosas personas, familias y grupos económicos que hoy tienen, como sus prisioneros y víctimas de sus atropellos y abusos, a la sociedad chilena entera.

Tener que lidiar con unas  FF.AA. díscolas y siempre desafiantes, con el propio Pinochet a la cabeza de sus huestes como Comandante en Jefe del Ejército primero y como senador designado después, no fue una cuestión sencilla. Tampoco lo fue la relación con los poderes fácticos empresariales, aliados naturales de la derecha nostálgica del autoritarismo, quienes no ocultaban su desconfianza y abierta hostilidad. Gobernar desde una especie de complejo de inferioridad y tener que confrontar cada día  a una derecha mucho más retrograda, soberbia y atrincherada en sus reductos y posiciones, fue una experiencia cuyo examen debiera profundizarse, pues revelaría muchas cuestiones que hoy yacen en la penumbra, y resultarían iluminadoras del futuro.

Existe un cúmulo se sucesos y circunstancias que acaecieron en Chile por esos años y que explican la atmósfera asfixiante del proceso político chileno para entonces. Todos ellos están relatados de manera minuciosa y magistral por autores como Ascanio Cavallo, Mónica González y Felipe Portales, entre muchos otros, en obras de consulta obligada. Muy especialmente para quienes gustan de las generalizaciones, las acusaciones al boleo y las descalificaciones a priori.

Pensemos en el  “boinazo” y los pinocheques, el “servilletazo”, la  rocambolesca detención de Manuel Contreras y su desafío al gobierno de la época, con la abierta complicidad de las instituciones armadas, misma circunstancia que trajo consigo la construcción del penal de Punta Peuco, y un largo etc. de eventos, algunos de los cuales ni siquiera llegaron a alcanzar estado público, pero que en cada caso pusieron en grave tensión a la democracia reconquistada.

El caso de la detención de Pinochet en Londres constituye un capítulo aparte. La mayoría creímos, ingenuamente entonces, que el destino nos ofrecía la oportunidad que en Chile nunca tendríamos, para que el dictador fuera juzgado y condenado. Así también lo creían los ingleses y españoles, quienes pensaban estar haciéndonos un auténtico y valioso favor. Por eso mismo nunca entendieron, aunque acataron, las razones por las cuales el gobierno de Chile de entonces decidió levantar la tesis de la inmunidad de Pinochet como ex mandatario y la inmunidad de jurisdicción asociada, así como el mejor derecho de Chile a juzgarlo por crímenes cometidos en nuestro territorio para, al final, llegar a esgrimir las razones humanitarias en favor de un presunto anciano enfermo de demencia senil y en estado de virtual agonía.

Toda esta argumentación quedó destruida, y la realidad emergió  amarga y burlona con la   imagen de un dictador desafiante parándose de su silla de ruedas y esgrimiendo desafiante su bastón. En medio de un operativo militar de demostración de fuerza y protección  que hablaba por sí mismo y que en cualquier lugar que no hubiese sido Chile de ese tiempo  habría sido estimado como un acto de provocación y desafío al poder civil y democrático inaceptable.

Tras todas estas leguleyadas, consideraciones y pretextos, aleteaba en realidad el miedo. El temor a la debacle política y la involución, sentimiento que hizo ceder ante el chantaje de las FF.AA. y de la derecha en pleno, la que no escatimó esfuerzos para defender al dictador, con lo cual reveló de paso su más íntima naturaleza y convicciones a través de las actuaciones de sus líderes más relevantes. La propia Evelyn Matthei, entre otras figuras hoy vigentes y con pretensiones parlamentarias y presidenciales.

La propia “política de los consensos”, materializada las más de las veces a partir de las expectativas del adversario, más que de las propias, se explica en buena parte a partir de la propia reserva y timidez para intentar siquiera correr el cerco. Eso, sin mencionar en detalle el acomodamiento, el reblandecimiento de las propias convicciones y de la voluntad, y el rutinarismo y placidez en el quehacer político cotidiano.

Los vasos comunicantes que empezaron a construirse y operar entre los diversos sectores políticos en pro de intereses mutuos, son otra historia. Los compromisos recíprocos y hasta las complicidades que comenzaron a tejerse en torno al poder y sus privilegios, los sobajeos mutuos y el sempiterno miedo,  son capaces de hacernos comprender muchas cosas. Incluidos Cordillera y Punta Peuco.

