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La educación pública chilena… en y más allá del nuevo gobierno Opinión

La educación pública chilena… en y más allá del nuevo gobierno

Sebastián Donoso
Por : Sebastián Donoso Instituto de Investigación y Desarrollo Educacional de la Universidad de Talca. sdonoso@utalca.cl
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Desgraciadamente, la tónica de este capitalismo salvaje “made in Chicago-Santiago”, se fortalece, además, con la expansión económica de los últimos 24 años, 20 de ellos bajo gobierno de la “no-derecha”. Es decir, “en Chile a los poderosos se les pasó la mano abusando del resto de sus compatriotas”; algo de ello se empezó a evidenciar cuando, en la campaña presidencial del año 2005, el candidato de la derecha de entonces descubrió –para sorpresa de ellos, supongo– que en ese Chile había grandes desigualdades sociales, reflejando así la preocupación de la derecha política-económica que entendía que no era buena “tanta desigualdad”, pues ponía en riesgo “el modelo”, por tanto, algo debía hacerse…


Pocas dudas caben de que el sector educación sea –hoy por hoy– el gran eje ordenador de la política del gobierno entrante, buscando dar cuenta con ello de las demandas de la sociedad chilena, que tras las consignas de “educación pública gratuita y de calidad” y de “fin al lucro y a la municipalización en educación”, resumen una buena parte de las complejas aspiraciones larvadas tras años de postergación, en un país donde el abuso de los poderosos sea ha dado en todo momento y circunstancia. Mario Waissbluth en su blog, el 3/02/2014, señala: Durante 30 años hemos tenido un sistema de libertinaje y abusos de todo orden. En la distribución del ingreso, en la previsión, las farmacias, la educación escolar, en la superior, los derechos de pesca y de agua, en lo que usted quiera y guste. Hasta que el 2011 la gente, legítimamente, explotó en las calles y en las redes sociales. El 2006 fue el temblor premonitorio, el sismo grande ocurrió en 2011, y todavía estamos viviendo las réplicas.

Desgraciadamente, la tónica de este capitalismo salvaje “made in Chicago-Santiago”, se fortalece, además, con la expansión económica de los últimos 24 años, 20 de ellos bajo gobierno de la “no-derecha”. Es decir, “en Chile a los poderosos se les pasó la mano abusando del resto de sus compatriotas”; algo de ello se empezó a evidenciar cuando, en la campaña presidencial del año 2005, el candidato de la derecha de entonces descubrió –para sorpresa de ellos, supongo– que en ese Chile había grandes desigualdades sociales, reflejando así la preocupación de la derecha política-económica que entendía que no era buena “tanta desigualdad”, pues ponía en riesgo “el modelo”, por tanto, algo debía hacerse…

Detrás de las demandas de y por educación pública de calidad, y del fin al lucro en educación, hay demasiada energía acumulada, alta tensión para una cuerda que está muy exigida y que podría fácilmente no soportar más carga. Lo preocupante es que este problema podría fácilmente estar llegando al “punto de no retorno”, cuya trasgresión abre escenarios mucho más complejos, e incluso inimaginables en la lógica del diálogo consensual que ha sofocado y neutralizado la mayor parte de las discrepancias en la política chilena postdictadura.

El Estado chileno, en la primera administración Bachelet, dio muestras de las dificultades y torpezas que tiene la institucionalidad pública (subdotación de capacidades) para asumir demandas de esta envergadura y explosión, cuestión que en el gobierno de Piñera se confirmó plenamente, ampliando esta percepción no solamente al Estado central, sino también a los gobiernos subcentrales (regiones y territorios). El Estado chileno entonces ha sido “estresado al máximo” en lo que se refiere a su capacidad de respuesta, y ha sido exigido al límite “dentro del modelo”, pero lo que algunos parecieran no entender es que, para responder a una buena parte de las demandas ciudadanas, hay que cambiar el modelo, y allí es donde no siempre hay el acuerdo en los actores del Estado, ni tampoco toda la confianza necesaria de la ciudadanía en la institucionalidad y sus autoridades. Un poco de ello es lo que estuvo tras el tema “Subsecretaría de Educación” recientemente zanjado. Una enseñanza de este suceso es que toda reforma en un área tan decisiva y sensible debiese hacerse en pleno conocimiento de y con los principales actores involucrados, y –por cierto– no entre cuatro paredes, por competentes que puedan ser los pergaminos de los involucrados.

El problema central de la educación chilena en materia de resultados educacionales, es la baja calidad de la enseñanza y su estrecha asociación con la alta desigualdad social y segregación socioeconómica y territorial del sistema educacional en su conjunto, producto y reflejo de lo que acontece en el país. 

