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Crisis en Venezuela: el incómodo dilema ético de Bachelet y la Nueva Mayoría Opinión

Crisis en Venezuela: el incómodo dilema ético de Bachelet y la Nueva Mayoría

Marcel Oppliger
Por : Marcel Oppliger Periodista y co-autor de “El malestar de Chile: ¿Teoría o diagnóstico?” (2012)
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Quienes hoy gobiernan desde La Moneda harían bien en recordar que la verdadera izquierda venezolana –los comunistas y socialistas que, junto a los socialdemócratas y los democratacristianos de la época, apoyaron a los chilenos que luchaban contra la dictadura de Pinochet– milita hace años en la oposición al chavismo, pues ha entendido que el discurso bolivariano de “izquierda” es sólo una fachada que esconde a un régimen fundamentalmente militarista y autoritario.


José Miguel Insulza dejará en los anales de América Latina el recuerdo de un chileno que, como secretario general de la OEA, negó sistemáticamente que la democracia venezolana estuviera en problemas, aun cuando instituciones de la propia OEA, como la Comisión Interamericana de DD.HH., han emitido durante años informes que sostienen exactamente lo contrario.

Michelle Bachelet, por su parte, arriesga ser recordada como la Presidenta de Chile que, justo en momentos en que el régimen bolivariano mostraba la cara más brutal de su naturaleza autoritaria, escogió ignorar toda la evidencia al respecto para escudarse tras una cuestionable idea: no puede no ser democrático un gobierno que ganó el poder en las urnas (definición que convierte a Cuba en una dictadura, por cierto, cosa que la Mandataria jamás aceptaría).

Reducir la democracia al mecanismo por el cual se obtiene el poder, haciendo caso omiso de la forma en que éste se ejerce, es poner en entredicho la esencia misma del sistema de derechos, obligaciones y libertades que configura un orden genuinamente democrático. Las imágenes provenientes de Venezuela en los últimos días no dejan lugar a dudas sobre el comportamiento antidemocrático del gobierno de Nicolás Maduro, más allá de que se haya impuesto en los comicios de abril de 2013 (en un proceso electoral que, como todos los del período bolivariano, jamás habría pasado el test de blancura de nuestro Servel).

El canciller Muñoz y la Presidenta Bachelet han justificado su apoyo a Maduro por el rechazo a que se intente “derrocar violentamente” a un régimen elegido con votos. Pero los registros visuales son indesmentibles: la principal violencia la están ejerciendo las fuerzas de seguridad venezolanas en contra de los civiles que protestan. Espantan –y debieran remecer las conciencias– los muchos videos que muestran a policías y guardias nacionales golpeando salvajemente a personas desarmadas que no ofrecen resistencia, o disparando armas de grueso calibre en lugar de munición antimotines. Las decenas de muertos y centenares de heridos han dejado postales sangrientas que han dado la vuelta al mundo sin que se levante en las naciones democráticas un coro unánime de condena.

[cita]Michelle Bachelet arriesga ser recordada como la Presidenta de Chile que, justo en momentos en que el régimen bolivariano mostraba la cara más brutal de su naturaleza autoritaria, escogió ignorar toda la evidencia al respecto para escudarse tras una cuestionable idea: no puede no ser democrático un gobierno que ganó el poder en las urnas (definición que convierte a Cuba en una dictadura, por cierto, cosa que la Mandataria jamás aceptaría).[/cita]

Se trata de una represión que no tiene símiles en la experiencia latinoamericana reciente, y que se suma a la instrumentalización del Poder Judicial por parte del Ejecutivo para acorralar y encarcelar a sus detractores. La prisión del líder opositor Leopoldo López, aislado hace un mes en una cárcel militar bajo cargos a todas luces espurios, es apenas el ejemplo más visible de un cerco judicial que busca silenciar a todos los críticos del gobierno. El retiro de su investidura parlamentaria a la diputada María Corina Machado refleja a un Poder Legislativo que actúa fundamentalmente como brazo ejecutor del Gobierno.

Por supuesto que serán los venezolanos quienes resuelvan sus problemas, pero la comunidad internacional, y en especial los países de América Latina, no pueden permanecer de brazos cruzados –como ha escogido hacer la OEA, negándose incluso a discutir el tema– ante una crisis como la que vive hoy Venezuela.

En este sentido, Chile tiene un compromiso ético especial, como bien sabe la actual coalición gobernante. En 1975, en la localidad de Colonia Tovar, cercana a Caracas, tuvo lugar uno de los hitos fundacionales de la futura Concertación, antecesora directa de la Nueva Mayoría. Allí, protegidos por la amistad de una democracia consecuente con sus principios, se reunieron representantes socialistas, democratacristianos, radicales, del Mapu y de la Izquierda Cristiana para iniciar el proceso de reflexión política que los llevaría a recuperar la democracia en Chile 15 años más tarde.

Quienes hoy gobiernan desde La Moneda son herederos de ese proceso y harían bien en recordar que la verdadera izquierda venezolana –los comunistas y socialistas que, junto a los socialdemócratas y los democratacristianos de la época, apoyaron a los chilenos que luchaban contra la dictadura de Pinochet– milita hace años en la oposición al chavismo, pues ha entendido que el discurso bolivariano de “izquierda” es sólo una fachada que esconde a un régimen fundamentalmente militarista y autoritario.

Por muchísimo menos de lo que hoy ocurre en Venezuela, varias de las actuales autoridades y miembros de la Nueva Mayoría no dudaron en calificar de “dictatorial” al gobierno de Sebastián Piñera durante las manifestaciones estudiantiles de 2011. Sin ir más lejos, la nueva ministra de la Segpres, entonces senadora, acusó al titular de Interior de impulsar un “Estado policial”. Pero nunca hubo muertos en las protestas chilenas, los detenidos eran liberados el mismo día (incluso los que habían sido sorprendidos in fraganti en actos de vandalismo), y la mayoría de los heridos que produjeron los enfrentamientos con la policía fueron carabineros, dato que a muchos políticos y líderes estudiantiles parece incomodar.

Un mínimo de consecuencia política, de honestidad intelectual y de convicción democrática obliga a condenar en los más duros términos la forma en que el gobierno venezolano está reprimiendo las protestas en su contra. Protestas que nacen, hay que enfatizar, no de una “conspiración fascista” de la oposición para derrocarla ni tampoco de una estrategia “imperialista” para desestabilizarla, sino de la exasperación ciudadana ante los irrefutables fracasos de la revolución bolivariana a lo largo de 15 años: la peor inseguridad de la región, la peor corrupción, la peor inflación, el peor desabastecimiento de productos básicos, el peor desempeño en libertad de prensa y derecho a la información, la peor transparencia electoral y fiscal, la peor autonomía de los poderes públicos, la peor polarización social, la peor concentración de poder discrecional en manos del Ejecutivo. Parece una lista inmisericorde de críticas, pero se trata de realidades objetivas que han sido medidas a través de decenas de instrumentos y variables, y de las cuales los venezolanos pueden dar doloroso testimonio.

Por todas estas razones, los demócratas chilenos –pero en especial quienes tienen poder de decisión en La Moneda y el Congreso– poseen argumentos de sobra para impulsar una campaña diplomática decidida y urgente que haga entender al Palacio de Miraflores, sin eufemismos, que el curso de acción que ha adoptado es inaceptable y que no le traerá la solución a sus problemas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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