Hay que recordar además que la propia controversia entre “autocomplacientes y autoflagelantes”, durante mucho tiempo ejemplificó esta controversia de visiones y actitudes, incluso dentro de la propia coalición de gobierno. Y que aquella pugna fue resuelta siempre en favor de los primeros, lo que ocasionó no pocas crisis dentro de los partidos, incluidas el “discolismo” y sonadas renuncias.

Si estuvo o no verdaderamente y en tantas oportunidades sucesivas en serio riesgo nuestra democracia, es una cuestión opinable, especialmente si aquello se observa a la distancia. También lo es determinar si acaso, bajo esta creencia, era efectivamente necesario hacer tantas concesiones sucesivas  y respecto a tan diversas e importantes cuestiones.

Y para no hablar en tercera persona y adelantándome a los trolls –que habrán de postear sin falta insultos y descalificaciones a propósito  de esta columna–, confieso que yo mismo experimenté el miedo político al que me refiero. Aunque pueda alegar, en mi defensa, y como le consta a cualquiera que me conozca, que en mi ámbito de desempeño que fueron las relaciones exteriores y con el muy escaso poder e influencia que llegué a tener, ofrecí más de alguna resistencia, a veces hasta suicida, políticamente hablando. Por lo mismo, asumo que en verdad fui personalmente mucho más valiente y audaz bajo la dictadura que durante la transición. Como les pasó efectivamente a muchos.

Hoy hay quienes gustan hablar majaderamente de duopolio, levantan sus dedos acusadores, insultan y vociferan indignados, para decir que la Concertación no hizo en realidad más que administrar el sistema heredado por Pinochet. Y no sólo eso, que además se implicó y coludió deliberadamente para profundizarlo.

Ese es un juicio falaz e interesado, aunque de gran entidad y popularidad, por demás típico de los generales después de la batalla. Un juicio que no se hace cargo ni se molesta en intentar siquiera examinar las circunstancias precisas bajo las cuales transcurrió el periodo.

Descartado el tartufismo ético, político y moral, y más allá de los oportunismos políticos de lado y lado, es evidente que la falta de claridad, sinceridad y verdad sobre numerosos asuntos acaecidos durante la transición, se está convirtiendo en un obstáculo insuperable para hacer posible el diálogo político generacional, pensando en el presente y en el futuro de Chile.

Por eso es tan difícil razonar y dialogar constructivamente desde el espacio político heredero de la Concertación con los líderes más sobresalientes del movimiento social empoderado y carente del miedo de la pasada generación. De modo especial con las nuevas generaciones del movimiento estudiantil y sus principales y más emblemáticos exponentes.

Es esa una conversación que se niega a comenzar y que nos está haciendo falta imperiosamente. Un diálogo franco y directo  entre una generación que tiene la obligación de tomar el relevo y otra que no debe poner obstáculos para batirse en retirada.

No se puede dudar que, como se ha dicho hasta la saciedad, se cometieran errores, que se frustraron expectativas y que se pudo haber hecho  más de lo que efectivamente se hizo. Sin embargo, para ser justos, tampoco cabe dudar que no se deba tratar de borrar de un plumazo el hecho macizo de que, pese a todas las limitaciones –miedo incluido–, se alcanzaron muchos logros que no cabe ignorar ni menospreciar.

Hoy el miedo comienza a disiparse y las circunstancias políticas actuales han variado de modo muy sustancial. Y para no tropezar con la misma piedra, toda esta experiencia, toda esta autocrítica, todo el examen franco y descarnado de lo obrado debe ser puesto en valor.

Muy especialmente ahora, cuando nuestro país encara una nueva elección presidencial, coyuntura que nos ofrece una nueva oportunidad de enmendar errores y de volver a construir en la dirección de las transformaciones profundas y urgentes que Chile requiere en todos los campos, sobre la base de lo conseguido, aunque fuese a tropezones. Y este esfuerzo al que se nos convoca deberá ser sin miedo ni  autolimitaciones. O no será.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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