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Hacia una nueva Democracia Cristiana

Nicolás Mena Letelier
Por : Nicolás Mena Letelier Ex Subsecretario de Justicia
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Este sistema, principalmente en lo económico, permeó ideológicamente en muchos líderes y militantes de la Democracia Cristiana, cosa que sucedió igualmente con parte de los partidos de izquierda de la Concertación. De esta forma, se pasó de una visión humanista de la sociedad, a una que incorporaba esta concepción que fetichizaba la privatización del capital y los medios de producción, con una fuerte sesgo anti-Estado, incluso como promotor de estrategias de desarrollo.


La Democracia Cristiana surgió a mediados del siglo pasado como un partido que, rompiendo con la tradición conservadora e inspirado en el evangelio, hizo suyo el mensaje social del cristianismo, propiciando una sociedad con mayores niveles de justicia y prosperidad, en un plano de respeto irrestricto a la democracia como valor intransable, y no como mero instrumento procedimental.

De ahí que este partido fuera identificado como una fuerza transformadora, nunca defensora del statu quo, y menos como un instrumento político de reacción ante los dos grandes proyectos políticos en boga a fines del siglo pasado, capitalismo y marxismo, sino que como una propuesta diferente, con identidad propia, que superaba ambas concepciones omnicomprensivas de la sociedad.

A partir de esta visión, compleja y rica a la vez, los gobiernos encabezados por demócratas cristianos promovieron procesos de grandes cambios sociales, políticos y culturales, principalmente durante el mandato de su líder fundador, Eduardo Frei Montalva.

En razón de esta identidad, en el plano estratégico, este partido desarrolló durante su primera etapa una política hegemónica, en donde rechazó las alianzas y pregonó la vía propia, camino que en parte condujo a la catástrofe de 1973 y al quiebre institucional.

Desde un comienzo, también, la Democracia Cristiana contó con una fuerte identificación con la Iglesia Católica, en un periodo de su historia en que esta institución vivía importantes cambios fruto del Concilio Vaticano II y, en nuestro país, impulsaba fuertes transformaciones sociales.

Tras el Golpe Militar, durante el periodo dictatorial, como consecuencia de los horrores cometidos por el régimen de Pinochet y en la convicción de que la única alternativa viable para salir de la tiranía en que se vivía, era el entendimiento entre el centro demócrata cristiano y los partidos de la izquierda socialista, se fraguó una alianza que desplegó una épica lucha en contra de la dictadura, la cual se coronó con la epopeya del triunfo del No en el plebiscito de 1988. En esta extraordinaria movilización política del pueblo de Chile, fruto de la valentía y lucidez de varios de sus líderes y dirigentes, la Democracia Cristiana adquirió nuevamente un rol protagónico que la hizo acreedora de una valoración popular semejante a la vivida durante sus primos años, permitiéndole, una vez recobrada la democracia, elegir sin contratiempos a dos Presidentes de la República, convirtiéndose en el partido político joven con más presidentes electos de nuestra historia.

[cita]Este sistema, principalmente en lo económico, permeó ideológicamente en muchos líderes y militantes de la Democracia Cristiana, cosa que sucedió igualmente con parte de los partidos de izquierda de la Concertación. De esta forma, se pasó de una visión humanista de la sociedad, a una que incorporaba esta concepción que fetichizaba la privatización del capital y los medios de producción, con una fuerte sesgo anti-Estado, incluso como promotor de estrategias de desarrollo.[/cita]

Pero, al poco caminar, empezaron a surgir síntomas de decaimiento que introdujeron sendos debates que perduran hasta nuestros días. Para muchos, el punto de inflexión lo constituyen las elecciones parlamentarias de 1997, en donde la Democracia Cristiana perdió cerca de medio millón de votos a manos de la derecha y de las fuerzas de izquierda de la Concertación.

Este síntoma se fue consolidando con la derrota en las primarias de la Concertación de 1999, y se corroboró luego en el estrecho triunfo del Presidente Lagos por sobre el candidato de la derecha, en donde se ganó en primera vuelta por una diferencia de tan sólo 40 mil votos.

