En términos concretos, hemos podido evidenciar que mientras cada año los ingresos del sistema universitario crecen, no ocurre lo mismo en la inversión en insumos básicos para la docencia (profesores de planta, libros por estudiante) y la investigación (publicaciones ISI y adjudicaciones de proyectos FONDECYT).
Para nadie es un misterio que la crisis que vive la educación superior chilena lleva tres años dominando la agenda política. Además de las movilizaciones estudiantiles, durante estos años hemos asistido a sucesivos escándalos institucionales, como el ocurrido en las acreditaciones otorgadas por la Comisión Nacional de Acreditación (CNA), el derrumbe de la Universidad del Mar –que dejó a 18 mil estudiantes a la deriva– y las sucesivas acusaciones y posibilidades de clausura de diversas instituciones acusadas de múltiples irregularidades. Todos estos fenómenos han estado ligados a la problemática del lucro, aspecto central del modelo educativo chileno, determinante en el modo en que se organizan política y económicamente las instituciones de educación.
Sin embargo, todos los años en estas fechas, a medida que se acerca el día en que se dan a conocer los resultados de la Prueba de Selección Universitaria (PSU), resucitan con fuerza las promesas de las instituciones educativas. Mediante un bombardeo de publicidad sólo comparable a aquellos propios de períodos electorales, universidades, institutos y centros de formación técnica se esmeran por convencer a los postulantes de que les espera el cielo de los profesionales, la promesa de un futuro mejor a través de cursar estudios superiores en tal o cual institución.
Lo anterior, hace necesario redoblar los esfuerzos para que el debate fundamental acerca de lo que ha venido pasando con la educación superior chilena no se pierda en medio de un mar de publicidad y promesas de ocasión. En particular, desde la FECh y su Centro de Estudios (CEFECh) hemos intentado este año contribuir a posicionar dicha discusión a través de la investigación “El poder económico y social de la educación superior en Chile”.
A través de dicha línea de trabajo (concentrada específicamente en el sistema universitario, que es donde existe mayor disponibilidad de información), hemos ido apostando a develar que, detrás de las promesas de las distintas instituciones, lo que se esconde es una verdadera “caja negra”, en la cual cada año más estudiantes depositan más recursos, sin que exista claridad de qué es lo que cada institución hace con ellos. En términos concretos, hemos podido evidenciar que mientras cada año los ingresos del sistema universitario crecen, no ocurre lo mismo en la inversión en insumos básicos para la docencia (profesores de planta, libros por estudiante) y la investigación (publicaciones ISI y adjudicaciones de proyectos FONDECYT).
[cita]Este contraste entre ingresos que crecen e inversiones que decaen tiene nombre y apellido. Las instituciones que más apuntalan esta tendencia son particularmente aquellas entidades privadas de masas nacidas a partir de la reforma de 1981, bajo un marco regulatorio prácticamente inexistente, que les impusiese la obligación de garantizar ciertas condiciones mínimas a sus estudiantes más que simplemente “meter” estudiantes indiscriminadamente.[/cita]
Un ejercicio similar, aunque con múltiples limitaciones, realizó El Mercurio hace un par de semanas, específicamente el domingo 1 de diciembre. El artículo “Profesores de planta, laboratorios y talleres: lo que menos ha crecido del sistema universitario”, también planteaba un contraste entre el crecimiento de la matrícula en el sistema universitario, con la inversión en insumos básicos para el buen funcionamiento de las instituciones educativas, el cual no crece al mismo ritmo.
Sin embargo, existen aspectos críticos que la publicación de El Mercurio optó por dejar a un lado, ocultando con ello la relación que tienen las tendencias de crecimiento del sistema universitario respecto de la problemática del lucro. Consideramos necesario poner de manifiesto en particular dos cuestiones fundamentales.
En primer lugar, así como ha crecido la matrícula de pregrado, también han crecido sostenidamente los ingresos por concepto de ella. En algunas instituciones esto se explica principalmente por un aumento sostenido en la cantidad de estudiantes; en otras, en cambio, la cantidad se mantiene y lo que en realidad aumenta es el monto del arancel que cobran. Pero, en concreto, año tras año el sistema universitario en su conjunto ve crecer exponencialmente sus ingresos. La pregunta entonces cae de cajón: si los ingresos crecen y, en cambio, la inversión en insumos básicos para la docencia y la investigación se estanca o derechamente decae, ¿cuál es el destino de dichos recursos? ¿Hacia dónde se van los dineros, dado que evidentemente no van hacia inversiones que contribuyan a la calidad de la educación?
Un segundo aspecto a señalar es que este contraste entre ingresos que crecen e inversiones que decaen tiene nombre y apellido. Las instituciones que más apuntalan esta tendencia son particularmente aquellas entidades privadas de masas nacidas a partir de la reforma de 1981, bajo un marco regulatorio prácticamente inexistente, que les impusiese la obligación de garantizar ciertas condiciones mínimas a sus estudiantes más que simplemente “meter” estudiantes indiscriminadamente. A modo de ejemplo pueden citarse algunos casos paradigmáticos, considerando como fuente los datos que las mismas instituciones entregan al CNED, correspondientes al año 2011.
Un caso emblemático es la hoy cuestionada U. de las Américas: del total de instituciones del sistema universitario, fue la quinta en recibir más ingresos por concepto de matrícula de pregrado (más de 61 mil millones), sin embargo, apenas contaba con menos de 0,01 académicos de planta por estudiante. La menos cuestionada U. Andrés Bello (también del grupo Laureate) es otro ejemplo: lejos la institución que más ingresos por matrícula recibió el 2011 (cerca de 112 mil millones), pero es de las entidades con menos stock bibliotecario del sistema (tiene menos de tres títulos de biblioteca por estudiante) y está apenas en la medianía de la tabla en lo que respecta a académicos y publicaciones. Similar es el caso de la U. San Sebastián, que percibió el 2011 cerca de 66 mil millones por matrícula de pregrado, y tiene menos de 2 libros por estudiante y donde prácticamente no existe investigación, salvo aisladas publicaciones ISI.
Estos aspectos invitan a cuestionar la lógica a partir de la cual se nos ha dicho que deberíamos evaluar la educación superior: la expansión de la matrícula. Juzgar a un sistema de educación superior por la cantidad de estudiantes que entran, es como calificar a un hospital por la cantidad de pacientes que ingresan a él, sin importar si estos se sanaron, quedaron igual o salieron aún más enfermos. El sistema universitario en general, durante años, se ha constituido como un saco roto, en el cual las familias chilenas depositan recursos y esfuerzos en miras de una promesa que no se cumple. Y, en eso, instituciones como las anteriormente descritas (y otras similares) han jugado un rol fundamental, que no puede olvidarse ni desconocerse por mucho que inunden con publicidad y promesas nuestras calles y nuestras pantallas en los días que se vendrán.
* El equipo a cargo de la investigación “El poder económico y social de la educación superior en Chile” está compuesto por Rodrigo Fernández, Andrés D’Alençon, Camilo Araneda e Ignacio Cassorla.