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Patrimonio cultural

Pablo Ortúzar
Por : Pablo Ortúzar Instituto de Estudios de la Sociedad
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Cuando en Chile se habla en el debate público sobre “cultura”, normalmente se habla del “mundo de la cultura y las artes”, que en la jerga concertacionista instalada por sus 20 años de gobiernos sucesivos designa a ciertos creadores profesionales que reciben fondos de los contribuyentes concursables o permanentes y a un conjunto de instituciones estatales relacionadas a la creación artística y a la preservación del patrimonio cultural de la nación.


Una de las deudas que siempre se le achaca a la centroderecha de nuestro país es con la cultura: este sector es pintado por sus adversarios, a veces con razón, como ignorante respecto a ella, frívolo, banal y centrado sólo en el dinero. Además, se le vincula con el llamado “apagón cultural” del régimen militar. Así, es muy difícil para muchos aceptar que surja un diagnóstico respecto al estado de la cultura en nuestro país desde ese mundo. Es más difícil todavía aceptar que no sea un diagnóstico zalamero y cabizbajo, como pidiendo disculpas por existir, sino uno que considere que la cultura en nuestro país se encuentra en una situación complicada, explique las razones de este juicio y ofrezca una perspectiva y propuestas para actuar en consecuencia. Y, sin embargo, ese diagnóstico, esa perspectiva y esas propuestas hoy existen, fueron desarrolladas por la comisión programática de cultura de la candidata Evelyn Matthei y en este artículo quiero invitarlos a conocerlas.

Cuando en Chile se habla en el debate público sobre “cultura”, normalmente se habla del “mundo de la cultura y las artes”, que en la jerga concertacionista instalada por sus 20 años de gobiernos sucesivos designa a ciertos creadores profesionales que reciben fondos concursables o permanentes de los contribuyentes  y a un conjunto de instituciones estatales relacionadas a la creación artística y a la preservación del patrimonio cultural de la nación.

Junto a lo anterior, por cierto, suelen mencionarse ciertas actividades masivas que involucran batucadas, zancos y música en vivo. O bien espectáculos más excepcionales, como la “Pequeña Gigante”. Estas son nombradas en la jerga burocrática como “fiestas de la cultura”, para distinguirlas del “mundo de la cultura”.

El actual gobierno no modificó esta lógica sustancialmente, sino que la optimizó, transparentando la entrega de fondos, haciéndolos más accesibles, generando una mejor infraestructura cultural y haciendo más eficiente su gestión.

Así, la discusión sobre el estado de la cultura en Chile suele terminar versando sobre los montos de los fondos de los contribuyentes que se destinan a los creadores y a las instituciones y el formato de dichas entregas (todos quieren más fondos y que estos sean permanentes). Y si algo distinto asoma, suele ser poco más que una campaña de lobby disfrazada como gran cruzada cultural, como la levantada por algunos editores respecto al IVA al libro, que ya revisamos en una entrega anterior.

Las dinámicas del debate cultural en Chile, dado este esquema, se han reducido a un guion predecible, complaciente y soporífero: alguien cuestiona la precariedad de los fondos destinados a su área de interés y otro defiende el estado actual de la institucionalidad cultural aduciendo que “se ha avanzado mucho” y que “en la dictadura no había nada”. Luego el segundo afirma que “queda mucho por avanzar” y promete más fondos, ojalá permanentes. Finalmente, hay discursillos protocolares de ambas partes respecto a que la cultura no debe “mercantilizarse”, entendiéndose por aquello que hay que poner más plata y no mirar atrás. Los artistas más cercanos al poder burocrático –que suelen ser los más beneficiados económicamente también– asienten complacidos y luego se toman fotos con el candidato de la Concertación. El resto mira con escepticismo estas promesas, pero se sabe, en buena medida, “cautivo de segunda vuelta”.