Tras ello, viene una década de paulatina baja electoral, estancándose los últimos años el apoyo de la Democracia Cristiana en el orden del 14% del electorado, en circunstancias que recién retornada la democracia representó cerca de un 30% de éste.

¿Cuáles son las causas de este declive electoral? Esa es la gran pregunta que muchos democratacristianos nos venimos haciendo desde hace ya algunos años, y más allá de diagnósticos y catarsis que evocan un pasado lleno de gloria, no se ha encontrado una respuesta contundente que permita identificar el por qué un partido que pareció ser el mejor representante de la identidad cultural del Chile de fines del siglo XX, en el siglo XXI ya no convoca y es foco de constantes augurios de disgregación y desaparición.

Causas de la decadencia

Como se dijo, la Democracia Cristiana fue capaz de sintetizar la doctrina social de la Iglesia Católica con el respeto por la democracia y la institucionalidad republicana, tan propia de nuestra tradición nacional. En un periodo en que la sociedad chilena se batía entre el inmovilismo conservador y la revolución social, este Partido ofreció cambios profundos, pero en democracia y estabilidad social.

No obstante la magnitud de la obra de gobierno de Eduardo Frei Montalva, sin duda el líder más grande y carismático que ha tenido este Partido, el proceso iniciado bajo su mandato se radicalizó perdiendo toda racionalidad política. Este descontrol se tradujo en la reacción que todos conocemos, lo que significó 17 años de la peor dictadura que jamás haya conocido nuestro país. Pero el Gobierno Militar, a diferencia de otros casos similares en América Latina, también implementó una revolución en la estructura institucional y económica del país, materializándose en la incorporación de un sistema político fuertemente presidencialista, con claros elementos antidemocráticos, cuyo propósito era consolidar el sistema e impedir cualquier cambio estructural al modelo instaurado. En lo económico, se introdujo el neoliberalismo más ortodoxo, sobre la base de una concepción distorsionada del principio de subsidiariedad del Estado.

Este sistema, principalmente en lo económico, permeó ideológicamente en muchos líderes y militantes de la Democracia Cristiana, cosa que sucedió igualmente con parte de los partidos de izquierda de la Concertación. De esta forma, se pasó de una visión humanista de la sociedad, a una que incorporaba esta concepción que fetichizaba la privatización del capital y los medios de producción, con una fuerte sesgo anti-Estado, incluso como promotor de estrategias de desarrollo.

A ello, se sumó un fenómeno mundial, que consistió en la creciente penetración de una secularización cultural en las sociedades más avanzadas que, producto de la masificación de la tecnología y de los medios de comunicación, no tardó en llegar a nuestro país.

De ambos fenómenos surgió una cultura individualista, hedonista, renegadora del Estado y sospechosa de la vida en comunidad. Este fenómeno cultural en nuestro país, producto del conservadurismo de la derecha, se asentó más fuertemente en algunos sectores de izquierda. Para dicho sector, este nuevo fenómeno conceptual, que mezcló izquierda con liberalismo, le permitió presentarse como defensora de los humildes y necesitados y, al mismo tiempo, promotora de las libertades individuales, principalmente sexuales y culturales, transformándose en un referente político percibido por la sociedad como moderno, acorde a los nuevos tiempos, absolutamente irreconocible desde la óptica de la izquierda tradicional que acompañara a Salvador Allende en la Unidad Popular.

Por otro lado, la política de alianzas y disputas internas también perjudicaron a la Democracia Cristiana. Bastó con que no encabezara un Gobierno para que un importante segmento conservador se fugara hacia la derecha, y precisamente hacia la derecha más ultramontana. Este fenómeno se produjo una vez que Ricardo Lagos encabezó el tercer gobierno de la Concertación.

En lo que se refiere a su convivencia interna, las luchas de facciones también repercutieron en sus liderazgos, quedándose paulatinamente con menos referentes de reconocimiento ciudadano.

