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Falta transparencia Opinión

Falta transparencia

Silvia Peña Wasaff
Por : Silvia Peña Wasaff Abogada de la U. de Chile y doctora en Derecho (U. de Tübingen, Alemania).
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En una sociedad como la nuestra, regida por el principio del “emprendimiento”, que en buen romance significa que cada cual tiene que arreglárselas como pueda, ya que el Estado subsidiario del actual modelo dejó de cumplir importantes funciones que tradicionalmente había tenido, abriendo con ello enormes “oportunidades de negocio” a la iniciativa privada en materias tan fundamentales, es comprensible que una de las mayores preocupaciones de la gente sea conservar la salud.


Si alguien piensa que temas como una nueva Constitución o la reforma del sistema electoral acaparan el interés del ciudadano común, me temo que se equivoca, porque, sin negar su incidencia sobre nuestra vida, se trata de una relación bastante indirecta, sustentada en la idea de la democracia representativa, hoy tan cuestionada. Lo mismo ocurre con lo que se ha dado en llamar “temas valóricos” –denominación absurda, tanto porque la palabra valórico no existe, como también porque la referencia a valores no es privativa de ellos–, que aluden a cuestiones atingentes a la moral sexual (contracepción, aborto, matrimonio homosexual) o a la disponibilidad de la vida, las que, si bien interesan a determinados sectores de la sociedad, no calan hondo en el grueso de la población, cuya principal preocupación son los problemas del diario vivir.

En una sociedad como la nuestra, regida por el principio del “emprendimiento”, que en buen romance significa que cada cual tiene que arreglárselas como pueda, ya que el Estado subsidiario del actual modelo dejó de cumplir importantes funciones que tradicionalmente había tenido, abriendo con ello enormes “oportunidades de negocio” a la iniciativa privada en materias tan fundamentales como la educación, la salud, la previsión social, etc., es comprensible que una de las mayores preocupaciones de la gente sea conservar la salud, ya que en la inmensa mayoría de los casos, la propia fuerza de trabajo es el único capital con que cuenta, máxime cuando, si se enferma, el acceso oportuno a los tratamientos necesarios para recuperar la salud –en los casos en que ello sea posible– es privilegio de sólo unos pocos.

De ahí la importancia decisiva de la prevención, idea que en la mentalidad nacional no goza de gran predicamento. Esto es así en todo orden de cosas, pero es particularmente grave en lo que concierne a la salud de la población. Cierto es que las enfermedades infecciosas ya no constituyen un problema de salud pública en Chile, gracias a programas de vacunación, mayor acceso al agua potable y, en general, mejores condiciones de higiene. Pero este avance tiene como contrapartida un aumento significativo de las enfermedades crónicas y degenerativas: según datos estadísticos del Ministerio de Salud, las principales causas de muerte en Chile en los últimos cincuenta años son las enfermedades cardiovasculares, seguidas de distintos tipos de cáncer. En el mismo lapso, estos últimos aumentaron del 8,4% al 25,6%, lo que representa un incremento de más del triple, mientras que las enfermedades endocrinas, nutricionales y metabólicas (entre ellas, la diabetes, que en los últimos años se ha convertido en una de las principales causas de muerte), aumentaron de 0,7% a 4,7%, o sea, prácticamente siete veces. Y otro tanto puede decirse del mal de Alzheimer.

[cita]En Chile, que aspira a ser un país desarrollado, existe, sin embargo, la absurda creencia de que las cuestiones medioambientales son un obstáculo para el desarrollo, entendido éste en términos exclusivamente económicos, de los cuales el principal indicador es el ingreso per cápita, que en un país con una desigualdad social abismante como el nuestro significa que el 1% de la población tiene ganancias tan exorbitantes que, aun promediadas con el 99% restante, permiten exhibir un ingreso per cápita relativamente alto. [/cita]

Entre las razones que explican esta situación está, sin duda, el estilo de vida elegido: la dieta, la vida sedentaria, el consumo de alcohol o el hábito de fumar, pero también causas involuntarias, que nos afectan a todos, como la grave contaminación ambiental por metales pesados, hidrocarburos, pesticidas, fármacos de uso veterinario, etc., presentes no sólo en el aire que respiramos, sino principalmente en el agua y los alimentos que ingerimos a diario, los cuales dañan nuestro organismo inexorablemente de múltiples formas: aumento significativo de las alergias, trastornos del sistema endocrino y reproductivo (obesidad, diabetes, esterilidad, malformaciones congénitas), alteraciones del sistema inmunológico, enfermedades neurodegenerativas tales como el mal de Parkinson y el de Alzheimer, diferentes tipos de cáncer, entre muchas otras, anticipando con ello nuestra muerte –precedida en muchos casos de grandes sufrimientos–, y condicionando la vida de las personas afectadas (por ejemplo, en cuanto a su capacidad intelectual), en algunos casos incluso desde antes de su concepción (efectos transgeneracionales).