[cita]Cuando en Chile se habla en el debate público sobre “cultura”, normalmente se habla del “mundo de la cultura y las artes”, que en la jerga concertacionista instalada por sus 20 años de gobiernos sucesivos designa a ciertos creadores profesionales que reciben fondos concursables o permanentes de los contribuyentes y a un conjunto de instituciones estatales relacionadas a la creación artística y a la preservación del patrimonio cultural de la nación.[/cita]

En suma, se configura un mundo de la creación cada vez más cerrado sobre sí mismo, que depende de fondos fiscales y que está casi completamente divorciado de las audiencias, a las cuales el Estado les ofrece, por otro lado, espectáculos masivos. El gobierno, en tanto, domestica a los creadores mediante fondos, clientelizándolos, y sus operadores siempre prometen “un poco más” cada año

¿Importa esto a alguien aparte de los directamente interesados? La respuesta es un no cada vez más grande. La pregunta por la cultura en Chile está atrapada en una espiral de irrelevancia. Y, en la medida en que esa irrelevancia avanza, quienes se dedican a la creación quedan más a merced de los intereses del poder. Después de todo, ¿a quién pueden apelar si no? ¿A las audiencias que casi no existen? Y para congraciarse con el poder, lo que hay que hacer es generar productos en su línea y divagar siempre sobre los mismos temas: por eso llevamos 20 años de creaciones dedicadas a la dictadura y a la diversidad, en línea con los discursos legitimatorios de la Concertación. El arte se ha vuelto políticamente correcto hasta lo insufrible. En vez de desafiarnos a subvertir el modo en que vemos el mundo, nos ofrece una rebeldía cada vez más impostada y predecible.

¿Cómo salir de esta situación? Ante todo es importante romper con el concepto de cultura que se ha manejado hasta ahora. Muchos creadores se están dando cuenta de que no hay mucho futuro para ellos sin audiencias. Que no pueden vivir dependiendo del respirador artificial del Estado. Y que la excusa de considerar “mercantilizante” orientarse al público chileno los ha ido hundiendo en una autocomplacencia que es pan para hoy y hambre para mañana. Necesitamos, entonces, ampliar el concepto de cultura, y, desde ahí, comenzar a pensar qué hacer. Y, para lograr esto, debemos volver a preguntarnos: ¿qué es la cultura?

Observada desde afuera, “cultura” es cualquier vínculo ideal o material que el ser humano establece con el mundo que lo rodea, incluyendo a otros. Una cultura, en tanto, es la sedimentación de determinadas formas de estos vínculos, ocurridas en el seno de algún conjunto humano. La cultura, finalmente, es el modo en que se suele designar determinadas formas de relación particularmente sublimes, complejas y gratuitas.

Desde su interior, toda cultura opera sobre la base de valores que clasifican y jerarquizan los modos de conducta –los vínculos– y a través de instituciones que buscan plasmar y mantener esas jerarquías y clasificaciones vigentes en el mundo. Es decir, ser parte de una cultura es compartir ciertamente un “modo de relacionarse con el mundo” (un modo de vida), lo que no significa una especie de unanimidad ideológica o algo así, sino una cierta concepción de mundo compartida, desde la cual se elaboran, por supuesto, infinidad de variaciones producto de distintos énfasis y compromisos.

Como es evidente, la cultura es una herencia: aprendemos de otros a vivir y, además, heredamos instituciones y costumbres que son producto de una larga historia y que han ido acumulándose como respuesta a los desafíos y problemas que todos nuestros antepasados enfrentaron en el mundo. Cuando hablamos de patrimonio, deberíamos estar pensando en eso y no sólo en “cosas viejas”. Esas instituciones y costumbres, a su vez, son sometidas a un juicio reflexivo a lo largo de nuestras vidas. Y, por esa vía, acrecentamos el patrimonio cultural que heredamos a las generaciones siguientes.

Si asumimos esta mirada amplia respecto a lo que la cultura es, nos damos cuenta rápidamente de que se trata primordialmente de vínculos que reducen la complejidad del mundo y nos permiten vivir vidas más plenas, con más sentido. Y tal perspectiva nos lleva a preguntarnos por las capacidades que todo ser humano debe desarrollar para poder aprovechar el patrimonio cultural heredado por las generaciones anteriores y generar y procesar sentido con mayor facilidad.

Cuando nos adentramos en los datos relativos a esto en Chile, lo que muestran, lamentablemente,  es poco alentador: entre un 80 y un 84% de los chilenos no comprende bien lo que lee; un 44% es analfabeto funcional y las cifras en el uso de aritmética básica son tan malas o peores. Esto lo explicamos en profundidad en una columna anterior de esta serie: “El complejo déficit cognitivo de Chile”. Estas barreras cognitivas son limitantes clave al momento de generar audiencias de calidad para creaciones culturales y, tal como se ha preocupado de mostrar con elocuencia el Think Tank Horizontal, se juegan, en buena medida, en los primeros años de vida.