Este cuadro, que mezcla factores ideológicos con problemas de índole estratégico y de convivencia interna, explica el paulatino declive electoral de este partido. Tal vez no sean las únicas razones, pero me atrevería a decir que son las más gravitantes.

¿Qué hacer? Un nuevo pacto organizacional

Existen dos ámbitos desde los cuales cabe abordar una solución a la situación de la Democracia Cristiana chilena. Primero que nada, el que se refiere con la estrategia en cuanto organización política, es decir, como grupo de personas con una estructura relacional que aspira a conseguir el poder político. Desde esta mirada, hay una crisis que es más general, la cual comprende a todos los partidos políticos chilenos, fenómeno que es mundial. Hoy por hoy, los partidos políticos son vistos como organizaciones corrompidas por el poder, manejadas por grupos, integradas por activistas mediocres, en donde, a diferencia de lo que sucedía años atrás, no convergen los mejores líderes de la sociedad. La ciudadanía ha encontrado en otros referentes un espacio más propicio para desarrollar su vocación por lo público, preferentemente en grupos pertenecientes a la sociedad civil, los cuales por no tener aspiraciones de poder político, son más receptivos a la gente joven con ideas y con interés de colaboración.

En los partidos políticos, en cambio, escasea el diálogo, la fraternidad y el respeto por las ideas y la genuina voluntad de servicio público, tergiversándose éstos hacia espacios de poder y protagonismo, en donde priman los proyectos individuales por sobre los colectivos.

Este fenómeno se ha agudizado en los últimos años, contribuyendo fuertemente la completa falta de cultura cívica y un constante menosprecio hacia todo lo que tenga que ver con lo  público, característica muy propia de las sociedades neoliberales de nuestros tiempos.

Para salir de este cuadro, se requiere un fuerte compromiso de los principales actores del Partido Demócrata Cristiano, en donde se converja en torno a ciertos valores que promuevan una cultura organizacional edificante, estimulando un desarrollo virtuoso, en donde lo colectivo vuelva a estar en el foco de su organización política.

Es a partir de un pacto de convivencia en el cual se respeten ciertos principios y valores en los cuales se pueda confluir, que es posible volver a restablecer confianzas que pavimenten la ruta hacia un proyecto político viable, que en lo inmediato debería estar abocado a formar líderes y promover gente joven con genuina vocación de servicio e interés por la cosa pública.

Una cultura política interna basada en el respeto a valores comunes consensuados requiere de mucho liderazgo y, sobre todo, de mucha generosidad, principalmente entre las generaciones mayores, de modo tal que logren comprender que todo proyecto de futuro pasa por desprenderse de cuotas contingentes de poder. De persistir esta tendencia de algunos líderes a la perpetuación, difícilmente emergerán cuadros de recambio con la confianza suficiente para desarrollarse en la arena política, considerando que, para su consolidación, todo liderazgo requiere transitar por un largo camino de aprendizaje que implica aciertos y fracasos. Frei Montalva lo entendió así, y de su capacidad de promover gente joven irrumpió toda una generación que hasta el día de hoy sigue siendo protagonista de la vida política de nuestro país.

Actualización de ideas y apertura

Desde el plano de las ideas, la Democracia Cristiana tiene que volver a ser una fuerza política transformadora, representativa de los anhelos de cambios. Este partido no nació para defender lo establecido, sino que para avanzar hacia mayores niveles de justicia social en nuestra sociedad.

En un periodo histórico de nuestro país, en donde estamos próximos a alcanzar niveles de ingresos semejantes al de algunos países desarrollados, el desafío consiste en avanzar hacia mayores niveles de equidad social y eliminar los abusos por parte de quienes tienen más poder económico. La incapacidad de hacer frente a estos desafíos, es la causa principal del malestar social vivido recientemente y de la contundente derrota de la derecha en las últimas elecciones presidenciales y parlamentarias.

