Publicidad

¿Tributan las empresas en Chile?

Sergio Fernández Figueroa
Por : Sergio Fernández Figueroa Ingeniero comercial de la Universidad de Chile. Ha ocupado cargos gerenciales en el área de Administración, Contabilidad y Finanzas, y se ha desempeñado como consultor tributario y contable en el ámbito de la Pyme.
Ver Más


¿Qué está preguntando este señor?, se cuestionará usted en su fuero íntimo (tal vez, incluso, reemplazando la palabra “señor” por alguna otra no tan equivalente). Por supuesto que tributan. Pagan, como todo el mundo lo sabe, el impuesto de primera categoría.

Antes de que continúe lapidándome mentalmente, le pido que haga gala de su espíritu navideño (su influencia se extiende aproximadamente hasta un mes después de la festividad en cuestión) y me permita precisar mi interrogante.

El sistema de impuesto a la renta vigente desde 1984 en nuestro país, establece que los sujetos finales del impuesto (esto es, quienes lo pagan efectivamente), son las personas naturales (léase, al respecto, toda la literatura especializada, en particular la que existe en la web del SII). A la amalgama entre el impuesto de primera categoría y el global complementario (o el impuesto adicional, si corresponde) se la denomina, de hecho, “impuesto integrado”, lo que significa que cuando las empresas pagan el primero, lo hacen sólo en calidad de anticipo del segundo. Así, en la práctica, el impuesto de primera categoría no es un tributo propiamente tal, sino sólo un anticipo de los tributos personales de los propietarios de las empresas. Las empresas, en Chile (¿habrá otro caso en el mundo?), no pagan sus propios impuestos, sino los de los empresarios. De manera que, como entes independientes de sus dueños, NO tributan. ¿Ok?

La pregunta cae de cajón: ¿deberían tributar?

Para clarificar el tema, lo invito a analizar primero las principales razones por las cuales se tributa. Son tres:

Tributamos como compensación por los servicios públicos que recibimos. Todos, cuál más cuál menos, recibimos servicios estatales. La seguridad pública, por ejemplo: cuestionada y todo, no podríamos sobrevivir en condiciones normales si ella faltara. ¿Se imagina el Far West en pleno centro de Santiago? ¿O las mafias disputándose el control de la ciudad completa a balazo limpio? ¿Ejércitos privados garantizando la seguridad de sus mandantes? Cierto es que lo que hoy existe no es perfecto. Hay mucho delito, lamentablemente impune; mafiosos procedentes de la droga participan, se comenta, en los remates judiciales a vista y paciencia de todo el mundo; en ciertos sectores de Santiago es muy difícil el acceso para la autoridad; está la famosa “puerta giratoria” y la lentitud enfermante con que se tramitan las denuncias de delitos (¿dónde está el queso? ¿En las Fiscalías o en las Policías? ¿En la falta de personal o en los métodos utilizados? Ojalá lo averigüemos, y corrijamos, pronto). Sin embargo, si no existiera dicho servicio público estaríamos mil veces peor. No hay duda de eso, ¿verdad? De la misma manera ocurre con otros múltiples servicios públicos: la vialidad, el urbanismo, la iluminación, la recolección de basura, el sistema judicial, el registro civil, la defensa del país y un largo, larguísimo, etcétera. Financiar estos servicios sin los cuales no podríamos vivir (al menos en las condiciones en que lo hacemos hoy), y que se nos entregan en forma gratuita, es una obligación de todos los miembros de la sociedad, y  por ello, pagamos impuestos.

