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Lo que no logra la igualdad de oportunidades

Jorge Atria
Por : Jorge Atria Estudiante Doctorado Sociología, FU-Berlin, Alemania.
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Lo malo de la igualdad de oportunidades es que disemina pasión contra la desigualdad sin proveer de herramientas suficientes para enfrentarla. Lo malo de la igualdad de oportunidades es que facilita un acuerdo discursivo tan arrollador que minimiza el debate sobre qué ideas y visiones de igualdad coexisten en distintos grupos de la sociedad. Lo malo de la igualdad de oportunidades es que nos hace creer que estamos más cerca, y sin embargo estamos tan lejos.


La igualdad de oportunidades se ha convertido en los últimos años en una señal de esperanza de que los ciudadanos de todos las sensibilidades valóricas y políticas pueden compartir un anhelo social común. En simple: todos deberíamos tener las mismas oportunidades para avanzar y progresar en la vida, y en ello debiera centrarse toda propuesta que enfrente la desigualdad. En ese sentido, igualar las oportunidades de todos es una consigna que ha penetrado no sólo la capa discursiva de nuestra sociedad –nuestro sentido común–, sino también los niveles más aplicados y específicos, vale decir, lo que atinge al Estado y sus políticas públicas.

Lamentablemente, ese discurso igualador usualmente se enreda desde el punto de partida: baste con una reflexión general sobre cómo ella debe ser implementada, en qué momentos de la vida, a través de qué mecanismos se puede hacer exigible y en qué circunstancias puede considerarse incumplida, para que la simpleza de la expresión devenga en un conjunto de operaciones complejísimas. Lo cierto es que bajo la igualdad de oportunidades se esconden una diversidad de anhelos, preferencias y políticas públicas que inevitablemente hacen que, siempre que se apela a esa fórmula, permanezca una sensación de incompletitud. ¿Qué en verdad se quiere decir y proponer cuando se habla de igualdad de oportunidades?

La igualdad de oportunidades, en primer lugar, es extremadamente difícil de medir. En algunos casos es observada a través de indicadores de movilidad social, de circunstancias familiares o de la situación de los padres, pero como noción en sí misma supone la dificultad de tener que diferenciar entre los resultados que se deben a los esfuerzos y merecimientos propios, de aquellos que tienen que ver con circunstancias en las cuales cada persona se desenvuelve.

¿Es eso posible? ¿Hasta qué punto y con qué parámetros es posible distinguir para cada persona entre aquello que tiene un valor absolutamente propio, de aquello que recibe influjo de otras personas, de las circunstancias, de la historia? Lo interesante es que, en algunos casos en que esto se ha intentado indagar empíricamente, por ejemplo en Brasil o Chile, los resultados dejan en claro que no es una fórmula suficiente para explicar las desigualdades de ingreso. En otras palabras: igualar oportunidades atenúa, pero no reduce drásticamente las desigualdades de ingreso.

[cita]Lo malo de la igualdad de oportunidades es que disemina pasión contra la desigualdad sin proveer de herramientas suficientes para enfrentarla. Lo malo de la igualdad de oportunidades es que facilita un acuerdo discursivo tan arrollador que minimiza el debate sobre qué ideas y visiones de igualdad coexisten en distintos grupos de la sociedad. Lo malo de la igualdad de oportunidades es que nos hace creer que estamos más cerca, y sin embargo estamos tan lejos.[/cita]

La cancha de fútbol o la carrera en la pista atlética son las expresiones que habitualmente se utilizan para ilustrar el anhelo de una sociedad que debe aproximarse al establecimiento de oportunidades iguales para todos en el inicio, en aras de subrayar –desde esta perspectiva– que la paridad en el comienzo es clave para que en el desarrollo del juego o la carrera las desigualdades propias de los rendimientos diferenciados se permitan y acepten, sea por esfuerzo, por talentos naturales o por una mezcla de ambos. La metáfora, desde luego, escenifica claramente el reduccionismo de una sociedad vista en perspectiva individual, donde las nociones de solidaridad y vínculo social importan poco o nada, y donde el mecanismo de una competencia puede hacerse extensivo a todas las esferas constitutivas de lo social. En la interpretación de François Dubet, esto impulsa una sociedad que divide entre vencedores y vencidos: “Pero, para que los primeros merezcan su éxito y gocen plenamente de él, es necesario que los segundos merezcan su fracaso y sufran el peso de éste” (p. 82). La pobreza y el fracaso devienen responsabilidades (culpas) individuales, y el contrato social se inicia y termina en el nacimiento: de ahí para adelante, se tiene que ir reevaluando, o que cada uno se las arregle como pueda.