Así como el clivaje durante estos últimos veinte años ha estado marcado por la confrontación entre quienes apoyaron la democracia y quienes querían que Pinochet se mantuviera en el poder por ocho años más, una vez superada la transición, la nueva dicotomía se va a presentar entre quienes aspiran a una sociedad más igualitaria, para lo cual se requiere de un activo rol de la “Política” y de lo “Público” en general, y quienes creen que el mero crecimiento económico basta para lograr el desarrollo, no estando completamente convencidos de que las desigualadas sean necesariamente malas, sino que más bien, un fenómeno natural propio de toda sociedad.

Ante esta disyuntiva nos enfrentaremos los próximos años, y en este escenario entrarán a lidiar también, y con gran fuerza, cuestiones que se refieren a las libertades personales y los límites éticos frente al desarrollo de las ciencias.

En lo que respecta a la búsqueda de una sociedad más equitativa, si bien este objetivo probablemente es perseguido por otras fuerzas políticas, la especificidad de la Democracia Cristiana consiste en dar a esta aspiración de equidad, un sentido ético, sentido que emana de lo más profundo de su concepción Cristiana. Su ética inspiradora provee de una identidad que, a diferencia de lo que algunas fuerzas conservadoras entienden, no se funda necesariamente en las orientaciones pontificias, sino que en el evangelio mismo.

Es a partir de la vida y obra de Cristo, trasladada a un ideal de sociedad, que la Democracia Cristiana constituye un proyecto político distinto, pero a su vez macizo en su vocación hacia los más pobres. Como partido de inspiración cristiana no puede perder su foco, cual es, el ser la voz de los más humildes y necesitados, comprendido esto en su más amplia acepción, es decir, la búsqueda de las oportunidades para la realización tanto material como espiritual de la persona humana.

Si este vuelve a ser el principal estímulo para actuar en la vida pública, desde lo estratégico, debe estar dispuesta a buscar acuerdos con otros partidos. La convergencia política se hace necesaria cuando se está frente a un desafío de tamaña magnitud.

Siguiendo las experiencias de otras realidades, como el Frente Amplio Uruguayo o el Partido Democrático Italiano, en donde convergen comunistas, socialistas y demócrata cristianos, la Democracia Cristiana debe ser capaz de entender que la actual realidad política mundial demanda la unidad de distintas sensibilidades ideológicas sobre la base de objetivos programáticos comunes, que tengan como eje la derrota de la pobreza y la disminución de las desigualdades. Todo ello, bajo un acuerdo en torno a principios éticos mínimos en los cuales se pueda consensuar, y cuyo respeto sea indispensable para construir un proyecto político común.

En tanto, en el plano de las libertades personales y de los límites a la ciencia, es un hecho que nuestra sociedad avanza hacia una cultura caracterizada por una búsqueda de mayores grados de autonomía individual, que requiere una apertura hacia nuevas formas de entender la familia, el matrimonio, la paternidad, el consumo de algunas drogas y, en general, las formas con que nuestra sociedad se ha estructurado a lo largo de los últimos siglos. Bajo esa realidad, es necesario atreverse a dialogar con esta cultura laica y postmoderna, tratando de conciliar estas nuevas realidades con aquellos principios más esenciales de la concepción cristiana, como la solidaridad, el respeto a la dignidad del hombre y a su integridad. Para ello, es fundamental promover una aproximación hacia estos temas, que bajo ningún concepto puede continuar siendo la negación de estas nuevas realidades desde posturas dogmáticas, basadas única y exclusivamente en la ética de máximos. La globalización es una realidad, así como en su tiempo lo fue la revolución industrial, y el entender esta nueva era como un periodo pernicioso, es negarse a ver en ella las grandes oportunidades de bienestar y prosperidad que pueden generar para la humanidad, si es que es conducida de manera adecuada. El rol de un partido como el Demócrata Cristiano en los tiempos que vienen, es justamente ese, el de darle conducción ética y moral a la globalización, y para ello se requiere de apertura y diálogo.

De esta forma, volcándose hacia una revalorización de lo esencial del mensaje cristiano y desde una perspectiva de diálogo con la postmodernidad y la globalización, siempre en la búsqueda de amplios consensos que permitan gobiernos de mayorías, la Democracia Cristiana volverá a interpretar a la sociedad chilena.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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