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Los ecos portalianos de la Nueva Mayoría Opinión

Los ecos portalianos de la Nueva Mayoría

Mauro Salazar Jaque
Por : Mauro Salazar Jaque Director ejecutivo Observatorio de Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS). Doctorado en Comunicación Universidad de la Frontera-Universidad Austral.
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En el Chile Actual, los “devaneos” constituyentes de la Nueva Mayoría, a pesar de la convicción probadamente reformista del mundo comunista, se verán obstruidos por un conservadurismo censor –Walker, Burgos, Cortázar y otras dinastías identificadas con esa “cultura Expansiva” que pesa sobre los hombros de la Concertación– típico de una democracia de origen censitario.


En una célebre obra titulada El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852), una joya literaria del materialismo cultural, nos encontramos con una afirmación memorable: “La historia se repite dos veces, la primera como tragedia y la segunda como farsa”. Creo que, por estos días, es posible ensayar una analogía que analice nuestro paisaje a la luz de esta metáfora política. Tras la consolidación de una modernización post-estatal (1973-1989), la Concertación comprende la materialización de la sociedad de consumo. De un lado, la liberalización de los estilos de vida a través de un “hedonismo estetizante” hizo del consumo una experiencia cultural; de otro, tenemos el largo bostezo de los años 90 traducido en una crisis de la acción colectiva, una sobredosis de estabilidad institucional y el “entumecimiento” de los movimientos sociales. Para efectos de la metodología de la privatización que ha tenido lugar en los últimos dos decenios, podemos afirmar que la extensión social de la plusvalía es la vida puesta a trabajar.

En el Chile Actual, los “devaneos” constituyentes de la Nueva Mayoría, a pesar de la convicción probadamente reformista del mundo comunista, se verán  obstruidos por un conservadurismo censor –Walker, Burgos, Cortázar y otras dinastías identificadas con esa “cultura Expansiva” que pesa sobre los hombros de la Concertación–, típico de una democracia de origen censitario. Cabe agregar que la máxima infranqueable de la gobernabilidad se asemeja a una farsa (del latín farcire, rellenar), en cuanto prima el polo institucional para integrar la demanda tratando de aplacar el polo deliberativo.

Ello también alude a una combinación entre neoliberalismo avanzado y políticas remediales. Neoliberalismo corregido bajo el rasero de una  gobernabilidad que trasciende una comprensión factual del orden y se comporta como ideología. Nuestra farsa también se relaciona con todas aquellas prescripciones sociológicas que implica el sistema binominal y que aún no han sido debidamente explicitadas –más allá del cerrojo jurídico-institucional que este comprende–. Me refiero a sus dimensiones societarias, a saber, la binominalización de nuestro tejido social, su ramificación subcutánea, se expresa en el lenguaje de los estudiantes bajo el significante “duopolio”, que opera como síntoma hacia todo el sistema de representaciones. Una sociedad con una vertebración binominal coadyuvó en la producción de consensos, como también en la derechización de la socialdemocracia chilena. Los gravámenes son múltiples y pueden estar referidos a esa alusión que Bernardo Subercaseux hizo en los años 90 en torno a una ausencia de densidad cultural.

[cita]No vaya a suceder que, merced a los censores conservadores del conglomerado, la Nueva Mayoría no materialice el programa empeñado y ello abra paso a una “crisis de expectativas” que culmine en una proliferación de antagonismos que no puedan migrar hacia la institucionalización. Tal riesgo sería de un costo insospechado como extensión de la protesta social, acumulación de demandas insatisfechas y un recrudecimiento de los movimientos sociales. Es también un campo fértil para potenciales soluciones autoritarias.[/cita]

Este dista de ser un mecanismo judicativo, por cuanto la coacción hacia el establecimiento de consensos parlamentarios por los quórum calificados, es sólo una parte de un problema mayor. Ello obliga a la clase política a migrar hacia a los acuerdos; a veces con una inusitada consciencia de orden en la militancia socialista. Aquí los actores no pueden cultivar una actitud unilateral basada –reactivamente– en decretos simples o cuatro séptimos. El binominal es una praxiología que condiciona la homogeneidad cultural y establece una sociabilidad elitaria que impide la proliferación de otros modelos de sociedad.

