Publicidad

Perverso

Manuel Riesco
Por : Manuel Riesco Economista del Centro de Estudios Nacionales de Desarrollo Alternativo (Cenda)
Ver Más


No fue hace mucho que las tribus Inuit lograron finalmente abandonar una costumbre ancestral: cuando sus viejos no eran capaces de proveer su propio sustento, se alejaban en solitario a dejarse morir en el hielo. No eran los únicos apegados a esta drástica tradición, de valor moral estremecedor y racionalidad bien evidente. Durante milenios, la productividad del trabajo en muchas comunidades era tan escasa, que sólo alcanzaba para reproducirlas. El excedente era apenas suficiente para sostener a los críos, puesto que incluso los niños debían trabajar para proveer parte del suyo.

El inicio de la historia humana coincide, precisamente, con la era en que la incrementada productividad del trabajo posibilitó la generación de excedentes más pródigos. La agricultura hizo posible que el producto de parte de la jornada de trabajo pudiese destinarse a fines diferentes al sustento del propio trabajador.

Dichos excedentes constituyen la base de todas las civilizaciones. También sostienen todos los señoríos y sus correspondientes formas de servidumbre. Asimismo, imponen la obligación moral de cada generación de sostener dignamente a sus viejos. Ésta es la norma esencial que vino a reemplazar el código primigenio que les ordenaba abandonarse a la muerte.

El haber pretendido imponer la ilusión de romper esta cadena secular de solidaridad entre generaciones, es quizás el aspecto más perverso del esquema de jubilaciones impuesto en Chile por la dictadura de Pinochet y los “Chicago Boys”, que se mantiene intacto hasta el día de hoy. Aparte de apropiarse las contribuciones a la seguridad social, rebajar drásticamente las pensiones y discriminar a las mujeres, desde luego.

Evidentemente, los que trabajan son, siempre han sido y serán, quienes mantienen a los que están incapacitados para hacerlo. El pan que desayunan cada mañana los jubilados de todo el mundo, es horneado esa misma madrugada por trabajadores en actividad. Así ocurre con la mayor parte de lo que consumen cotidianamente los mayores, los incapacitados y los niños. En todas las civilizaciones, cada persona que trabaja tiene la obligación moral de sostener a quienes no pueden hacerlo. Las modernas sociedades la imponen por ley.

Los diferentes esquemas previsionales son mecanismos de cálculo, simples o enrevesados, que determinan la cantidad de bienes y servicios que cada sociedad destina para sostener a sus mayores. Por este motivo, los cambios demográficos que alteran la proporción entre activos y pasivos, afectan a todos los sistemas exactamente por igual.

También en los esquemas de capitalización, son los que trabajadores en cada momento, los que sostienen a sus mayores, a quienes traspasan cotidianamente una cuota de los bienes y servicios que producen. Es verdad que algunos de los bienes que requieren los adultos mayores pueden provenir de años anteriores, como sus casas, algunos equipos e incluso su ropa, los que usualmente prefieren conservar con cariño. Sin embargo, el grueso de lo que consumen es producido cada año, cada mes, cada día.

La ilusión promovida por la llamada «capitalización individual», que asume que cada jubilado se va a sostener con lo que ha ahorrado a lo largo de la vida, no es sino eso, una ilusión. El dinero recaudado mensualmente por dichos sistemas -una vez descontadas las comisiones y primas de sus administradores, que suelen ser suculentas-, se “invierte” de inmediato, en bonos y acciones de empresas privadas o en bonos del Estado, principalmente. Las instituciones a cargo de la recaudación no mantienen ni un solo peso en sus cofres, excepto la calderilla requerida para sus gastos diarios. Los “fondos de pensiones” están conformados exclusivamente por papeles, bonos y acciones, que otorgan a sus tenedores derechos sobre futuras ganancias o impuestos, los que serán generados por los trabajadores en actividad en ese momento.
Sin embargo, promueven la ilusión que se trata de ahorros acumulados por personas individuales. Los esquemas de reparto, en cambio, que utilizan las contribuciones a la seguridad social e impuestos de los trabajadores activos para pagar pensiones, hacen explícita esta solidaridad ínter generacional.

