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El legado de Piñera

Sergio Fernández Figueroa
Por : Sergio Fernández Figueroa Ingeniero comercial de la Universidad de Chile. Ha ocupado cargos gerenciales en el área de Administración, Contabilidad y Finanzas, y se ha desempeñado como consultor tributario y contable en el ámbito de la Pyme.
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Termina el período presidencial de Sebastián Piñera y, como siempre ocurre en estos casos, llegan las evaluaciones. ¿Cómo lo hizo el saliente presidente? Su desempeño, ¿fue bueno, regular o malo? ¿Aprobó, quedó para marzo o, lisa y llanamente, reprobó? Por cierto, sería muy bueno saberlo, no sólo en su caso, sino en los de cualquiera que ocupe tan alto cargo (¿le suena a usted haber visto una evaluación en serio, una siquiera, de los desempeños de los antecesores de Piñera?).

Como era de esperarse, varios artículos se refirieron al tema la semana recién pasada. La mayoría, sorprendentemente, usando argumentos que, con el mayor cariño y respeto, sólo pueden calificarse de básicos. ¿Qué pasa en este país? ¿De repente se nos olvida cómo se efectúan las evaluaciones? ¿O es que nunca lo hemos sabido? Bueno… dicen por ahí que nunca es tarde para aprender.

Una evaluación, no está de más recordarlo, es una comparación. Para evaluar algo, un desempeño por ejemplo, usted debe disponer de un patrón de medida contra el cual confrontarlo. Pero no cualquier patrón sirve (usted no usará una huincha de medir para determinar la cantidad de agua que hay en un recipiente, por ejemplo); debe ser el adecuado para lo que se busca medir.

Porque si usted quiere hacer un análisis tendencioso, que lo muestre como un as de en la materia donde está dando examen, lo puede efectuar fácilmente si la audiencia no es muy avispada. Basta con que elija un patrón de comparación que le convenga.

Para darle un ejemplo, si usted quiere probar que su rendimiento en los cien metros planos es excelente, no elegirá confrontarse contra Usaín Bolt. Aparte de permanecer una semana en cama con depresión después de la prueba (y de llegar a conocerle bastante bien la espalda al contrincante), obtendrá una pésima evaluación, se lo garantizo. Usted puede, en cambio, elegir un patrón de comparación que lo deje como una estrella de dicha disciplina, verbigracia, un caracol. Corra los cien metros planos contra un caracol (o una tortuga, si la baba le es incómoda) y logrará una evaluación óptima. Será el vencedor por lejos, no le quepa duda.

Con los desempeños gubernamentales, usted puede hacer algo muy similar. Puede optar, por ejemplo, por compararse con la Venezuela de hoy (o con algún otro país en condiciones similares), y saldrá victorioso. Se lo aseguro. Puede elegir hacerlo con otro mandatario cuyo desempeño sea, claramente, inferior al suyo (por medio de un panel de indicadores hábilmente seleccionados y expuestos, por ejemplo), y ocurrirá lo mismo. Si usted quiere probar a toda costa que es exitoso, y los analistas y la audiencia son poco acuciosos, dispone de muchos patrones para utilizar.

Ahora, si el deseo de aparecer como exitoso ya se le transforma en obsesión, usted puede optar por la estrategia de publicar verdades parciales. Con analistas poco aplicados y auditorios poco inquisitivos, funciona de mil maravillas. Usted puede jactarse, por ejemplo, de la tasa de crecimiento, y no mencionar para nada su contrapartida, la tasa de desigualdad (que refleja cómo se reparte ese crecimiento). Se lo doy firmado que, por muy injustas que sea la distribución, pasará colado. Puede presumir de la baja tasa de desempleo, sin considerar en lo absoluto la calidad de los empleos generados (¿sabrán los analistas y los columnistas que se dedican a propalar estas cifras, que el tasa de desempleo en los países esclavistas es cero?). Puede vociferar a los cuatro vientos que los más pobres están hoy mejor que antes, sin detenerse a pensar que es imposible que ello no sea así (si un país triplica su PIB en un determinado lapso, no es factible que los menos favorecidos no reciban nada de ese crecimiento), pero que tal situación no garantiza en lo absoluto que el país esté transitando por la senda correcta (para ello, es necesario saber si todos los habitantes del país recibieron la proporción que en justicia les correspondía de ese crecimiento). Y así sucesivamente.

Pero si usted es un político recto y quiere evaluarse como corresponde, saber realmente cuántos puntos calza (o su audiencia, compenetrada del tema, se lo exige), usted debe —no tiene otra alternativa— elegir el patrón de comparación adecuado. Lo otro, perdóneme que se lo diga, no es serio (como muy bien decía un mandatario anterior, el del caso “sobresueldos”).