Ahora bien, a propósito de los desafíos de la Nueva Mayoría, qué nos muestra una mínima evidencia empírica. Como bien sabemos, el ingreso nacional se encuentra monopolizado en menos de 4 mil  familias, para no repetir fastidiosamente “en pocas manos”, y ello representa un déficit insoslayable que el materialismo histórico supo presagiar hace más de un siglo. Pero como es vox populi, la peculiaridad del llamado “milagro chileno” consiste en que el proyecto neoliberal se materializó en todas sus dimensiones desde 1990. El año 2007 Ottone deslizaba un comentario socarrón, si bien el modelo chileno en ese entonces reflejaba una fuerte disminución de la pobreza estructural en casi dos tercios respecto a la nefasta herencia del pinochetismo (40% de la población en la línea de pobreza en 1988), también dejaba en evidencia un aumento exponencial de la desigualdad –una brecha obscena entre el 5% más rico y el 5% más pobre de la población–.

Al parecer, de no haber mediado la inflexión del año 2011, nos encaminábamos a la perversión de una sociedad sin pobreza estructural, pero intrínsecamente desigual. De otro modo, a mediados de la década pasada se instaló la mordaz pregunta acerca de si era más deseable una “sociedad sin pobres” respecto a una “sociedad desigual” (Vergara  & Ottone, 2007).

Por de pronto, recordemos el quid del problema: el 30% del PIB es absorbido por el capital transnacional; el 2% de la población –traducido en menos de 4 mil familias– absorbe el 30 % del ingreso nacional. Mientras el campo de la Pyme aporta con el 80% de la colocación en mano de obra, el gran empresariado sólo lo hace en el orden del 10%. El 60% de la población chilena tiene un ingreso mensual igual o inferior a $ 400.000. Un estudio institucional del año 2003, de autoría de Rodríguez Grossi, ex Ministro de Ricardo Lagos, postulaba que 4 de cada 10 pymes (emprendedores) tenía una vida financiera que se agotaba –por distintos factores– a los 18 meses.

Restaría hacer un análisis más balanceado de la repartición de un punto de crecimiento de empleabilidad, para arribar a conclusiones demoledoras en materias de redistribución asimétrica del producto social. Según algunos análisis, la fase de arranque del crecimiento por puntos tiende a abultar la desigualdad, pero en un momento ello debería menguar y establecer más equidad, sin embargo, eso supone inversión de capital y mejoramiento de la competencia, cuestiones que en el modelo chileno no se han materializado (Landerretche, 2011).

En materias de estratificación social habría muchas cosas que agregar. La llamada movilidad social, la brecha que un sujeto recorre entre su grupo de origen y su destino laboral, traduce a su manera la factualidad antes mencionada. En más de un informe CEPAL se subraya cómo la falta de cobertura incide en una movilidad intra-estamental de los grupos medios (Vicente Espinoza, 2011). La movilidad observada es de corto alcance dada la creciente desregulación del aparato productivo (tercerización, flexibilización), cuestión que se expresaría en una “inconsistencia posicional” vinculada a “focos de empleabilidad”; especialmente para quienes pululan en una especie de desplazamiento horizontal al medio de la pirámide social. Definir normativamente las formas de acción de estos grupos es un desafío mayor por la impredecible zona gris (desregulación del mercado laboral).

Más allá de nuestro sombrío diagnóstico, un problema adicional se relaciona con las tecnologías culturales implementadas bajo los años 90. Una dimensión consiste en las desregulaciones inyectadas en tiempos de Dictadura, otra fue aportar un “mecanismo sensitivo” a la sociedad de consumo –un  reparto de lo sensible, como diría Ranciére–. No se trata de buenas o malas intenciones. Marx nos enseñó que su malestar con la burguesía era “…en tanto personificación de categorías económicas”. La liberalización promovida por nuestra clase política  estimuló una lamentable “cultura aspiracional” que agravó la producción de grupos medios, de filiaciones térmicas y malestares difusos. No debemos perder de vista que la adopción de una razón privada por parte de un segmento de la ex Concertación representa una sociabilidad que cultivó durante dos decenios un modelo de tercerización. Un proceso de guetización que se expresó en afiliaciones clasistas, en rituales progresistas de la dominante neoliberal. La elitización de la política tuvo su correlato en un ethos privatizador, a saber, cargos directivos, asesorías al mundo privado y paneles de expertos, que dan cuenta de un “hedonismo estetizante” que terminó por desmantelar las formas del progreso colectivo –ahora privatizado en la metáfora del emprendedor–. No debemos olvidar que el conglomerado del arcoiris supo hacer eficiente la privatización de los servicios públicos en todas sus dimensiones: salud, educación, sistema previsional, mundo del trabajo, privatización de la esfera pública en un marketing urbano, etc.

