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Editorial: La ley ilegítima EDITORIAL

Editorial: La ley ilegítima

Lo que el sistema electoral binominal instala es una compulsión al entendimiento entre fuerzas adversarias para que una pueda gobernar, igualando a la mayoría con la minoría y dotando a esta de un veto burocrático que estrangula la racionalidad política. La Ley Electoral – ley orgánica constitucional-, pone todo en empate y, por lo tanto, todo debe ser obligatoriamente negociado para avanzar, excepto lo fútil o lo inservible.


Parece de suyo natural que quienes fueron electos o pasaron a la segunda vuelta presidencial en las elecciones del domingo pasado, celebren. No hay mayor satisfacción –pese a eventuales dificultades que pudieran haber surgido en el camino– que aquella de revalidarse como parte del juego de poder, e ingresar a la arena política como gladiador activo, sea primerizo o de repetición.

Sin embargo, la complejidad del escenario político nacional exige de los actores mayor sobriedad y mesura. Primero, porque se confirmó una tendencia a la deslegitimación del voto como instrumento de la política, con una marcada abstención electoral de la ciudadanía. Lo segundo, porque en estricto rigor no cambiaron significativamente los instrumentos, y los que resultaron vencedores seguirán obligados a concurrir a los edificios cota mil a negociar la realización efectiva de leyes y  programas.

Si se observa con atención, sólo votó más o menos la mitad del padrón, lo que si bien no es una anomalía, ya que es lo que ocurre en países que tienen voto voluntario, sí es una dificultad frente a los problemas que se espera resolver en el período, con segunda vuelta electoral mediante. La densidad de la agenda pública (reforma tributaria, educación, modelo previsional y salud, además de reformas regionales y cambio significativo a la Constitución, si no derechamente Asamblea Constituyente), vis a vis los resultados, habla de un enorme clivaje del electorado hacia cambios frente al statu quo, pero todo ello no se refleja en resortes efectivos.

Por efectos del sistema electoral, no hubo cambios significativos en la composición del Congreso, lo que obligará al gobierno a consensuar todo, como siempre, e incentiva la percepción de inutilidad del voto entre los ciudadanos.

[cita]No hacerse cargo de temas como estos lleva a la percepción ciudadana sobre la inutilidad del voto más allá de la simple desconfianza en la política, y la transforma en una pauta estructural de la ilegitimidad de muchas instituciones de nuestra democracia. Por ello, también, la autorreforma de la política resulta una promesa vana con el actual Congreso. Es de esperar, en todo caso, que quienes llegan por primera vez no pierdan la memoria. [/cita]

En Chile las elites son enfáticas en afirmar que la política es dialógica por definición, y que el diálogo es la perfecta virtud de un sistema exitoso. Sin embargo, en estricto rigor nadie podría sostener, desde el punto de vista de las libertades, que el sistema electoral contiene incentivos al diálogo. Ni siquiera entre miembros de una misma lista. Lo que el sistema electoral binominal instala es  una compulsión al entendimiento entre fuerzas adversarias para que una pueda gobernar, igualando a la mayoría con la minoría y dotando a esta de un veto burocrático que estrangula la racionalidad política. La Ley Electoral –Ley Orgánica Constitucional–, pone todo en empate y, por lo tanto, todo debe ser obligatoriamente negociado para avanzar, excepto lo fútil o lo inservible.

La Ley Electoral en Chile otorga beneficios a instituciones y personas de manera arbitraria y discrecional, hasta el punto de negar el sentido general de toda ley, esto es, sus principios de generalidad e igualdad. Pero todavía va más allá. En estricto rigor, no existe una ley de contenido más anticonstitucional respecto de la propia Constitución de 1980 que la Ley Electoral, pues elimina de facto la libertad de elegir y ser elegido, elemento básico de la democracia, distorsionando completamente el principio de realidad en el ejercicio de los derechos y deberes constitucionales de todos los ciudadanos. Lo que instala en términos reales es una selección burocrática de candidatos, que los partidos se han encargado de perfeccionar.

Por lo mismo, no parece sensato que los expertos electorales se empecinen en cuentas de ingenieros acerca de qué se puede o no, de acuerdo al número de parlamentarios elegidos. El tema no está ahí ni se resuelve en el Congreso, sino en la política. Y es tema de gobernabilidad, pues no en vano el cambio de Constitución y la Asamblea Constituyente se han transformado en una demanda social, junto a la salud o la educación.

Por ahora, el sistema binominal aprobó la prueba del voto voluntario y dejó todo igual, con sólo leves acomodos. Y los comandos se abocarán a una segunda vuelta posiblemente con menos sorpresas que virulencia, al menos por parte de la candidata oficialista.

Pero lo fundamental posiblemente pase a segundo plano. Es evidente que la agenda política en el próximo gobierno no podrá manejarse con los mismos criterios y métodos de los años anteriores. Ni menos usar como derivada al Congreso Nacional. El caso de Marisela Santibáñez, la candidata del PRO por San Bernardo, que fue primera mayoría en su distrito, que le ganó por más de 10% de los votos a su más cercano perseguidor, es abiertamente una inmoralidad del sistema. Tal vez durante la transición habría sido una injusticia más en medio de un proceso donde el dictador seguía siendo comandante en Jefe del Ejército. Hoy el hecho plantea un límite de legitimidad política al actual parlamento, pues es una verdadera mácula para su funcionamiento.

No hacerse cargo de temas como estos lleva a la percepción ciudadana sobre la inutilidad del voto más allá de la simple desconfianza en la política, y la transforma en una pauta estructural de la ilegitimidad de muchas instituciones de nuestra democracia. Por ello, también, la autorreforma de la política resulta una promesa vana con el actual Congreso. Es de esperar, en todo caso, que quienes llegan por primera vez no pierdan la memoria.

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