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La demanda de Chile: más equidad e inclusión social

Juan Manuel Zolezzi
Por : Juan Manuel Zolezzi Profesor Titular Departamento de Ingeniería Eléctrica, Facultad de Ingeniería Ex-Rector Universidad de Santiago de Chile
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La tradición de nuestro país, ciertamente, ha sido la provisión mixta de la educación. Tenemos una tradición de respeto por las libertades individuales y de las familias. Eso no debe cambiar. Sin embargo, nunca como antes, por los efectos de un mercado sin regulación, entre otras causas, dicha provisión amenaza lo que para cualquier República es un tesoro: su educación pública. El Estado se debe, en primer lugar, al fortalecimiento de aquello que le es más propio: proveer la educación. Por ello es que un nuevo trato para la educación pública es de total relevancia, por sobre los proyectos particulares, independientes de su buena voluntad.


Hoy se abre para Chile un nuevo ciclo que tiene como fundamento el trabajo colaborativo de todos los actores políticos y sociales de las últimas décadas. Los logros que exhibimos como país, nos permiten pensar en un futuro más justo, sobre todo para quienes han tenido menos oportunidades y pueden sentirse partícipes del desarrollo que se ha ido alcanzando.

No obstante, junto al orgullo que sentimos por nuestros éxitos (ya que los logros nos pertenecen a todos) debe emerger una nueva conciencia de corresponsabilidad por los desafíos ante el Chile que soñamos. Si hemos logrado que cada vez más se vean beneficiados los sectores vulnerables y, por lo mismo, más chilenos y chilenas renueven sus esperanzas, no podemos sino estar seguros de que estos anhelos son fundados. Y en este contexto las nuevas generaciones de jóvenes nos han demostrado, en los últimos años, que es posible compartir con un país entero sueños de equidad e inclusión y, lo más relevante aún, lograr adhesión.

En efecto, si la educación pública está como prioridad en la agenda del Chile que viene, lo es, sobre todo, por la voluntad de los jóvenes, por su trabajo perseverante en pro de una demanda propia y ciudadana. Es por esto que el reconocimiento para ellos no puede ser accesorio, también hay que incluirlos en el diseño de propuestas y en la elaboración de políticas que coincidan con lo mejor de sus anhelos, así como de otros actores relevantes. Sin embargo, no es la primera vez que ocurre este fenómeno en nuestro país: la demanda por una educación pública de calidad para todos, recorre de inicio a fin la historia de Chile.

Hoy reconocemos, por ejemplo, los logros educativos de los tiempos de Darío Salas o de Eduardo Frei Montalva con cierta facilidad. Pero si nos detenemos y reflexionamos un poco más en ellos, comprendemos rápidamente que el gran triunfo que implicó para nuestro país la educación básica obligatoria, no fue en absoluto fácil de conseguir: a veces las ideas por exceso de individualismo se entramparon en el marasmo de las coyunturas estériles de suma cero. Si miramos en perspectiva el siglo XX chileno, lo podemos leer desde el desarrollo de las grandes reformas educativas. Y ahí están la reforma de 1920 con su Ley de Instrucción Primaria Obligatoria; la de 1927 o la de 1945, que se centró en la Educación Secundaria; la gran reforma de 1965; e incluso está aquella que ha tensionado de  tal forma el sistema, como es la cuestionada reforma de 1981, y las de 1996 y de 2011 o la del reciente año 2013 sobre el kinder obligatorio.

[cita]La tradición de nuestro país, ciertamente, ha sido la provisión mixta de la educación. Tenemos una tradición de respeto por las libertades individuales y de las familias. Eso no debe cambiar. Sin embargo, nunca como antes, por los efectos de un mercado sin regulación, entre otras causas, dicha provisión amenaza lo que para cualquier República es un tesoro: su educación pública. El Estado se debe, en primer lugar, al fortalecimiento de aquello que le es más propio: proveer la educación. Por ello es que un nuevo trato para la educación pública es de total relevancia, por sobre los proyectos particulares, independientes de su buena voluntad[/cita]

En consecuencia, no es la primera vez que nos enfrentamos a un desafío educativo de gran envergadura, pero sí es la primera vez en nuestra historia republicana en la que hemos sido todos los confrontados a participar de un diálogo transversal, para hacer que la Educación Pública sea un derecho fundamental que nos iguala e integra, y no que nos segrega o excluye del desarrollo económico, social y cultural.

La revolución que viene en Educación no es, por lo tanto, ni blanda, ni líquida, ni ambigua: es la revolución segura y serena que nace de una esperanza que cruza a toda la ciudadanía, desde las familias más humildes y necesitadas de nuestro país, hasta las más pudientes y acomodadas. El Chile que viene aspira, antes que a un debate sobre modelos teóricos ideológicos, a una discusión sobre lo que los ciudadanos esperan, como la gran Reforma Educativa que Chile todavía se debe a sí mismo, quizás como el máximo deber para con todos y sin distinción de clase. Hoy los líderes sociales, políticos, religiosos, económicos, culturales y del ámbito de la  educación estamos convocados a sobrepasar nuestras diferencias para escuchar con serenidad lo que la ciudadanía nos exige, que no es muy lejano –estoy convencido de ello– de lo que nuestras propias esperanzas nos muestran como un Chile posible.

Los pilares de la nueva Reforma Educativa no debemos interpretarlos tampoco como el germen de una revolución “dura”. El fin al lucro y la gratuidad universal no se contradicen con un sistema que ofrece educación de la más alta calidad en todos sus niveles y, menos, con el objetivo de reducir la segregación social, la que justamente hoy está produciendo un sistema basado en la competición, la selección y el mercado. La Educación entendida como un derecho social fundamental implica un rol protagónico del Estado, que junto con otorgar a sus propias instituciones de provisión educativa un nuevo trato preferencial, se orienta a revalorizar en todas sus dimensiones al profesorado, como un activo crucial y estratégico de primer nivel.

La tradición de nuestro país, ciertamente, ha sido la provisión mixta de la educación. Tenemos una tradición de respeto por las libertades individuales y de las familias. Eso no debe cambiar. Sin embargo, nunca como antes, por los efectos de un mercado sin regulación, entre otras causas, dicha provisión amenaza lo que para cualquier República es un tesoro: su educación pública. El Estado se debe, en primer lugar, al fortalecimiento de aquello que le es más propio: proveer la educación. Por ello es que un nuevo trato para la educación pública es de total relevancia, por sobre los proyectos particulares, independientes de su buena voluntad. Si bien es cierto que el Estado puede ir en ayuda de proyectos individuales o colectivos que de buena voluntad asumen proveedores particulares, lo debe hacer siempre sobre la base de un proyecto que tienda más a la igualdad que a la segregación.

Un cambio así no ocurrirá de un día para otro. Sin embargo, estamos convencidos que el camino que se proyecta, nacido desde una demanda por más equidad e inclusión social, es la vía por la que debemos transitar para que el Chile que esperamos, sea el que responsablemente supimos construir entre todos en pro de la Educación Pública.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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