Esto tiene diversas consecuencias. Desde luego, el que corre la carrera más rápido o el que hace más goles debe ser ovacionado por todo el estadio, pero, trasladado esto a la sociedad, ¿quiénes se merecen los aplausos?, ¿quiénes han “hecho los méritos” para ganarse más premios?, ¿quiénes evalúan los méritos? Estas son preguntas que remiten a criterios y prioridades en ningún caso neutras o universales, que adjudican reconocimiento y virtud sólo a ciertas acciones, habilidades y esfuerzos, encarnando un orden social que no tiene por qué ser necesariamente el único ni el mejor.

Una consecuencia adicional, para Rosanvallon, radica en que, así concebidas, las desigualdades pueden ser entendidas y aceptadas más fácilmente, pues son presentadas como resultados de datos individuales (diferencias de mérito) y no de mecanismos sociales: “De ahí que el rechazo de las desigualdades, en general, pueda ser dominante, mientras que los tipos concretos de desigualdades consideradas inaceptables son más limitados” (pp. 16 y 17).

¿Cómo se implementa una verdadera igualdad de oportunidades? La mayoría de quienes han reflexionado sobre esto concluyen que la educación integradora e igualadora, y el rechazo a las herencias juegan ahí una función irreemplazable. Es decir, habría que ser solamente “hijo de la sociedad”. Pero también habría que poner entre paréntesis la historia de cada uno, pues ésta carga no sólo con aquellas aventuras y desventuras individuales, sino también con todo lo reproducido intangiblemente a través de las generaciones. Así, sin siquiera preguntarse cómo funcionan las instituciones de la educación y la herencia en Chile, cuál es su potencial igualador y su capacidad o incapacidad de reducir las desigualdades a través de las generaciones, la existencia de la historia por sí misma anula la posibilidad de igualar posiciones iniciales, toda vez que siempre se entromete, introduciendo con ello ventajas y desventajas inconmensurables. Para Rosanvallon esto muestra que “pensar en una verdadera igualdad permanente de oportunidades equivale a anular su sentido: en efecto, no habría ya oportunidades que aprovechar o esfuerzos que realizar si se redistribuyeran constantemente idénticos medios. La igualdad de oportunidades se convertiría en una simple igualdad económica” (p. 305).

En última instancia, es poco lo que se discute acerca de los límites que ha demostrado tener la filosofía de la igualdad de oportunidades contra aquello que combate. Su periodo de mayor florecimiento es exactamente el mismo en que campean las desigualdades sociales y de ingreso más increíbles e insospechadas en todo el mundo, que tienen a cuanto organismo internacional preocupado por los límites aún desconocidos de tanta disparidad. La igualdad de oportunidades se promueve a rajatabla, sin emitir junto a ello una evaluación igual de clara sobre las diferencias que ya existen, y que se reproducen en la vida diaria. Paralelamente, la mitología de que todo es posible para quien se esfuerza continúa imponiéndose como horizonte esperanzador, usualmente alimentado por casos excepcionales, soslayando todas aquellas biografías que con extraordinaria representatividad estadística demuestran exactamente lo contrario. Como dice Dubet desde la realidad francesa: “Se cuenta la historia del self made-man que empezó su carrera levantando una hebilla en la vereda, pero se olvida el curso vital de millones de inmigrantes que, después de una vida de trabajos pesados, siguieron pobres u oprimidos” (p. 76).

La igualdad de oportunidades, erigida como el Leitmotiv de la lucha contra las desigualdades, subsiste como un lema común de fácil aprendizaje, al tiempo que no logra dar forma, fondo y explicitación a un problema de magnitud tan relevante. Aquello que tan fácil se recita, usualmente olvida que una base de igualdad en las condiciones materiales de vida es prerrequisito de la libertad, o bien, que con disparidades materiales tan pronunciadas no hay proyecto de libertad que pueda ser adecuadamente desplegado. Por cierto, una sociedad desigual, con diferencias radicales y persistentes, necesita los consensos contra la desigualdad, pero acompañados de medidas más exigentes y concretas.

Lo malo de la igualdad de oportunidades es que disemina pasión contra la desigualdad sin proveer de herramientas suficientes para enfrentarla. Lo malo de la igualdad de oportunidades es que facilita un acuerdo discursivo tan arrollador que minimiza el debate sobre qué ideas y visiones de igualdad coexisten en distintos grupos de la sociedad. Lo malo de la igualdad de oportunidades es que nos hace creer que estamos más cerca, y sin embargo estamos tan lejos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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