Tributamos para mantener funcionando nuestra sociedad. Como toda obra humana, la sociedad requiere de mantención. Si no la recibe, se deteriora y muere. Es en la práctica como un condominio gigantesco, y al igual que en él, se deben financiar los gastos comunes. Por cierto, éstos son más numerosos, variados y cuantiosos que los de cualquier edificio, pero el concepto es el mismo. Hay que pagar la administración, la vigilancia, la iluminación pública, todos los sistemas internos, el comité de disciplina, la permanente actualización del reglamento interno y un largo etcétera. Y como mantener funcionando adecuadamente nuestra sociedad nos conviene a todos (al menos en teoría), debemos ponernos con el costo correspondiente, para lo cual debemos pagar impuestos.

Tributamos para redistribuir ingresos. La definición de cuál es el nivel de desigualdad aceptable en una sociedad, no es ni puede ser fruto del azar. Tampoco de las fuerzas del mercado. En ninguna parte del mundo la “mano invisible” ha funcionado a la perfección, y posiblemente nunca lo hará. Los supuestos en los que descansa su adecuado funcionamiento, son demasiado extremos como para que puedan darse en la práctica. Dicha definición es, entonces, una decisión social. Son las sociedades las que definen cuál es el nivel máximo de desigualdad con el que están dispuestas a convivir. Ellas deben determinar su coeficiente de Gini y la relación que debe darse entre el decil más acomodado y el más necesitado (por mencionar los indicadores de desigualdad más utilizados). Deben definir, por ejemplo, si les parece adecuado que el 0,1% de la población concentre el 18% del ingreso (por reseñar un dato publicado en un reciente artículo que no ha sido desmentido), y deben actuar en consecuencia. Y los impuestos son un excelente vehículo para ello. Por su intermedio, gravando con tasas elevadas las mayores rentas y utilizando esos recursos en mejorar la situación de quienes perciben las menores, se corrigen en parte las manifiestas irregularidades que hacen posible tan extrema acumulación de la riqueza.

Ahora bien, para que un sistema tributario sea coherente con las razones que lo motivan, hay ciertas pautas derivadas de éstas, los denominados “principios”, que deben respetarse. Son varios, pero dos son, por lejos, los más relevantes: el principio del beneficio, “todos quienes reciben servicios del Estado, personas u organizaciones, deben contribuir a su financiamiento en proporción al beneficio que obtienen de ellos”, y el principio de equidad, que a su vez se subdivide en dos: equidad horizontal, “a iguales rentas deben corresponder iguales cargas tributarias”, y equidad vertical, “a mayores rentas, mayores tributos”. Algún autor por ahí engloba estos dos principios en uno solo, el principio de justicia, pero ahí ya entramos en temas más bien semánticos, que no son los que nos atañen en esta oportunidad.

Por cierto, y antes de que se me olvide, debo mencionarle que, además de las reseñadas más arriba, existen otras motivaciones para los tributos. De hecho, en muchos países. Chile incluido, se utilizan para incentivar (impuestos negativos o granjerías) o desincentivar (impuestos específicos) determinadas actividades o conductas. Al respecto, conviene precisar que toda la literatura más idónea (la elaborada por los expertos más reputados) recomienda que dichos incentivos o desincentivos se efectúen por lapsos cortos. ¿La razón? Muy simple: cuando usted establece un incentivo o un desincentivo, está violando conscientemente los principios mencionados en el párrafo anterior. Le ejemplifico con nuestro familiar Artículo 57 bis. Dicha granjería favorece, qué duda cabe, al sector más acomodado de la población, que es el que dispone de los recursos necesarios para  mantener “ahorro positivo” (ahorro menos desahorro mayor que cero) durante el año. Viola, por ello (y con alevosía, habría que decir), el principio de equidad vertical, y debería, por tal razón, mantenerse vigente por un plazo muy breve. Su vigencia efectiva, sin embargo, es una prueba fehaciente de que la relatividad de los conceptos que usamos en la vida diaria. Porque ocurre que, en su forma actual, el 57 bis lleva ya 20 años de existencia. ¿Pueden 20 años calificarse como “plazo breve”? Nuestros amigos de la Nueva Mayoría y de la Alianza, al menos, opinan que sí. ¿Y usted?