Existe, en efecto, suficiente evidencia científica de los graves efectos sobre la salud humana de ciertos compuestos orgánicos utilizados por la industria y la agricultura desde hace más de medio siglo, que tienen la particularidad de ser altamente persistentes, es decir, que se mantienen prácticamente inalterables a lo largo del tiempo, ya que su degradación es muy lenta, con lo cual sus efectos perduran durante décadas. Pero no sólo eso, sino que además se acumulan en los tejidos grasos a lo largo de toda la cadena alimentaria, aumentando exponencialmente su concentración al pasar de una especie a otra, de manera que el último comensal –que generalmente es el hombre– recibe la mayor carga tóxica. De manera muy gráfica explica este fenómeno el toxicólogo inglés Norman Aldridge con el ejemplo de un bifenil policlorado o PCB (compuesto clorado omnipresente en el ambiente desde la década del 30), cuya concentración en la superficie del mar es de 0,3 nanogramos por litro, la que aumenta sucesivamente desde el plancton, pasando por varias especies intermedias, hasta el delfín, en el cual alcanza 3.700 microgramos por kilo, lo que representa una biomagnificación ¡de más de diez millones de veces! Algo similar ocurre con los metales pesados.

El mundo desarrollado ha tomado conciencia de este problema, regulando de manera cada vez más estricta o prohibiendo derechamente el uso de sustancias que puedan tener efectos adversos sobre la salud humana, regulaciones que carecerían de toda eficacia si no fueran objeto de una permanente fiscalización. Para ello se ha creado una serie de organismos gubernamentales e internacionales con la finalidad exclusiva de velar por estas cuestiones tan sensibles para el destino de la humanidad, cuestiones vitales, en el sentido literal de la palabra.

En Chile, que aspira a ser un país desarrollado, existe, sin embargo, la absurda creencia de que las cuestiones medioambientales son un obstáculo para el desarrollo, entendido éste en términos exclusivamente económicos, de los cuales el principal indicador es el ingreso per cápita, que en un país con una desigualdad social abismante como el nuestro significa que el 1% de la población tiene ganancias tan exorbitantes que, aun promediadas con el 99% restante, permiten exhibir un ingreso per cápita relativamente alto. Según datos de la Fundación Sol, dicho 1% gana 260 veces más que el 10% más pobre, lo que no sólo es éticamente inaceptable, sino que evidencia una sociedad con graves problemas estructurales.

Con tal enfoque no es de extrañar que la regulación y fiscalización de los contaminantes presentes en el agua y los alimentos (a través de los cuales ingresa a nuestro organismo la mayoría de las sustancias tóxicas) privilegie los intereses económicos por sobre la protección de la vida y la salud de las personas. Así, en el caso del agua –cuyo suministro está a cargo de empresas privadas–, si bien existen normas oficiales (en cuya elaboración participan las propias empresas interesadas, lo que explica que se trate de normas poco exigentes), su “fiscalización” se efectúa mediante autorregulación, sistema poco transparente y, por lo mismo, poco confiable: los análisis de la calidad del agua son realizados por laboratorios privados para esas mismas empresas, de modo que los resultados son propiedad de éstas, sin que sea posible conocerlos en detalle, puesto que dichas empresas no están sujetas a la Ley de transparencia, a pesar de tratarse de una materia de indudable interés público. Y, en algunos casos, los análisis ni siquiera se realizan (fuente: Superintendencia de servicios sanitarios).

En relación con los alimentos, el actual sistema de fiscalización se inició en los años 80 para satisfacer principalmente las exigencias de los mercados externos, puesto que los organismos encargados de llevarla a cabo, el Servicio agrícola y ganadero (SAG) y el Servicio nacional de pesca –que en conjunto cubren todos los alimentos de origen vegetal y animal– sólo tienen competencia respecto a los productos de exportación, no obstante que el SAG es la autoridad administrativa en todo lo relacionado con los plaguicidas.

Recién en los años 90 comienza a haber una mayor regulación respecto a los alimentos para consumo interno, particularmente a través de la dictación del Reglamento Sanitario de los Alimentos (complementado por resoluciones del Ministerio de Salud que limitan los residuos permitidos de pesticidas y fármacos de uso veterinario) y la adopción de las directrices del Codex Alimentarius sobre seguridad alimentaria, cuya fiscalización se encomienda al Ministerio de Salud. En el año 2005 se crea la Agencia chilena para la inocuidad alimentaria (ACHIPIA), señalándose como su objetivo prioritario la protección de la salud de las personas y de los derechos de los consumidores, y secundariamente la competitividad de Chile como país exportador. Tal orden de prioridades fue reiterado y reforzado el año 2009 en el documento “Política nacional de inocuidad de alimentos”.

Sin embargo, a partir del 2010 se produjo un notorio cambio de orientación, puesto que la seguridad de los alimentos para consumo interno vuelve a quedar relegada a un segundo plano, lo que institucionalmente se traduce en el protagonismo asignado al Ministerio de Agricultura tanto en el Comité nacional del Codex Alimentarius como en la ACHIPIA. Asimismo, se observa una clara estrategia de ocultar la información relativa a estas cuestiones, a la que hasta el año 2009 se accedía fácilmente a través de las páginas web de los respectivos servicios públicos, pero que ahora, aun invocando la Ley de transparencia, no es posible obtener, dada la pertinaz reticencia de tales servicios a entregarla. Lo que es dable atribuir a que, bajo la actual administración, los análisis que anualmente venían realizándose, con información detallada sobre las sustancias analizadas y los resultados obtenidos, cotejados con la normativa nacional, norteamericana y europea, ya no se efectúan con el mismo rigor ni periodicidad, o simplemente no se realizan. Lo que revela que la protección de la salud y la vida de los chilenos no están entre sus prioridades.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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