Para una mejor comprensión del problema, es necesario establecer dos precisiones: Una, los bajos resultados son de toda la educación chilena; cada una comparada con su igual de países de PIB equivalente da cuenta de resultados inferiores, los que han sido “camuflados” tras señalar que los establecimientos municipales aumentan su brecha ante los privados: fenómeno que ocurre, y suele no decirse, porque los establecimientos municipales agrupan –proporcionalmente– a la población más pobre y son estas diferencias, las de ingreso y oportunidades, las que se reflejan en la educación, no siendo relevante la dependencia de los establecimientos, pues se explican sus resultados por el capital social y económico de las familias y sólo marginalmente por el valor agregado del establecimiento escolar. Este tema no se ha difundido, pues pone en tela de juicio los cobros por colegiatura, cuotas de incorporación y otros etc., de establecimientos privados que, en definitiva, aportan poco al incremento del capital educacional de sus estudiantes.

[cita]Este problema socioeducativo se ha potenciado en las últimas tres décadas porque el Estado chileno no ha podido asegurar el derecho a una educación de calidad a toda su población, dado que no dispone de una institucionalidad adecuada que garantice ese derecho, a saber: un buen sistema nacional de educación pública. [/cita]

La segunda precisión es que, a diferencia de otros países emergentes y desarrollados, en Chile “el peso” del origen social y territorial de la población (origen de “cuna social”) es determinante sobre sus resultados educacionales, esto es: “Dime cuál es el nivel educacional de tus padres y sus ingresos económicos y puedo predecir, con alto grado de certeza, tus resultados educacionales”. A lo que se agrega asimismo: “Dime en que región y localidad estudias y puedo además corregir esa predicción al alza o a la baja”.

Ese es entonces el gran problema de la educación chilena: en un sistema social con fuertes desigualdades sociales y segregación territorial, la educación no ha podido corregir en grado relevante esa situación, se entiende que podría hacer más al respecto, para lo cual la educación pública debería desempeñar un papel mucho más relevante del que cumple.

Este problema socioeducativo se ha potenciado en las últimas tres décadas porque el Estado chileno no ha podido asegurar el derecho a una educación de calidad a toda su población, dado que no dispone de una institucionalidad adecuada que garantice ese derecho, a saber: un buen sistema nacional de educación pública.

Ello es lo que se conoce como la crisis de la educación pública, cuya reversión está estampada en las consignas “educación pública gratuita y de calidad” y “fin al lucro y a la municipalización en educación”. Ahora bien, en términos de sus detonantes fundamentales, la crisis de la educación pública no es sólo ni principalmente de índole económica. Su deterioro incremental se funda, además, en su institucionalidad y en las asimétricas relaciones de competencia que debe mantener con la educación particular. Estas materias se expresan en tres componentes dominantes del sistema: el modelo de financiamiento (subsidio por alumno y financiamiento compartido), la institucionalidad (municipal y regional) y el desequilibrio entre recursos asignados y las obligaciones que pesan sobre la educación pública, que inciden en las oportunidades educativas que se proveen.

Si bien se puede señalar que existe un alto grado de consenso acerca de la necesidad de realizar transformaciones de magnitud en la arquitectura del sistema educacional, entendiendo que corresponde a una condición imprescindible para el mejoramiento sustantivo del sistema escolar público, lo cierto es que tal acuerdo no incluye consenso sobre las nuevas formas organizativas a seguir. Esencialmente, se podría hablar de aquellas propuestas que están por perfeccionar la institucionalidad actual, sin transformaciones mayores, en tanto un número importante de ideas se organizan tras una metamorfosis relevante de la arquitectura del sistema de educación publica. El criterio diferenciador es seguir concibiendo la educación como un bien privado; en tanto las últimas visiones promueven un cambio estructural con el objetivo de sacarla del mercado, en consonancia con su carácter de bien público, algunas la fundan como un derecho social.

Inherente a esta segunda visión está la necesidad de acabar con la subsidiariedad como principio en el actuar del Estado en todo plano. Esta transformación del rol del Estado, en este caso paulatino pero consistente, ha de implicar reconquistar su lugar como principal proveedor y actor de referencia de la educación, transformándose en un Estado garante de derechos sociales. Ello significa centrar su papel en la provisión de educación pública de alta calidad, recuperando su tarea de guía y referente de calidad para todo el sistema. El eje estructurador de esta visión es traspasar la tuición administrativa de la educación escolar de los alcaldes (municipios) a una institucionalidad pública descentralizada, hoy en debate sus distintas figuras.

Para que la educación pública se potencie es imprescindible dotarla de una institucionalidad fuerte, adecuada a las necesidades de los estudiantes y a las capacidades de gestión de los territorios que atiende. No obstante, estas disposiciones gozan de escaso acuerdo y poco avance al respecto, lo que es consistente con la discusión macropolítica chilena, donde lo subnacional ha sido invisibilizado por los actores políticos centrales. A la fecha, el Estado central chileno confía poco en su aparato subnacional, salvo para tareas de segundo orden, debidamente pauteadas sectorialmente, un patrón que es reafirmado por los mismos gobiernos subcentrales que acatan resignadamente su rol subordinado. En este marco, los procesos de descentralización se han hecho sin considerar los territorios como objetos relevantes de este proceso, con sus debidas particularidades.