Pero volvamos a lo nuestro: ¿deberían tributar las empresas?

Para responder, partamos reconociendo que consumen servicios del Estado en cantidades industriales. ¿Cabe alguna duda de eso? Si usted revisa el presupuesto 2014, por ejemplo, observará que hay un gran número de organismos que deben su existencia exclusivamente a las empresas, ya sea para fomentarlas (Prochile, Corfo, Sercotec, Sernatur, los ministerios de Economía, Agricultura, Minería, Energía, Transporte y Medio Ambiente casi completos) o para fiscalizarlas (9 Superintendencias y gran parte de casi todos los restantes ministerios), con un cuantioso desembolso asociado (más de USD 2.000 millones anuales sólo por los organismos dedicados en exclusiva a las empresas; considerando todos los relacionados, la cifra es mucho más elevada). Además, las empresas (casi todas) hacen nutrido uso de la seguridad pública. Todo el retail y los bancos, son usuarios intensivos de los juzgados civiles. Todos usan la iluminación, la vialidad y el urbanismo públicos. Y así sucesivamente. Si alguien se dedicara a cuantificar realmente el aporte que el Estado efectúa a las empresas a título gratuito, podría llegar a cifras insospechadas.

Reconozcamos, además, que las empresas no pueden subsistir sin una sociedad que las acoja. Necesitan de una economía boyante para crecer y desarrollarse; les es imprescindible disponer de normativas claras, de sistemas comerciales bien definidos, de consumidores, proveedores, financistas, trabajadores, medios de comunicación y un largo etcétera para efectuar sus operaciones con normalidad. El Banco Chile no funcionaría en la inmensa soledad de los Campos de Hielo, por mucha capacidad empresarial que posean los Lucsic. Tampoco Falabella en medio del desierto de Atacama. Ninguna Copec prosperaría en el Golfo de Penas. Instale al amigo Paulmann con un Jumbo en Corea del Norte, a ver qué resulta. Las empresas son lo que son, porque hay una sociedad que se los permite.

Y ahora, para completar el plato, traigamos de nuevo a colación el sabio “principio del beneficio”. ¿Qué decía? Se lo repito: “todos quienes reciben servicios del Estado, personas u organizaciones, deben contribuir a su financiamiento en proporción al beneficio que obtienen de ellos”. A la luz de su tenor, contésteme, estimado lector, ¿deben las empresas pagar impuestos de manera independiente que sus dueños? Parece evidente, ¿verdad? Usan servicios estatales a destajo; les es imprescindible que la sociedad funcione adecuadamente. Deben hacerlo; no existe otra alternativa razonable. Así, por lo demás, se hace en toda la OCDE, y no vamos a venir ahora a calificar a los tributaristas de esos países, de ignorantes o poco preparados.

¿Cuáles son las consecuencias del sistema vigente para el país? Hay una muy evidente. De partida, si las empresas utilizan a destajo servicios estatales y no pagan por ellos, estamos en presencia de un subsidio. Por más vueltas que le dé, estimado lector, por más adornos que le ponga para presentarlo, lo que hacemos desde hace 30 años en Chile con todas las empresas (incluso con ésas que se aprovechan de nosotros masacrándonos financieramente o con las que hacen el feroz negocio con nuestros fondos de pensiones) se llama subsidiar. En Chile subsidiamos a las empresas no cobrándoles los servicios que utilizan, para que ellas puedan pagarles sus impuestos personales a los empresarios. Eso es, ni más ni menos, lo que hacemos, y estoy dispuesto a discutirlo con quienquiera, en cualquier escenario.

