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La musculatura institucional del capitalismo académico: segunda respuesta a Sabrovsky Opinión

La musculatura institucional del capitalismo académico: segunda respuesta a Sabrovsky

Mauro Salazar Jaque
Por : Mauro Salazar Jaque Director ejecutivo Observatorio de Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS). Doctorado en Comunicación Universidad de la Frontera-Universidad Austral.
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Si, a modo de rápida sinopsis, la UDD es la universidad que representa globalmente los intereses de la UDI, la institución que Sabrovsky defiende explícitamente es la propia transición chilena a la democracia –ahora eclipsada por algunos destellos de la Nueva Mayoría–. No existen retiros definitivos, ni marcos judicativos inmunes (a propósito de las donaciones que Sabrovsky objeta). La administración y los directorios de las universidades siempre están sobredeterminados por actores políticos y empresariales que ocupan y ocuparán roles que inciden en la vitalidad de todo proyecto universitario.


Antes de establecer un par de comentarios finales sobre la última misiva de Eduardo Sabrovsky, quiero despejar algunos puntos referidos a su primera nota.

En la publicación del día lunes, Sabrovsky incurre en tres opciones argumentales. Primero, las relaciones “opacas” entre el PC y ARCIS en torno a la inmobiliaria y su fracaso en la visibilización académica del proyecto universitario, “el PC [dice Sabrovsky] fracasa en su intento de ubicar a ARCIS en la escena del pluralismo ampliado”. Segundo, la naturalización de una cultura de izquierda (integrista o fanática que no accede al “prurito” liberal), de comportamiento atávico hacia los procesos de indexación y más bien partidaria de prácticas anquilosadas en modelos agotados (… que se resisten a las modernas certificaciones del capitalismo académico). Tercero, algo que me parece mucho más relevante, y que guarda relación con la reivindicación de un horizonte liberal…. snobs o no, lo veremos a continuación.

Respecto al mentado “programa liberal”, allí estaría –a juicio de Sabrovsky– el paradero final de los saberes contemporáneos, el espacio idóneo para cultivar los procesos de especialización y el “sano” desarrollo institucional. El aludido desliza una especie de “inclinación” por el “laicismo”. Todo indica que, mediante ese expediente, las instituciones universitarias, las políticas de investigación y la gestión institucional, quedarían a salvo de una recaída en los esencialismos (léase fundamentalismos) que tuvieron lugar durante el “pequeño siglo XX”. En su primera nota sugiere que el horizonte marxista-leninista se encontraría impedido de acceder a este pluralismo epistémico y establece una analogía argumental –a mi juicio ilegítima– con ciertos discursos y prácticas vinculados al binomio ARCIS-PC y al imaginario de la izquierda en general. Pero esa analogía es una invención que Sabrovsky se autofabrica y en torno a la cual declina profundizar detalladamente. Él sabe perfectamente que ARCIS tiene ciertos afluentes vinculados a una fecunda y no menos problemática deriva postmoderna.

En su última misiva, Eduardo Sabrovsky hace gala de que en columnas anteriores ha reconocido los procesos de producción y experimentación creativa que tuvieron lugar en ARCIS. Pero lo hace como si fuese una obligación leer sus notas en toda su vertebración, a modo de un referente ineludible de la discusión –ello es imposible, porque un columnista responde a estados climáticos, a juegos de escritura, etc.–. Huelga entonces una pregunta: si es parte de su inventario el conocimiento de estas materias, si él identifica el historial de aquellas instituciones que apelan a una diversidad político-cultural (como dije en mi nota anterior), ¿por qué se da el espacio de escribir “revoltosamente” sobre estas materias estableciendo analogías muy opinables, al punto de recrear una verdadera provocación hacia otra institución? En fin…

[cita]Mi nota anterior aludía a ciertas “sombras”, a determinados lapsus de una institución que se erige en una especie de pontificado universitario. Frente a una impugnación de esta naturaleza, Sabrovsky optó por sacar el currículum institucional. Ese era un recurso demasiado predecible (un alarde “monumentalista” que no atiende a las observaciones de mi primera nota) y me pregunto si volverá a utilizar desenfadadamente el recurso “facho-progresista” cada vez que la institución que representa reciba un par de estocadas en torno al ejercicio de la memoria institucional –que ha sido considerado tibiamente en su segunda comunicación–. [/cita]

De su primera argumentación se deduce que ARCIS estaría afiliada a una trinchera ideológica, que le estaría vedada la posibilidad de alcanzar la “luz” y, en términos prácticos, ello agravaría fatalmente su desarrollo institucional. Esto, pese a que el autor de El Desánimo (1997) también reconoce que el modelo universitario fue un genuino proyecto académico –al menos hasta el año 2004, donde establece una inflexión institucional irreversible–. Por ello esta vez me quiero detener en este privilegio cognoscitivo que habría en el “pluralismo ampliado” y que evitaría regresiones hacia una “concepción sustantiva de la vida”, o bien, un “integrismo religioso” típico de la cultura de izquierda, pese a las prevenciones que el autor establece.