En la visiones pro cambio estructural, pese a la coincidencia en que el nuevo sistema debe ser descentralizado, el debate es sobre el equilibrio entre descentralización, realidades locales y calidad de la gestión. Entonces el tema crítico es llegar a acuerdo respecto de qué tan descentralizado ha de ser el nuevo sistema, existiendo –ciertamente– ideas alternativas. Las más dominantes, efectivamente, hablan de un proceso centralizado de descentralización, es decir, dosificado desde el aparato central. En tanto, las menos, definen un proceso descentralizado, con mayor autonomía de las unidades territoriales subnacionales. Aunque pueda resultar sugestivo, se trata de un debate con exigua tradición en Chile, pues estas materias han sido usualmente relegadas a situaciones puntuales, de escaso impacto público.

No se concibe la descentralización como una política de desarrollo destinada a dar sustentabilidad económica, social y política al país, no forma parte de las visiones dominantes que hegemonizan los debates sobre reforma del Estado. Por el contrario, son más bien materias de orden menor, admitidas más como un resabio de política social, usualmente se habla de desconcentración y en oportunidades se le hace erróneamente sinónimo de descentralización. Consistente con lo señalado, prácticamente entre los años 1989 y 2013, hubo muy pocos avances en materia de descentralización política en Chile, siendo un elemento claramente en deuda, tal como lo han evidenciado los principales conflictos sociales desde el año 2010 en adelante.

El Estado chileno se encuentra “atrapado en su gobernabilidad” ante un conjunto de demandas que sobrepasan su baja dotación de capacidades para atender tales reivindicaciones. Ello acusa aún más deterioro por el excesivo centralismo del Estado, lento para responder a crecientes demandas de escala subnacional, las que –por lo general– ese Estado no logra entender debido a la desestimación de esta dimensión en el mismo diseño político estatal. Lo subnacional es un espacio precario, aún frágil para construir políticas más autónomas. En Chile, en la práctica, salvo las regiones extremas del país y la del Bío Bío han caminado en este sentido, sin embargo, no han sido mayormente los ciudadanos de regiones quienes hemos reclamado por gobiernos subnacionales poderosos, tendencia que se quiebra en forma paulatina desde hace un tiempo. En la actualidad son estos ciudadanos quienes denuncian las incoherencias entre los diversos niveles del Estado, entre las políticas sectoriales y la territoriales. Es decir, se reclama un Estado que dé gobernabilidad a las políticas subnacionales, tras grandes debilidades normativas, políticas y de identidad del Estado subsidiario vigente.

Para encauzar la solución a la crisis de la educación pública es imprescindible cambiar el modelo y sus principios de financiamiento “frankensteinianos” que se han seguido, por un sistema que refleje la complejidad del fenómeno educativo en su conjunto que se pretende financiar, entendiendo que además debe proveerse de recursos coherentes con el objetivo que se persigue: educación de calidad que rompa el origen de cuna y territorial. También debe atenderse el tema del financiamiento compartido (copago), hoy más complejo que ayer, pues su supresión inmediata podría implicar el efecto perverso de “desnudar aún más la educación pública”.

En segunda instancia es imprescindible “desalcaldizar y desmunicipalizar la educación pública”, construyendo una institucionalidad que garantice mejores oportunidades para los estudiantes, lo que implica también mejores condiciones para quienes trabajan en ella; sobre este tema hay mucho debatido y estudiado, de manera que más que nada se requiere de la voluntad política y de la conciencia ciudadana de su necesidad imperiosa.

Finalmente poco se logrará si en forma simultánea no se reducen de manera importante las asimétricas relaciones de competencia que debe mantener la educación pública con la educación particular. Esto es, que aquel sector que recibe dinero público para funcionar (subvención regular, SEP, etc.), tenga los mismo derechos y deberes de responsabilidad con sus estudiantes y personal, por ejemplo: sistemas de selección de estudiantes como también un sistema contractual y de beneficios para sus funcionarios equivalente al público. Cuesta entender que recursos que tienen el mismo origen, sentido, monto y finalidad puedan implicar compromisos diferentes según el propietario del establecimiento, algo insólito, pues los dineros se proveen para un finalidad educativa y no del empresario.

Hay buenos ejemplos en países democráticos del primer mundo, donde estos sistemas de derechos y deberes similares, independientes del sostenedor, se han aplicado centenariamente y con mucho éxito.

Tras este escenario macro hay muchos puntos que abordar, los problemas de gobernanza derivados de la institucionalidad instalan: Consejo Nacional de Educación, Ministerio de Educación, Superintendencia de Educación Escolar y Agencia de Calidad; los de definición e instalación de la gratuidad en el punto de servicio, que sólo son una parte de los problemas de financiamiento de la educación publica, los de cómo reducir gradualmente el copago sin afectar las oportunidades educativas, etc.; temas que conforman el complejo espacio de la educación en una trama que reúne muchos intereses poderosos que no se han trasparentado aún.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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