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El Simce y la Nueva Educación

Roberto Meza
Por : Roberto Meza Periodista. Magíster en Comunicaciones y Educación PUC-Universidad Autónoma de Barcelona.
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¿Cómo pedirles adaptarse a un modelo de evaluación “industrial”, “estandarizado”? La educación del siglo XXI está comenzando a nacer. Me atrevo a aventurar que ella afectará sustantivamente las actuales formas de enseñanza y pedagogía. Presumo que los profesores serán más guías que presentadores de materias; más maestros en las artes del buen vivir, reflexionar, analizar, sintetizar, relacionar, expresar, redactar, que transmisores de información curricular a la que los jóvenes tienen acceso en cantidad y calidad superiores (aunque también inferiores) en la web; más ejemplo y experiencia de errores cometidos o por cometer, que gurúes infalibles.


Sospecho que las críticas estudiantiles a la aplicación de pruebas de evaluación que ellos califican como “estandarizadas” (Simce, PSU) tienen un sólido fundamento, el que, aunque todavía intuitivo, nace de su propia experiencia determinada por su desarrollo en un entorno económico, social, cultural y político caracterizado por el comienzo del fin de la estructurada era industrial y los inicios de la caótica sociedad de la información y el conocimiento.

En efecto, el educador y filósofo norteamericano del siglo XIX, William T. Harris, decía que “en la sociedad industrial moderna, de conformidad con el tiempo del ferrocarril, con el comienzo del día laboral en la fábrica y otras actividades características de la ciudad, requieren total precisión y regularidad. El alumno debe cumplir sus deberes en el tiempo fijado, debe levantarse al sonido de la campanilla, moverse en línea, retornar, en suma realizar los movimientos con igual precisión.”

Los actuales estudiantes, nativos digitales germinados en las décadas de los 80-90, han crecido y vivido en una nueva época de la historia, menos mecánica y jerárquica, más relativa y horizontal, caracterizada por el “derecho a elegir” y amplias “libertades” individuales, superadas ya las viejas limitaciones de la masiva estandarización industrial capitalista y socialista (Ford-Stajanov), tras la irrupción de la digitalización en casi todos los ámbitos de actividad humana, un avance que permitió el aumento sideral de la producción, productividad y flexibilidad en la producción de bienes y servicios.

[cita]¿Cómo pedirles adaptarse a un modelo de evaluación “industrial”, “estandarizado”? La educación del siglo XXI está comenzando a nacer. Me atrevo a aventurar que ella afectará sustantivamente las actuales formas de enseñanza y pedagogía.  Presumo que los profesores serán más guías que presentadores de materias; más maestros en las artes del buen vivir, reflexionar, analizar, sintetizar, relacionar, expresar, redactar, que transmisores de información curricular a la que los jóvenes tienen acceso en cantidad y calidad superiores (aunque también inferiores) en la web; más ejemplo y experiencia de errores cometidos o por cometer, que gurúes infalibles.[/cita]

La revolución industrial había multiplicado los bienes, aunque al modo de clones, haciendo decir a Henry Ford que “los clientes pueden pedir cualquier color para su auto, siempre que sea negro”. La extensa aplicación de las tecnologías de la información y comunicaciones (TIC’s) en la producción llevó tal automatización a niveles de excelsitud, permitiendo a las fábricas líneas de producción flexibles que, de acuerdo a programas de computación, pueden variar forma y cantidad de productos según estándares necesarios para satisfacer la diversidad de los mercados.

La nueva industria, digitalizada y flexible, permitió la unión de innovación, creatividad y productividad en dimensiones cuyo límite es sólo la imaginación. Hoy las usinas japonesas de vehículos tienen líneas de producción robotizadas en las que los autos salen de la correa de transmisión pintados de tantos colores como sean los que exige la demanda. Lo mismo ocurre en ropas, calzados, muebles, electrónicos, en producción minera, agrícola o pesquera, en el comercio, la banca o los servicios de telecomunicaciones.

Para jóvenes nacidos y criados en tal entorno de diversidad, la “uniformidad” es rara. No siguen, ni son “patrones”. Son personas. Tienen su propia discoteca de pleno gusto personal en su MP3, juegan en sus computadores o smartphones cuando quieren y con quien quieren de Chile o el mundo; eligen a quien seguir en Twitter o de quien ser amigo en Facebook; definen su stock diario de noticias mediante RSS; eligen vestimentas, “probándoselas” virtualmente; hacen tareas sin libros ni biblioteca, llegando con un click a la memoria universal; navegan a través de hipervínculos por miles de millones de páginas de la red mundial, sin prohibiciones de padres ni profesores; conocen novias vía sitios especializados y programan “citas a ciegas” y sus viajes con el GPS de su celular y mapas Google; convocan a protestas o fiestas tribales vía redes sociales; están en contacto virtual con sus cantantes preferidos y, en fin, tienen una vida individual-social, atravesada por una mayor “libertad” y “poder de selección” según propios intereses, aptitudes, vocaciones.

¿Cómo pedirles adaptarse a un modelo de evaluación “industrial”, “estandarizado”? La educación del siglo XXI está comenzando a nacer. Me atrevo a aventurar que ella afectará sustantivamente las actuales formas de enseñanza y pedagogía.  Presumo que los profesores serán más guías que presentadores de materias; más maestros en las artes del buen vivir, reflexionar, analizar, sintetizar, relacionar, expresar, redactar, que transmisores de información curricular a la que los jóvenes tienen acceso en cantidad y calidad superiores (aunque también inferiores) en la web; más ejemplo y experiencia de errores cometidos o por cometer, que gurúes infalibles.

Muy pronto, sólo de esa forma se justificará asistir a clases presenciales a colegios y universidades, corporaciones que deberían irse ajustando a los requerimientos de las nuevas generaciones: ellas aprenden jugando, experimentando, haciendo. Y no es malacrianza, sino neurociencia del siglo XXI, que nos enseña que el juego activa el interés y memoria, dándole sentido a lo practicado e incorporándolo eficazmente a nuestra conducta, es decir, educando.

Tal vez, en el siglo XXIII alguien leerá con interés un texto de algún pedagogo de comienzos del XXI que dirá: “En los inicios de la sociedad del conocimiento, de conformidad con el tiempo de los jets y naves espaciales, con el comienzo del día laboral, sea en los hogares o en cualquier parte en que se estén operando los programas educativos en los que participa, así como en otras actividades de la urbe, se requiere total creatividad, flexibilidad e impecable raciocinio lógico y matemático. El alumno debe cumplir sus deberes de acuerdo a sus intereses, vocación, aptitudes y exigencias de su entorno, estar conectado a las redes en las que participa, polemizando, creando, innovando e incrementando su información para ser permanentemente evaluado y desafiado por sus guías y pares a reorganizar sus particulares modos de relacionarla y descubrir así nuevas vías de conocimiento, en suma, realizar su vida con arreglo a la mayor conexión, plenitud y felicidad individual, grupal y social”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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