En las sociedades tradicionales, cada persona que trabajaba debía sostener a uno que no podía hacerlo. Estos últimos eran casi todos niños, quienes constituían a lo menos la mitad de la población, mientras los ancianos eran muy escasos. Las mujeres parían muchos hijos, sabedoras que ellos constituían la principal riqueza de la familia campesina, pero la mayor parte moría antes de llegar a trabajar. Los que lograban hacerlo tampoco vivían muchos años. Eran sociedades que trabajaban apenas para sobrevivir. Vivían poco, en condiciones muy duras y su número crecía muy lentamente. Sin considerar las sequías, pestes y otras catástrofes naturales, que las diezmaban de tanto en tanto. Lo mismo sucedía con la productividad del trabajo y los excedentes, que crecían poco y nada.

La urbanización masiva que viene cursando desde hace dos siglos cambió radicalmente todo lo anterior. Las mejores condiciones sanitarias multiplican las poblaciones. Pero sólo hasta que las mujeres reducen drásticamente el número de nacimientos. Durante esa transición, el número de los que trabajan llega a duplicar a los que no pueden hacerlo. A lo largo de varias décadas, cada persona activa sólo necesita proveer la mitad de lo que requiere cada pasivo. Ésta es la óptima situación demográfica chilena actual. Hace un siglo, en cambio, el número de activos era igual al número de pasivos; niños estos últimos en su abrumadora mayoría.

En las sociedades urbanas maduras, la vida se prolonga muchos años y la proporción de adultos mayores aumenta considerablemente, al tiempo que se reduce la de niños. Al final, se restablece el equilibrio de siempre: el número de los que pueden trabajar vuelve a igualar a los que no pueden hacerlo. Sólo que estos últimos ahora no son sólo niños sino también adultos mayores. Los pueblos que han alcanzado ese estadio ya no trabajan para sobrevivir, sino para vivir muchos años.

Y viven bien o al menos disponen de muchos bienes. Al migrar a las ciudades, las manos del campesino adquieren el Don del Rey Midas: todo lo que tocan se convierte en oro. No sólo producen pan sino al mismo tiempo dinero, puesto que aquel se vende y compra en el mercado, mientras antes lo consumía la misma familia que lo producía.

Masas de hombres, a quienes en la generaciones siguientes se suman sus mujeres, dispuestos y forzados a vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario, conformaron la base de un nuevo modo de producción, que en su ansia ilimitada de ganancias, revoluciona constantemente la fuerza productiva del trabajo. Ni que decir que, precisamente por este motivo, genera constantemente contradicciones de todo tipo, las que resuelve en crisis periódicas que a veces resultan devastadoras.
Este cambio epocal en las formas de vida y trabajo ha alcanzado ya a la mitad del planeta. Avanza de manera arrolladora sobre la otra parte de la humanidad, que está migrando a un ritmo vertiginoso a las gigantescas metrópolis donde se están gestando las dimensiones definitivas de la era moderna. Si logra encadenar los demonios de la depredación de la naturaleza, el fascismo y la guerra, que asolaron la referida transición en Europa durante el siglo XX, la humanidad entera logrará alcanzar los niveles de bienestar que hoy disfrutan los países que la iniciaron.

Considerado en su conjunto, el mundo del siglo XXI es todavía una sociedad en plena urbanización. Una economía emergente, como se denominan hoy a las que están en ese trance. Por ello, la proporción entre quienes pueden trabajar y los que no pueden hacerlo, continuará mejorando a favor de los primeros. Durante la mayor parte del siglo, la humanidad seguirá disfrutando de este «bono demográfico», como se denomina la disminución progresiva de la carga de los pasivos sobre los activos. Ello permitirá destinar una proporción creciente de la jornada de los segundos, para que todos vivan mejor.

El espantajo del envejecimiento es un temor infundado si se considera el mundo en su conjunto. Las migraciones hacia los países más maduros, permitirá que también éstos se beneficien en parte con este «bono». Cuando complete su urbanización y alcance las proporciones demográficas de los actuales países desarrollados, la humanidad no habrá sino restablecido la regla secular: cada ser humano activo deberá sostener nuevamente a un pasivo. Sólo que ahora, la incrementada productividad del trabajo prodigará una abundancia general.

Como todos los que trafican con temores de la gente, las motivaciones de quienes agitan este espantajo son inconfesables: buscan justificar una rebaja de beneficios, con la idea de echarle el guante a parte de los recursos que las sociedades destinan a sus viejos.

En Chile lo han logrado durante treinta años. ¿Permitiremos que lo sigan haciendo?

Publicidad

Tendencias