¿Otras consecuencias? Con el sistema actual, el decil más acomodado, que recibe (Banco Mundial) un 42% del ingreso del país, paga un porcentaje muy inferior de la carga tributaria total (revise usted, en la web del SII, las recaudaciones reales de Global Complementario; comprobará que han sido negativas durante los últimos siete años), lo que significa que el 90% menos acomodado del país, que sólo percibe el 58% de los ingresos, absorbe un porcentaje mucho mayor que el que le corresponde de la misma. Esto es una transferencia neta de recursos desde quienes menos reciben hacia quienes más ganan, y se traduce, por cierto, en una acumulación excesiva de riqueza en beneficio de estos últimos. Además, el sistema en sí es tan alambicado, que favorece la evasión y la elusión a gran escala. En definitiva, es un sistema que no cumple ninguno de los principios que debe cumplir un buen sistema tributario, y que adicionalmente otorga un trato privilegiado a quienes perciben las mayores rentas.

El punto es que solucionar esto es muy simple. Basta con quitarle al impuesto de primera categoría la condición de anticipo respecto de los impuestos personales de los empresarios. No necesita 4 años de ajuste, siquiera; puede hacerse de una plumada en el primer año. ¿Qué ocurriría en tal caso, si las empresas dejaran de pagar los impuestos de sus dueños y comenzaran a pagar sus propios tributos? Si el impuesto de primera categoría se convirtiera en lo que siempre debió haber sido, un gasto necesario para generar la renta, un reembolso efectuado por las empresas al Estado como compensación por la enorme cantidad de servicios que hoy les entrega a título gratuito, sólo se generarían beneficios para la sociedad. Veamos:

Se corregiría el impresentable subsidio que ya mencionamos; las empresas pagarían por los servicios públicos que utilizan. Se simplificaría brutalmente el sistema tributario, eliminándose de una plumada el FUT (habría, eso sí, que determinar cómo se le da un corte al FUT histórico) y reduciéndose al mínimo las posibilidades de elusión y evasión (con esta sola medida, usted cumpliría las metas de reducción de la elusión establecidas en el programa de Bachelet). Sin hacer cambio adicional alguno, ni siquiera de tasa, se incrementaría la recaudación en unos USD 2.000 millones anuales (agréguele USD 200 millones más si elimina la franquicia del 57 bis). Sería un sistema más justo, más rendidor y mucho, pero mucho más fácil de controlar.

Además, las empresas (las de verdad, no las de papel) no se verían financieramente afectadas. De hecho, no pagarían ni un peso más que lo que pagan actualmente por concepto de impuestos. Sólo el bolsillo de los empresarios se vería complicado.

¿Por qué no se actúa en esa dirección? Le doy algunos tips. Está el punto de que los empresarios comenzarían a pagar sus impuestos personales de su propio bolsillo. Además, que estos pagos serían adicionales al impuesto de primera categoría (pagarían más). Y, desde luego, el tema no menor de qué harían con todas las sociedades en las que hoy reparten la propiedad de sus empresas. Ocurre que la actual estructura de propiedad de las grandes empresas está diseñada para sacarle el mayor partido posible al sistema vigente (obtener los mayores ingresos y pagar los mínimos impuestos). El cambio expuesto la echaría por tierra como si fuese un castillo de naipes en medio de un ventarrón. ¿Qué hace usted con las sociedades cascadas, si las empresas comienzan de la noche a la mañana a pagar impuestos de beneficio fiscal? No le sirven para nada. Peor que eso, pasan a ser una carga y un estorbo. ¿Se imagina el despelote? ¿El espanto generalizado? ¿Cómo se adecuan estructuras creadas con ingeniería tributaria por décadas a un sistema de impositivo simplificado al máximo?

Si Michelle Bachelet quiere cambiar en serio el sistema tributario vigente, hacerlo más equitativo y simple, si quiere reducir la elusión y la evasión, no debe insistir en su propuesta de reforma tributaria. No es ése el camino. Si se atreve a eliminar los “impuestos integrados”, le dará un golpe al corazón de la sinvergüenzura institucionalizada, y por ello, se lo firmo, pasará a la historia.

Publicidad

Tendencias