A comienzos de los años 90 debíamos hacer frente a la “cultura del miedo”, como una tesis sacrosanta naturalizada en una máxima de los consensos –a riesgo de reversión autoritaria–. En aquel tiempo el argumento de la “estabilidad institucional” se imponía por lejos ante cualquier discurso antagónico al camino elegido. Según el discurso de los acuerdos, toda alternativa al realismo de los años 90 (la década del largo bostezo…) suponía un conocimiento inmaduro de la incidencia fáctica de los militares… el ejercicio de enlace, los pinocheques, eran la prueba más fehaciente. De última, se invocaba toda la relojería constitucional legada por el pinochetismo para justificar los límites fácticos de la transición chilena. Así la coalición nos hizo parte de su concertar, de su obsecuencia y puso en práctica el momento maquiavélico de la política; el retorno de Augusto Pinochet y la invocación de las razones de Estado nos legaron para siempre esa sobredosis de realismo. Este fue el corolario de la racionalidad política impuesta en los años 90.

Helo aquí el bullado “milagro chileno”. Ahora desretorizado, puesto en crudo, sin maquillaje. Nótese que basta mirar algunos indicadores cepalinos para llegar a un panorama similar. Ni siquiera estamos apelando a los concienzudos análisis de Hugo Fazio o Manuel Riesco. Basta con otear algún informe semestral de CEPAL –un bien público de la región– que ha caracterizado a la experiencia chilena como un caso de neoliberalismo avanzado.

Por fin, si nos servimos del ejercicio comprensivo que nos legó Max Weber para las ciencias sociales y admitiéramos –pese a nuestras diferencias insalvables– que la ex Concertación tuvo que lidiar por la fuerza de los hechos con los temibles “enclaves autoritarios” (Garretón, 1995), a la manera de una jaula de hierro –que nos arrastró a todos hacia un fatídico realismo–, aún así, debemos establecer dos diferencias radicales con la ideología del progresismo. Una primera objeción de corte crítico-testimonial (orientada al alcance de la autocrítica real) y una segunda referida al horizonte de la política de izquierdas que se reabrió en el marco de los 40 años de la Unidad Popular. De un lado, queda pendiente la necesidad de “explicitar” los compromisos materiales y parentales de esta coalición con la gestión privada durante dos decenios –de los cuales se beneficiaron directamente como actores relevantes en distintos directorios del mundo privado–.

De otro lado, y  a propósito del rasero de la gobernabilidad, nos interesa recordar a su elite que el testamento de Allende suscrito el 11 de septiembre se ubica en otro pedestal político. A no olvidar, Allende casi al finalizar su discurso en la Naciones Unidades (1972), denunciaba con agudeza la emergencia de bloques transnacionales que asediaban las agendas estatales. Allí se impugnaba la primera etapa de la globalización –misma que se empezó a implementar desde 1990–. Lo mismo que el padre de la izquierda chilena cuestionaba ante los líderes del mundo, sus hijos y nietos –a contrapelo de lo esperado– lo profundizaron en una modernización individualista. No vaya a suceder que, merced a los censores conservadores del conglomerado, la Nueva Mayoría no materialice el programa empeñado y ello abra paso a una “crisis de expectativas” que culmine en una proliferación de antagonismos que no puedan migrar hacia la institucionalización.

Tal riesgo sería de un costo insospechado como extensión de la protesta social, acumulación de demandas insatisfechas y un recrudecimiento de los movimientos sociales. Es también un campo fértil para potenciales soluciones autoritarias. Si bien no podemos desconocer el “potencial democrático” de la reforma, especialmente en el caso del PC chileno, todo indica que –en el mejor de los casos– nos movemos hacia una democracia de baja intensidad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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