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Simce: la necesidad de una crítica destructiva

Iván Salinas
Por : Iván Salinas Ph.D. Enseñanza y Educación de Profesores. Investigador en Educación en Ciencias. Fundación Nodo XXI.
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Si el nuevo gobierno de Bachelet quisiera orientar sus políticas hacia el reconocimiento de la educación escolar como derecho, en oposición al carácter del Estado subsidiario heredado de la dictadura y sus 24 años de inercia, una iniciativa clave debiese ser la eliminación del Simce.


En las próximas semanas, como cada año, se reportarán los resultados de las pruebas del Sistema de Medición de la Calidad de la Educación (Simce). Será una instancia donde las posiciones tradicionalmente neoliberales sobre el sistema escolar harán gala de lo que han hecho durante ya dos décadas desde que los resultados Simce son públicos y por escuelas: culparán a los docentes, justificarán la privatización de la educación y hablarán de equidad desde sus púlpitos academicistas, diciendo que los pobres «no saben nada.»

El supuesto del Simce con el que se han desarrollado todos estos debates en los últimos años es simple: el Simce mide la calidad de la educación de forma neutra. Así, hablan del Simce con metáforas como el termómetro, la luz, el patrimonio. Estos supuestos, además de ser inadecuados, tienen orígenes y consecuencias, tanto técnicos como políticos, muy graves.

Técnicamente, el Simce no mide la calidad. Aún cuando su nombre lo diga, no existe ninguna definición de «calidad» que pueda asociarse al diseño de las pruebas. En simple, es como pretender medir el ancho de una ventana usando los grados Celsius de un termómetro. Ello es escandaloso, técnicamente hablando. A pesar de ello, los resultados del Simce han sido orientadores de las políticas neoliberales en educación, informando incentivos para profesores, escuelas y estudiantes, atribuyendo juicios sobre capacidades pedagógicas de las y los docentes del país, e incluso justificando la distribución diferenciada de recursos mediante vouchers.

Ningún evaluador serio en educación podría aceptar que una sola medición educativa pueda tener 17 objetivos diferentes, como es el caso del SIMCE.

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Estos objetivos implican consecuencias graves, que han sido denunciadas en la campaña Alto al Simce. Entre éstas contamos: estrés en comunidades escolares, estrés entre los docentes, distorsión de los procesos pedagógicos, empobrecimiento de la distribución de asignaturas del currículo con el fin de enfocarse en la preparación de las pruebas. ¿Por qué hemos dejado que el Simce se haga cargo de decirnos hacia dónde orientar las políticas en educación? Las deficiencias técnicas del Simce no han sido discutidas públicamente, más allá de los genuflexos intentos por decir que el problema no es el Simce, sino que son sus usos. La respuesta entonces tiene una raíz: la utilidad de la medición a las políticas neoliberales de la dictadura y postdictadura.

No es cierto que el Simce en su origen haya sido un instrumento pedagógico. La dictadura cívico-militar, después de su etapa inicial terrorista, necesitó nuevos consensos sociopolíticos en torno a la transformación del Estado en la entente neoliberal que instaló. Uno de estos consensos implicó el desarrollo de modelos de información que permitieran organizar la educación como un mercado. En ese contexto emerge el Simce: como un modelo de información de mercado para la educación. El Simce no llegó a nuestro sistema para orientar procesos pedagógicos. El Simce llegó como un artificio para otorgarle una legitimidad intelectual y técnica a la matriz de medida de un nuevo mercado: la educación escolar. Lo obvio, al buscar un consenso, fue enmascarar la herramienta que buscaba mercantilizar la educación como un modelo neutro de «calidad» educativa, de allí que existan esfuerzos por situarlo como tal y «recuperar su origen». Detrás de eso está el engañoso discurso que dice que los problemas son los usos del Simce y no su existencia. El Simce llegó a crear una mercancía donde antes no se concebía como tal y, por lo tanto, su mantención implica mantener el legado neoliberal de la dictadura contra el cual se han rebelado los movimientos sociales, especialmente a partir del 2011.

Si el nuevo gobierno de Bachelet quisiera orientar sus políticas hacia el reconocimiento de la educación escolar como derecho, en oposición al carácter del Estado subsidiario heredado de la dictadura y sus 24 años de inercia, una iniciativa clave debiese ser la eliminación del Simce. Esto debiese implicar la promoción de un despliegue de nuevas fuerzas creativas que discutan un nuevo modelo de evaluación para la educación escolar, uno que sea consistente con su carácter de derecho y no con el carácter mercantil que le otorga el Simce desde su origen. Se necesita una fuerza crítica destructiva que permita la emergencia de algo nuevo en torno a la evaluación escolar. ¿Se atreverá el gobierno a un proyecto de tal envergadura o seguirá manteniendo el legado de la dictadura y la Concertación, enmascarado en grandilocuentes titulares copiados a la movilización estudiantil? Veremos qué nos dicen pronto, cuando vuelvan a armar la batahola sobre la base de los resultados Simce.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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