Hay un aspecto que está implícito en su análisis a propósito del “pluralismo laico” o “laicisismo” que se debe escrutar ante la arena histórica, ello para que el mentado proyecto tenga un sustrato material y no sea un “hedonismo estetizante” –empresa que él mismo autor declara inviable a propósito del “autocuidado” y la “ética del trabajo”. Según Sabrovsky, sólo un liberalismo higiénico nos permitiría arribar a una adecuada adopción de los grados, las certificaciones, evaluaciones y todas las rutinas burocráticas que darían cuenta de un verdadero ethos meritocrático. La cultura de izquierda naturalizada por el autor –al menos en su primera nota– estaría impedida de comprender las prescripciones valorativas de todos estos visados institucionales (certificados, cualificaciones, posttítulos, etc.). A este razonamiento me refería con la tesis “gringa” (mis excusas) de un capitalismo académico. Creo que ahí permanece soterrado un dispositivo de indexación muy funcional a los actuales indicadores de la controversial CNA. La idea de un capitalismo académico no hace referencia a la sola ubicación de los programas o diplomados en la boutique de los bienes y servicios (la pregunta no es: ¿Usted vende o no su casa?), sino que alude a todas las tecnologías, acciones, disposiciones, métodos y recursos que se deben ajustar y someter a los coeficientes de ganancia del mercado educacional. Por ejemplo, a este respecto ARCIS –guste o no– sigue anclada a un modelo hermenéutico-conferencial, a una malla más canónica (para no decir ilustrada) donde la elaboración de contenidos responde a objetivos y no así a indicadores de competencia. Por ello sospecho que hay un vértigo gestional en el discurso de Sabrovsky que quizás no se alcanza a dimensionar en un terreno más institucional.

Al final de su primera nota, Sabrovsky restituye una “ética del trabajo”. Nos habla con tono doctoral –pero discurre con “buena onda”– sobre la producción material de la vida. Nos sugiere ir más allá de los placeres triviales, preservar el autocuidado (a diferencia de esa izquierda promiscua) y alienta una cierta ideología de la meritocracia… que pretende trascender un “laicismo glucoso”, más allá –agregaría– del “ciudadano líquido” de Bauman. “Sin trabajo no hay disipación”, concluye nuestro contradictor. El liberalismo obraría como una partera de la verdad en materias institucionales. El filósofo agrega: “…el pluralismo laico contemporáneo sólo puede existir al interior de un sistema compuesto por múltiples y sólidas instituciones” (las cursivas son un énfasis mío).

Pero esta ética del trabajo, este compromiso con las ideas, deviene en un ethos redentor, en una moral pública asociada a un parlamento institucional. Digámoslo así, el recurso argumental que sugiere Sabrovsky en torno a un liberalismo higiénico tiene un trasfondo académico-institucional que, si bien migra hacia la distancia crítica (de ello qué duda cabe), no lo hace necesariamente hacia la tradición crítico-ontológica –y esto queda ratificado por la “lista de lavandería” que hace honor a la “institución moderna” que él representa (financiamiento para publicaciones, para ediciones, para bibliotecas, para tecnificaciones y múltiples convenios, etc.)–. En mi opinión, para establecer críticas tan drásticas a otro proyecto universitario, a sus debilidades –que rayan en el “manoseo”–, es porque existe un lugar de enunciación que lo sostiene hegemónicamente y que representa fielmente en su exposición. No voy a repetir fastidiosamente la “institución universitaria” que opera como “telón de fondo” de sus afirmaciones, pues para quienes han seguido este intercambio ahí está su nombre y apellido en la historia de Chile (en el edificio memorial de la Dictadura y en el proceso de liberalización de los años ochenta). El afán de mi primera nota era enteramente distinto; una reflexión sobre la memoria institucional y la acumulación originaria que ha sido objeto de análisis por un conjunto de tradiciones críticas, más allá de la referencia genérica a una “oligarquía benevolente” que ha dado pie a una esfera crítico-institucional que el autor reconoce (cuestión que incluye al grupo Expansiva… entre otr@s).