La conclusión a la que esto nos conduce es que si el “derecho a la cultura” significa algo, ese algo es antes que todo el derecho a recibir los estímulos cognitivos adecuados. No el derecho a batucadas y muñecas gigantes. Si queremos un país con una escena cultural diversa, sustentable y autónoma, no hay atajos: necesitamos que las capacidades que permiten disfrutar en plenitud de los bienes culturales sean estimuladas y desarrolladas desde la más temprana edad. El disfrute y la creación artística deben ser parte de la vida cotidiana en nuestro país para que los creadores no se vean obligados a generar creaciones de baja calidad para ganar dinero o a tener que depender del Estado, sus criterios de asignación y las luchas cortesanas de captura de recursos.

Junto a ello, por supuesto, se requiere de instituciones dedicadas a la preservación de los bienes más valiosos y delicados de nuestro patrimonio cultural. Esto no está en cuestión. Sin embargo, estas instituciones adquirirán la relevancia que merecen sólo cuando el acceso al patrimonio que preservan no sea dificultado por los males que hoy sufre el acceso a la cultura en Chile.

Para avanzar en este sentido, lo primero es modificar la lógica operativa de las instituciones y considerar como un agente relevante de cambio a la sociedad civil, ya que es imposible que el Estado o el mercado, por sí solos, puedan generar las transformaciones necesarias. El problema es que cuando observamos la forma de operar de nuestras instituciones, Chile aparece como un país centralista, poco participativo y con una sociedad civil invisibilizada por las discusiones públicas, que suelen girar en el eje Estado/mercado. Además, se constata un debilitamiento de las instituciones de soporte fundamentales para los miembros de la sociedad, como la familia, que es un agente clave en la socialización y habilitación cognitiva y afectiva de los niños.

En esta línea, resulta también importante el poco sentido de responsabilidad social que se percibe en industrias como la televisión, que tiene un rol clave en la difusión cultural y que hoy presenta estándares de calidad muy bajos, tal como explicamos en una columna pasada. Este bajo sentido de responsabilidad se asienta, a su vez, en una concepción de la sociedad que piensa que no existe nada entre el individuo y el Estado.

Impulsar una política cultural que combine medidas de corto plazo relativas a la creación, como las que ya existen, con una visión de largo plazo que invierta principalmente en la habilitación cognitiva de todos los chilenos y en la generación de audiencias, y que haga esto desde una lógica institucional colaborativa, donde el Estado asuma un rol principalmente mediador, es el desafío que asumen las políticas propuestas por el equipo cultural de Matthei para estas elecciones presidenciales.

Esta visión, por lo demás, tiene un profundo sentido democrático y republicano, pues retoma una agenda de ilustración y de promoción cultural que hunde sus raíces en las mejores tradiciones de la izquierda y la derecha del país, sin confundirse en excusas fáciles como considerar “elitista” la difusión de las capacidades que permiten a las personas llevar vidas más plenas y sin caer tampoco en paternalismos que atenten contra la autonomía de los ciudadanos. Es, en suma, un esfuerzo por entender el desarrollo no sólo como crecimiento del Producto Interno Bruto, sino como un progreso en la calidad de nuestra forma de relacionarnos con el mundo y con otros seres humanos.

Así, se nos abren dos caminos por delante en el ámbito de la cultura: o mantenemos nuestra limitada comprensión de ella y seguimos inyectando recursos en una lógica que divorcia creación y audiencias, resta autonomía a los creadores, promueve el clientelismo y confunde cultura con espectáculo o bien nos tomamos en serio la cultura, la ponemos en el centro de nuestras preocupaciones y enfrentamos la situación en extremo delicada en que se encuentra en nuestro país, pensando en el largo plazo y poniendo el foco en la generación de audiencias, la habilitación cognitiva, el reforzamiento de la sociedad civil y la operación más colaborativa de las instituciones.

Este segundo camino es el que elegimos en la elaboración de la propuesta programática de cultura de Evelyn Matthei. Y espero, seriamente, que sea la visión que se imponga en el futuro.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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