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El “factor javierino” o los dilemas del movimiento social

Carlos Durán Migliardi
Por : Carlos Durán Migliardi Dr. en ciencia política, Académico
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Incorporarse al campo político es una tarea riesgosa pero indispensable. Indispensable para intervenir de modo protagónico en los cambios que nuestro país reclama, y para que soluciones tales como las del “factor javierino” parezcan sólo una broma de mal gusto.


Durante el 2011, las movilizaciones estudiantiles lograron instalar al lucro en la educación como síntoma de una sociedad construida en torno al axioma del mercado. Los amplios niveles de apoyo y solidaridad generados por estas movilizaciones fueron el resultado, en gran medida, de un evidente ejercicio de analogía que desnudaba la omnipresencia del mercado y la ausencia de Estado no sólo en el campo de la educación secundaria y universitaria, sino que también en otras esferas tales como las de la seguridad social, las relaciones laborales, la salud y la administración de los recursos naturales estratégicos.

En la medida en que las movilizaciones se han articulado en torno a esta oposición binaria entre demanda social y statu quo, ha existido garantía de una buena y larga salud del ánimo contencioso, tal como lo ha demostrado la extensión de las movilizaciones estudiantiles –aunque ya no con la fuerza del 2011– hasta nuestros días. Sin embargo, junto a esta configuración de una identidad colectiva capaz de alcanzar fuertes niveles de cohesión y homogeneidad “por oposición” al estado de cosas, subyace un conjunto de dilemas que, a la luz de la proyección del escenario político futuro, requieren ser encarados con prontitud.

La polémica ocasionada por la decisión del Consejo de Rectores de las Universidades Chilenas (Cruch) en cuanto a aumentar la ponderación del ranking en desmedro del puntaje PSU, se ha instalado en la agenda publica con fuerza y notoriedad, compitiendo palmo a palmo el protagonismo con “las otras movilizaciones” que, periódicamente, reinstalan el “espíritu del 2011”. Una vez más, la voz de los «liceos emblemáticos» se ha dejado sentir, pero esta vez ya no como la punta de lanza de un movimiento estudiantil unificado, con mística y poder callejero, sino que más bien como la expresión de un sector que, históricamente ubicado en una condición de status, ve peligrar su acceso privilegiado a las universidades selectivas dentro del universo de los liceos municipales.

[cita]Incorporarse al campo político es una tarea riesgosa pero indispensable. Indispensable para intervenir de modo protagónico en los cambios que nuestro país reclama, y para que soluciones tales como las del “factor javierino” parezcan sólo una broma de mal gusto.[/cita]

Respecto a los efectos democratizadores de la medida en cuestión, al igual como lo que refiere a la oportunidad en que esta es ejecutada, son los especialistas y las comunidades directamente involucradas los que tienen mayor autoridad para pronunciarse. En lo presente, me interesa subrayar la forma en que esta disputa, al parecer de carácter técnico o más bien doméstica, sintomatiza uno de los problemas a los cuales el así llamado “movimiento social por la educación” tendrá que hacer frente en los tiempos que vienen, a saber: la necesidad de una articulación política estable, con potencia identitaria y dispuesta a la traducción institucional de su reclamo.

Si la demanda por una educación “pública, gratuita y de calidad” ha sido capaz de unificar una multiplicidad de demandas en torno a un nombre y ánimo común, la traducción de las mismas en un programa de transformaciones efectivas que, además, logre sobrevivir al particularismo, requiere de “algo más” que una pura identidad por oposición. Y es en este punto en el que aflora, por ejemplo, el problema de la relación entre las demandas particulares contenidas en la demanda general antes dicha: ¿de qué manera es posible desplegar un proyecto transformador que identifique a estudiantes de universidades privadas y estatales, a académicos y estudiantes, alumnos de colegios privados y de liceos municipales, a estudiantes aventajados y estudiantes “promedio” o, derechamente, desaventajados?; ¿será la pura oposición al actual orden de cosas lo que asegurará la persistencia de esta identidad por los cambios?; ¿de qué manera trascender a la natural tendencia a la reconversión de la demanda social en un cúmulo de reclamos particularistas de corte corporativo?

En el último tiempo, hemos visto manifestaciones de distinto tipo, las que incluyeron incluso el repertorio clásico del 2011, con “salidas a la calle” de los estudiantes de los “liceos de excelencia” contra la medida anunciada por el Cruch. En ellas los estudiantes, otrora activos representantes de la transversal demanda por una educación democrática, solidaria y pública, parecen estar un tanto más cerca de sus directivos que de sus congéneres pertenecientes a los liceos periféricos de la ciudad, y parecen hacer suyo el argumento elitista de los “liceos de excelencia” utilizado por el Ministro Lavín en el ya lejano 2011. Declaraciones reclamando discriminación hacia liceos “más exigentes” que el resto de las instituciones municipales, demandas por mayor transparencia y sentido de la oportunidad frente a una decisión que en principio vería disminuir el porcentaje de cupos universitarios copados por los estudiantes de liceos “de excelencia”, comparten así espacio con las consabidas reivindicaciones unificantes del universo estudiantil.

Naturalmente, lo arriba indicado no pretende argumentar en ninguna medida que los estudiantes de liceos como el Instituto Nacional o el Carmela Carvajal han “traicionado” al movimiento estudiantil. Más bien, busca colocar el acento en el problema de un movimiento social que, a la hora de lograr su objetivo de instalar la demanda unificante en la agenda pública, debe hacerse cargo de la traducción institucional de la misma y de la configuración de una identidad sociopolítica que logre escapar a la trampa corporativa. Y es en este punto en que, claro está, ya no basta con el repertorio de la “oposición al modelo”.

Es evidente que la oposición entre movimiento/institucionalidad, o entre demanda social y campo político, no es suficiente para cumplir con el objetivo de encaminar un proceso de transformación radical del actual estado de cosas en el mundo de la educación. El affaire ranking lo demuestra prístinamente toda vez que, siendo una medida puntual en un océano de soluciones necesarias para avanzar en la dirección correcta, genera un potencial efecto descohesionador frente al cual, así ha parecido, se vuelve difícil responder con un discurso unificado que eluda la traducción del debate sobre la reforma educacional en un conjunto de medidas aisladas. La potencia del movimiento social estudiantil, en este sentido, no debe ser confundida con un retraimiento hacia el particularismo de una demanda social no dispuesta a disputar el campo político, no debe confundirse con la mantención de una “pureza identitaria” no dispuesta a someterse al rigor del encuentro con el otro. Los peligros de ello están a la luz.

La necesidad de instalarse en la esfera política, incluyendo el espacio institucional, constituye a mi juicio –y, al parecer, a juicio de diversos y amplios sectores del movimiento estudiantil– un imperativo si consideramos el escenario político que se abre el 2014. Negarse a ello podrá evitar los peligros de la institucionalización y la mantención de una identidad prístina, pero no logrará intervenir de manera efectiva en la construcción de un nuevo proyecto país a nivel educativo.

Incorporarse al campo político es una tarea riesgosa pero indispensable. Indispensable para intervenir de modo protagónico en los cambios que nuestro país reclama, y para que soluciones tales como las del “factor javierino” parezcan sólo una broma de mal gusto.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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