Sin embargo, ¿qué hay más allá del plano conceptual? De otro modo, dónde estaría cifrado materialmente el liberalismo que el autor reivindica. En el caso chileno, no están claras las coordenadas socio-históricas que permiten dirimir en torno a un liberalismo ampliado, estable y programático, pero, por sobre todo, higiénico. En el marco de los programas de ciudadanía (Marshall, 1949) era posible sostener tal proyecto de ideas, prácticas y proyectos vinculados al ciudadano moderno y a sendos procesos de la sociedad industrial. Sabrovsky enarbola una forma develada de fortalecimiento institucional y saludable  –dentro del capitalismo académico– ante una ciudadanía liberal y un escrutinio público de tono cuasi-habermasiano.

Contra esta argumentación que recrea una subjetivación de “ecos primer mundistas”, que participa y extiende los ritos de la ciudadanía y el campo de las demandas seculares, creo que no se ha puesto el debido énfasis en el utilitarismo radical que se instauró a fines de los años setenta y que representa el rostro más lúgubre de la “modernidad utilitaria”, pero también se ha traducido en un tipo de “meritocracia” vinculada a una cultura de bienes y servicios. Una meritocracia cuyo archivo se ubica en la modernización postestatal que cimentó la dictadura. No me refiero a la penetración del monetarismo y sus leyes infalibles (el famosos shock antifiscal), sino a la sedimentación de una “subjetividad libidinal” que ocasionalmente también enarbola las pancartas de la movilización educacional –a la manera de un “consumidor activo” que demanda movilidad social y mejoras en la entrega de los servicios–. Un consumidor ávido de acreditaciones, que anhela las representaciones del liberalismo estético y defiende los parámetros técnicos del mercado del trabajo. Ello es necesario para evitar la impunidad institucional del capitalismo académico. Un mínimo “escáner sociológico” nos lleva a sostener que la ciudadanía liberal que está presupuestada en el discurso del filósofo es parte de una racionalidad instrumental que ha generado sendos procesos de socialización mercantil en los últimos tres decenios. Una especie de subjetividad suntuaria y activa en la demanda por gestión, eficacia, metas, certificaciones, funcionales al negocio de la acreditación. Ergo, una subjetividad ávida de indexaciones, cuyo domicilio fundacional está en el “milagro chileno” (la nueva postal urbana desde 1981). La producción de un “consumidor activo” es aquello que se pavimentó a fines de los años setenta. Luego de un par de décadas, de socializaciones (de “retail”), han florecido demandas de gestión que también nos obligan a hacer eficientes los servicios educacionales. Es por ello que la noción de “esfuerzo” o “mérito” que el autor utiliza responde a otra matriz histórica y debe ser calibrada a la luz de las transformaciones materiales de fines de los años setenta. Embarcarse en la idea de un “liberalismo ampliado” (al punto de hacer gárgaras con un catolicismo liberal) ausculta la constitución de esos agenciamientos que hacen de las Universidades –en distintos niveles– verdaderos resortes del capitalismo financiero. Por fin, no está de más recordar que la historia de Chile está llena de hitos que nos indican las debilidades del proyecto liberal. A modo de síntoma, quizás Placilla (1891) fue la capitulación del liberalismo chileno y un verdadero cementerio del ethos secular y el malogrado programa industrial. Por ello, insisto, no estaremos presenciando el relevo que va de la modernización autoritaria sedimentada a fines de los años setenta, que ahora se dibuja como liberalismo “enchulado”, progresista, soft, light, inclinado hacia el pluralismo y hacia un sujeto que cultiva “eventualmente” los derechos de cuarta generación.

Hay un conjunto de observaciones sustantivas, eminentemente políticas, que puse en circulación en mi primera nota, pero que Eduardo Sabrovsky prefiere soslayar, salvo algunas alusiones genéricas. Ellas están referidas a una necesaria genealogía político-institucional. Frente a ello escogió una especie de camino alternativo, el poderío de la facticidad, sacar bajo un pañuelo un fajo de recursos académico-institucionales y evitar la orientación  política de mis notas (se esté o no de acuerdo con ellas…).