¿Y cuál es ese patrón de comparación? Los objetivos establecidos al comienzo de un período presidencial y las cifras que determinan la calidad de “desarrollado” de un país, califican como tales. Siempre y cuando se consideren en su integridad, desde luego; no parcialmente. También sirve comparar el país que se recibió del predecesor, con aquél que se entrega al sucesor (puede llegar a ocurrir, ha sucedido, que ambos sean la misma persona).

Entremos, pues, en materia. Usted puede darse la lata de revisar las webs gubernamentales una por una, para ver si en alguna halla aunque sea un objetivo cuantificado; yo, debo confesarlo, fracasé en ese intento. Sin embargo, si recurrimos a los primeros discursos del presidente saliente, podemos analizar lo expuesto en el párrafo anterior de una sola plumada. En efecto, el 21 de mayo de 2010, Piñera expuso ante el país que “antes que esta década concluya, Chile habrá alcanzado el desarrollo y superado la pobreza” (alguien debió explicarle al presidente que las décadas se inician el año uno y terminan el año diez, por lo que, en estricto rigor, él estaba poniéndose un plazo de sólo siete meses para lograr su compromiso, pero ése es otro tema; alguien debió haberle explicado también, que en los países desarrollados no existe la pobreza, por lo que su declaración de objetivos era redundante). De manera que allí tiene usted el patrón de comparación que debe ser usado para evaluar a Sebastián Piñera: alcanzar el desarrollo hacia el 2020.

Un país desarrollado tiene un ingreso per cápita igual o superior a US$ 30.000; un coeficiente de Gini menor o igual a 0,30; un coeficiente 10/10 de sólo un dígito; un Estado que garantiza elevados derechos a sus ciudadanos y les otorga la máxima protección posible ante eventuales abusos; una administración pública profesional e independiente de los partidos políticos; estrictos controles para evitar el uso indebido de la caja fiscal; un fuerte desarrollo industrial, una mínima dependencia de sus recursos naturales y una poderosa estructura de investigación y desarrollo, entre otras características. En dicho escenario, ¿de verdad alguien se atrevería a plantear que avanzamos, durante los últimos cuatro años, aunque sea un ápice en esa dirección? ¿Que estamos más cerca de ser desarrollados que cuando asumió Piñera? ¿Que en el 2020 (corrigiendo el desliz de décadas ya mencionado) alcanzaremos el desarrollo (superando, de paso, la pobreza)? Convengamos que esto último es, a lo menos, muy poco probable, ¿verdad? Convengamos también que, evidentemente, Piñera no cumplió con los objetivos que se impuso al comienzo de su mandato, por lo que reprobó su evaluación.

La estricta verdad es que el gobierno de Piñera fue, usando la terminología de una de sus ex funcionarias, sólo “reguleque”. ¿Que fue mejor que sus antecesores? Al parecer, sí, pero no nos sirve como país la filosofía esa de que “en el país de los ciegos el tuerto es rey”. Necesitamos presidentes que encaminen el país hacia el desarrollo, y Piñera no lo hizo. Ninguno de los cambios requeridos para ello, comenzó siquiera a esbozarse durante su gestión. Fue un simple administrador.

No pasará a la historia, en consecuencia, ni como un visionario ni como un estadista. No es ésa su impronta. Tampoco la de la eficiencia ni la de la transparencia (los conflictos de intereses y los contratos de honorarios de último minuto (¿truchos?) enterraron esa posibilidad). ¿Cuál es, entonces, su legado?

Bueno… hay uno, y muy importante: Piñera entreabrió puertas. Durante estos cuatro años comenzaron a ventilarse más que nunca antes, las hediondeces de nuestro sistema político y económico: los indebidos (e inaceptables) privilegios que poseen algunos grupos de poder; la corrupción que campea en ese enorme campo de pago de servicios políticos que son los contratos a honorarios; la carencia absoluta de sistemas que evalúen sistemáticamente a nuestros gobiernos y gobernantes; la increíble sarta de abusos que cometen algunos empresarios inescrupulosos en contra de los consumidores; la brutal inequidad de nuestra sociedad en todos sus ámbitos. Piñera permitió que eso ocurriese, que la ciudadanía comenzara a tomar conciencia de tales atentados que, día a día, se cometen en su contra, y que se percatara de la forma de enfrentarlos.

¿O ustedes creen que en la reciente caída de cuatro subsecretarios antes de asumir sus cargos, no tiene nada que ver Piñera? Él entreabrió esa puerta y, tal vez sin quererlo, mostró el camino. Ése es su legado y por eso, y por ninguna otra cosa, pasará a la historia.

Lástima por Michelle Bachelet, que pagará los platos rotos.

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