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El aborto no es nuestra utopía, nuestra utopía es la liberación de las mujeres

Ximena Valencia
Por : Ximena Valencia Abogada U. De Chile. Integrante colectivo “Club de Señoritas
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Una perspectiva de izquierda no puede obviar que se le impone a la mujer una visión moralista de cuándo comienza la vida y de enaltecimiento y supremacía de la maternidad. La prohibición legal del aborto es resultado de la imposición de una única moral que nos exige a todas aceptar la maternidad en cualquier circunstancia, para, casi con un criterio cristiano o místico, aceptarlo como un regalo. A tal punto nos imponen la discusión en sus términos que efectivamente hablan del aborto como si fuera un homicidio, cuestión técnicamente errónea.


El pasado 2 de diciembre se publicó en El Mostrador una columna titulada “El aborto como utopía política”, firmada por Rodrigo Larraín.

En dicha columna el autor realiza una serie de afirmaciones que, desde una perspectiva feminista y de izquierda –que el autor moteja de pseudoprogresismo y/o pseudoilustración– pretendo cuestionar.

El autor tilda la demanda del aborto como una demanda de burgueses individualistas. Dicha afirmación dista bastante de la realidad. En nuestro país se tiene registro del aborto desde principios del siglo pasado y, aun existiendo autorización legal explícita de realizar abortos terapéuticos, la mayoría de ellos se realizaban en los propios hogares, burgueses y proletarios, teniendo más de la mitad de aquellos un motivo social. Muchas mujeres utilizaban el aborto como un mecanismo propio de control de su propia fecundidad; muchas otras, como forma de no seguir atadas a parejas que las maltrataban cotidianamente.

En su columna el autor afirma: “Para el pueblo un embarazo y un parto son acontecimientos sociales y en que, una vez conocido el bebe, todos se regocijan y lo quieren”. Pues bien, dicha afirmación parece más ser un prejuicio y una imposición moral que una constatación de hechos. La porfiada realidad dice que en Chile, en 1960, un tercio de los embarazos terminaban en abortos, de los cuales entre el 75 y 90% eran provocados. De hecho, 57.368 mujeres eran hospitalizadas por complicaciones en abortos inducidos. Claro, en dicha época no siempre se le llamaba aborto: hacerse “remedios” era una práctica bastante utilizada, y aún muchas de nuestras abuelas pueden dar fe de cómo operaba la solidaridad y cooperación con vecinas que se encontraban en esa situación.

[cita]Una perspectiva de izquierda no puede obviar que se le impone a la mujer una visión moralista de cuándo comienza la vida y de enaltecimiento y supremacía de la maternidad. La prohibición legal del aborto es resultado de la imposición de una única moral que nos exige a todas aceptar la maternidad en cualquier circunstancia, para, casi con un criterio cristiano o místico, aceptarlo como un regalo. A tal punto nos imponen la discusión en sus términos que efectivamente hablan del aborto como si fuera un homicidio, cuestión técnicamente errónea.[/cita]

Siendo así, y tal como reflejan una serie de estudios, precisamente por la masividad de la realización del aborto “casero” en nuestro país y de las complicaciones de salud que muchos de estos producían, en la década del 60 se instauraron programas de gobierno tendientes a la prevención del embarazo, la promoción de los usos de anticonceptivos y educación sexual. En dictadura se terminaron los programas de educación sexual.

Las situaciones que se generan con motivo de un aborto prohibido a todo evento son sumamente duras, principalmente para las mujeres de estratos socioeconómicos más bajos. Atendido el carácter clandestino del aborto (producto principalmente de su ilegalidad) es altamente difícil tener datos concretos de cuántos abortos ocurren al año: algunos señalan 100.000, otros 150.000, otros 70.000. Justamente la mayoría de los datos con los que se cuenta son precisamente aquellos de las mujeres más pobres que concurren con graves complicaciones a los hospitales, las que muchas veces son maltratadas por haber intentado abortar y no saben si es que serán denunciadas por los médicos o matronas, arriesgando un juicio penal. Como se  expone detalladamente en el artículo de Lidia Casas y Lieta Vivaldi, junto a otras cooperadoras, en el último anuario de Derechos Humanos de la Universidad Diego Portales, dichas situaciones no pueden sino implicar una violación a los derechos humanos de las mujeres.

Una perspectiva de izquierda no puede obviar que se le impone a la mujer una visión moralista de cuándo comienza la vida y de enaltecimiento y supremacía de la maternidad. La prohibición legal del aborto es resultado de la imposición de una única moral que nos exige a todas aceptar la maternidad en cualquier circunstancia, para, casi con un criterio cristiano o místico, aceptarlo como un regalo. A tal punto nos imponen la discusión en sus términos que efectivamente hablan del aborto como si fuera un homicidio, cuestión técnicamente errónea.

Sin embargo, y más allá de estos criterios morales impuestos, la realización del aborto es una realidad y negarlo es intentar tapar el sol con un dedo. Y esta realidad no nos afecta a todas las mujeres por igual. Las mujeres de estratos socioeconómicos más altos tienen acceso a métodos de aborto más seguros; pueden realizarlo fuera del país o en clínicas; el amigo de la familia que es médico puede conseguirle misoprostol o al menos indicarle la dosis adecuada según la etapa de gestación en la que se encuentra. Las mujeres más pobres tienen menos acceso a métodos de abortos seguros y arriesgan con ellos la vida o su libertad. Los estudios reflejan que cuando las mujeres ricas entran a una clínica para hacerse un aborto, la mayoría de las veces salen con un certificado de “extracción de apéndice”, mientras que las mujeres pobres pueden morir e ir presas en el intento.

El aborto está lejos de ser “la última ocurrencia” de las feministas; no es una demanda que hayamos creado en el camino a “la satisfacción y autorrealización”, menos aún es un facilitador para alcanzar esa supuesta “felicidad cada vez más deseada, pero, al mismo tiempo, elusiva e inalcanzable”, propia del capitalismo emocional al que se refiere el autor. Quiero ser clara, nosotras entendemos que el aborto es un drama, que lo deseable es que ninguna mujer deba verse en la situación de abortar. Sin embargo, creo que no se puede menospreciar el criterio y los motivos que llevan a una mujer a abortar; las mujeres no somos ni estúpidas ni frívolas como para someternos a un aborto, con las complejidades que eso implica, “porque sí”.

Negar el sesgo de clase que se puede observar en la realización del aborto es un lujo que no podemos darnos quienes nos consideramos de izquierda. Una perspectiva de izquierda debe también pasar necesariamente por la liberación de las mujeres, el fin de la muerte y criminalización de las mujeres pobres. Siendo así, no tenemos problemas en exigir que efectivamente sea el Estado el que asegure la realización de un aborto despenalizado y, obvio –esta vez sin mofa–, de calidad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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