El desvío que toma su última misiva consiste en poner arriba de la mesa la “majestuosidad institucional” (arco portaliano) y de ahí en más establecer todo tipo de jerarquizaciones y delimitaciones arbitrarias, a la usanza de un centro de  acreditación de los saberes. Bajo este mismo expediente cualquier intercambio académico con instituciones de la “cota mil”, que gozan de una cantidad significativa de recursos y años de acreditación, estaría viciado de antemano, por cuanto se podría invocar el poderío administrativo-académico-institucional de otras instituciones. Eso es así porque sería una torpeza inexcusable ocultar determinadas fragilidades institucionales de ARCIS, pero también resulta inexcusable insistir majaderamente en ellas cuando forman parte de otras convicciones, de otras trayectorias, de malestares no reconciliados con la materialidad del capitalismo académico. El modelo que defiende el autor tiene prescripciones concentracionarias para la educación superior y viene a erosionar proyectos que no responden complacientemente a los mismos dispositivos de indexación expuestos profusamente por Sabrovsky –sin perjuicio de compartir el malestar por los bajos sueldos, problemas de infraestructura, falta de académicos de planta, acreditaciones de corto alcance… aunque ello claramente no es solo un problema de ARCIS–.

Mi nota anterior aludía a ciertas “sombras”, a determinados lapsus de una institución que se erige en una especie de pontificado universitario. Frente a una impugnación de esta naturaleza, Sabrovsky optó por sacar el currículum institucional. Ese era un recurso demasiado predecible (un alarde “monumentalista” que no atiende a las observaciones de mi primera nota) y me pregunto si volverá a utilizar desenfadadamente el recurso “facho-progresista” cada vez que la institución que representa reciba un par de estocadas en torno al ejercicio de la memoria institucional –que ha sido considerado tibiamente en su segunda comunicación–.

Por último dos cosas, una “ontología del antagonismo” es aquello que precisamente forma parte de “nuestro” marco fundacional, del pasado y presente de ARCIS. Lo que está en tensión, en duda, en suspenso, es el futuro. Nuestra tarea es algo más compleja que otras instituciones, pues cargamos con una incontinencia crítica, con un malestar insobornable a ciertos lenguajes de la especialización. Heredamos un parecido de familia con la firma Marx y sus ramificaciones. Nuestra herencia nos enorgullece, pero también nos pone frente a tareas extenuantes que requieren superar desafíos adicionales. Yo soy de aquellos que “ingenuamente” aún piensan en refundar, reestructurar a la luz de una dialéctica (sí, dialéctica) entre pasado, presente y futuro.

Finalmente, si en mi comunicación anterior hice una exposición del itinerario de ARCIS, es porque creo decididamente que no se trata de una Universidad más dentro del sistema de educación superior. Nuestro espacio es parte del pensamiento crítico chileno de los últimos 30 años, pero tampoco estoy disponible para auscultar las fragilidades institucionales y los abismos del último período. Por último, respecto a la salida del PC, bien vale una reflexión sobre el “acto de la salida”. Me refiero a la puesta en escena de ese acto: “una salida”. Como es de público conocimiento, luego de algunos años de relación (bien vale la precisión) hay una escisión necesaria. Pero ello no es nada nuevo, existen relaciones de entrada y salida entre distintos “grupos políticos”, “empresariales” y las instituciones universitarias. Si, a modo de rápida sinopsis, la UDD es la universidad que representa globalmente los intereses de la UDI, la institución que Sabrovsky defiende explícitamente es la propia transición chilena a la democracia –ahora eclipsada por algunos destellos de la Nueva Mayoría–. No existen retiros definitivos, ni marcos judicativos inmunes (a propósito de las donaciones que Sabrovsky objeta). La administración y los directorios de las universidades siempre están sobredeterminados por actores políticos y empresariales que ocupan y ocuparán roles que inciden en la vitalidad de todo proyecto universitario.  Si usted así lo quiere, el acto de retirada del Partido Comunista es también una retirada del ropaje que recubre el «compromiso» entre directorios de universidades y las tecnologías gubernamentales. El Partido Comunista trata de cortar el hilo de esa relación, pero usted termina escribiendo contra ese síntoma que desvela y desnuda el nivel de compromiso y complicidades que ha impedido transformaciones en nuestro modelo educacional. Gracias a Foucault sabemos que los vectores de la dominación están intrínsicamente asociados a toda vertebración institucional.

Lejos de desconocer las complejas implicancias del problema en cuestión, creo que de sopetón Sabrovsky instala una gramática hegemónica que juega a favor de las nuevas definiciones de acreditación. Eso sí, me temo que, en un fututo no muy lejano, corremos el riesgo de presenciar la extinción de aquellos proyectos de oposición a la dominante neoliberal. Me refiero a los ángulos de la disidencia político-institucional que pretenden combatir la hegemonía del pensamiento único.

Buenas vacaciones…

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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