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El Simce y la calidad de la educación

Eugenio Severin
Por : Eugenio Severin Director ejecutivo Tu Clase, Tu País. Consultor internacional en educación
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Una tarea urgente y esencial de la Agencia para la Calidad de la Educación sería enriquecer el Simce, lo que no significa agregar más asignaturas, por favor, sino crecer en las dimensiones de la calidad que es capaz de medir en las escuelas, de manera de aproximarnos a una visión más competa y más justa acerca de lo que hacemos y no hacemos allí y, sobre todo, para aportar información útil para tomar decisiones de política educativa.


Se supone que el Simce es un Sistema de Medición de la Calidad de la Educación (eso significa su sigla). Sin embargo, tiene poco de sistema, en cuanto suele ser asociado simplemente a una prueba estandarizada y universal (o un conjunto de pruebas) y a un ranking que se elabora con sus resultados.

En estricto rigor, tampoco mide la calidad de la educación, apenas la eficacia de las escuelas en pasar el currículo.

Empecemos por ver si podemos concordar en qué significa, siquiera, la calidad de la educación, o al menos la manera en que podría ser medida. Porque concordaremos que se trata de un concepto intangible, por lo tanto imposible de ser medido directamente, aun cuando concordáramos una definición. Por lo tanto, intentemos definir algunos indicadores que puedan darnos alguna aproximación acerca de lo que una educación de calidad podría ser.

Siguiendo cinco dimensiones propuestas por Unesco, consideremos que una educación de calidad debiera hacerse cargo de cinco dimensiones:

1. Relevancia: estar alineada con las necesidades de la sociedad, proveyendo ciudadanos preparados para vivir en comunidad y aportar creativa y productivamente.

2. Pertinencia: conectarse con las necesidades, características y potencial de cada estudiante, permitiendo que cada uno desarrolle al máximo sus habilidades y talentos.

3. Eficacia: lograr los objetivos de aprendizaje que se propone en el currículo que la rige.

4. Eficiencia: hacer un uso apropiado de todos los recursos disponibles (tiempo y preparación de los docentes, infraestructura, tecnologías, textos, etc.) para alcanzar sus objetivos de manera costo-efectiva.

5. Equidad: distribuir los bienes y ventajas asociados a la educación de manera justa entre los miembros de la sociedad.

Concordaremos que un sistema educativo que «punteara» alto en estas cinco dimensiones, podría jactarse de ser un sistema de calidad.

[cita]Una tarea urgente y esencial de la Agencia para la Calidad de la Educación sería enriquecer el Simce, lo que no significa agregar más asignaturas, por favor, sino crecer en las dimensiones de la calidad que es capaz de medir en las escuelas, de manera de aproximarnos a una visión más completa y más justa acerca de lo que hacemos y no hacemos allí y, sobre todo, para aportar información útil para tomar decisiones de política educativa.[/cita]

¿Qué nos dice el Simce? Bueno, como adelantábamos, el Simce nos habla de la dimensión 3, nos cuenta con cuánta eficacia las escuelas son capaces de transmitir el currículo. No nos dice nada acerca del aprendizaje de cada estudiante, ya que, aunque es una prueba censal (es decir, que la rinden todos los estudiantes del nivel), tiene formas distintas porque no se propone revelar resultados a nivel individual, sino a nivel de escuela.

El Simce también ha servido para decirnos algo sobre la dimensión 5. Nos muestra año a año cómo nuestras escuelas son reflejo de la tremenda segregación y desigualdad en la sociedad. Los niños pobres que asisten a escuelas pobres están prácticamente condenados a mostrar resultados pobres. Y esto no tiene que ver con su talento innato. Hay ejemplos de escuelas que, pese a todo, logran ofrecer espacios de aprendizaje a estudiantes de menores recursos. Una muy honrosa y heroica excepción.

Todavía el Simce nos enseña algunos aspectos, insuficientes hay que decirlo, de la dimensión 2. Por ejemplo, gracias a las encuestas asociadas a su aplicación, podemos extraer algunas conclusiones sobre factores asociados a la pertinencia, como género, origen étnico, ingreso, capital cultural familiar.

Sin embargo, el Simce no nos dice nada sobre la relevancia de lo que los estudiantes aprenden. Y hay muchos que venimos señalando hace tiempo que el infinitamente amplio currículo chileno tiene serios problemas de ajuste con las demandas de la sociedad del conocimiento. Para no profundizar en esto aquí, bastaría recordar que nuestro currículo se propone cerca de 250 «objetivos de aprendizaje» para cada año. Los estudiantes debieran alcanzar más de un objetivo al día para cubrir todo el currículo, y muchos de ellos, son fórmulas, reglas o fechas que deben memorizar. Y que seguramente olvidarán después de la prueba.

Tampoco nos dice nada acerca de la eficiencia del sistema, de los recursos que unas u otras escuelas usan y requieren para producir aprendizajes de calidad. Hoy día tenemos una subvención escolar que está entre 50 y 70 mil pesos (dependiendo del índice de vulnerabilidad de la escuela). ¿Es ese un monto suficiente o no para los resultados que esperamos? Y si creemos que es insuficiente, ¿cuánto más debiéramos gastar, 10%, 50%, el doble, el triple? No lo sabemos.

Resumamos: nuestro Simce actual, entonces, nos muestra que nuestras escuelas tienen una eficacia relativamente baja, incluso en los establecimientos privados, que nuestro sistema no es equitativo ni tampoco especialmente pertinente. Y no nos dice nada acerca de su relevancia ni eficiencia.

Dada esta parcialidad, lo primero que debiéramos hacer es dejar de considerar al Simce, al menos en su configuración actual, como un descriptor definitivo de la calidad de las escuelas o del sistema educativo en su conjunto.

Hace algún tiempo, a propósito de una de las cíclicas polémicas en torno al Simce, una autoridad declaró el absurdo que representaba querer diagnosticar y curar la enfermedad (que es la falta de calidad en nuestra educación) rompiendo el termómetro (eliminando el Simce). Y tenía razón, no puedo estar más de acuerdo. Aún con sus limitaciones, el Simce nos entrega información valiosa.

Pero resulta igual de absurdo querer diagnosticar y curar todas las enfermedades educativas sólo con uno y el mismo limitado termómetro. Una tarea urgente y esencial de la Agencia para la Calidad de la Educación sería enriquecer el Simce, lo que no significa agregar más asignaturas, por favor, sino crecer en las dimensiones de la calidad que es capaz de medir en las escuelas, de manera de aproximarnos a una visión más competa y más justa acerca de lo que hacemos y no hacemos allí y, sobre todo, para aportar información útil para tomar decisiones de política educativa.

Una última palabra acerca de la difusión de los resultados del Simce. Durante muchos años, esta prueba ha vivido bajo el paradigma del mercado, en donde se espera que la publicidad de los resultados, en forma de ranking de las escuelas, va a iluminar la decisión de los padres. Eso no sólo no ha ocurrido, según demuestran todas las investigaciones, sino que ha perjudicado los esfuerzos de mejora de las escuelas más vulnerables.

Una decisión más importante y rápida de implementar por la Agencia es terminar con la publicación del famoso ranking. El Simce, el limitado de hoy y el enriquecido de mañana, debe ser sobre todo un insumo para que las escuelas, los docentes, las comunidades escolares y sus sostenedores puedan conocer sus resultados y tomar decisiones institucionales, pedagógicas o de gestión para mejorarlos. Lo demás, es farándula educativa y, de esa, ya hemos tenido suficiente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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