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Colegio de curas Opinión

Colegio de curas

Juan Guillermo Tejeda
Por : Juan Guillermo Tejeda Escritor, artista visual y Premio Nacional "Sello de excelencia en Diseño" (2013).
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El demonio putrefacto y el pecado, el omnisciente ojo de Dios, el ángel de la guarda, la vida eterna, sujetaban nuestros actos o al menos les quitaban la alegría, la espontaneidad. De tal manera que yo me esforzaba por salvarme y, cosa más difícil, por salvar a mi padre, quien por otra parte no manifestaba demasiado interés por mis esfuerzos y seguía fumando y leyendo tranquilamente. Con todo, intuí pronto que ni los curas con sus sotanas ni los compañeros más católicos o sus familias creían realmente demasiado en todo aquello. Convivían con la fe de manera más bien burocrática, sin sentir mucho nada.


Permanecí secuestrado en un colegio de curas durante diez años allá por los cincuenta y sesenta, y ello se debió a la influencia y finalmente imposición de mi familia materna. Mi padre, librepensador, estuvo considerando para mí un colegio laico, el Manuel de Salas, pero ante la eventualidad de que allí harían de mí, según mi abuela explicaba con angustia, un ateo, un masón… mi madre y mis tíos se movilizaron, pasaron por encima de las consideraciones paternas, y finalmente financiaron esa educación religiosa en el Liceo Alemán de Santiago.

Mi abuela me pasaba cada mes un rollo de billetes para que se lo diera al cura ecónomo, el padre Pelzer, con el cual estaba yo a menudo en deuda. El cura sonreía y mostraba unos colmillitos. En casa, mi padre fumaba, escuchaba a Mozart, observaba, no decía nada.

Yo iba, lo que se llamaba entonces, “adelantado”, estatus resultante de la total falta de criterio de poner a un niño intelectualmente despierto con compañeros dos años mayores, lo que perjudicó mi vida social, ya que además de ser menor era corto de estatura, y en general nunca me ha gustado que me obliguen a socializar en grupos cerrados, prefiero hacerlo a mi modo, que quizás no sea modelo de nada pero es el mío.

Lo más violento de mi educación fue lo que considero, como he dicho, un secuestro, es decir la imposición violenta, contra mi voluntad, de un horario diario de 8 de la mañana a 4 de la tarde con un ratito para almorzar solo en casa, o sea, casi una jornada laboral en tareas despreciables que me repugnaban. Era un régimen carcelario abierto. Este sistema lo consideraba entonces todo el mundo muy bueno y se sigue imponiendo en todos los colegios, pero para mí es aberrante. Creo en las puertas abiertas y la libre circulación de las personas, sin ello no hay aprendizaje, sólo adoctrinamiento. Privarlas de su tiempo es quitarles quizá lo único que tienen en esta vida.

Alguien decía que tuvo que interrumpir a los seis años sus estudios para ir al colegio, y no puedo estar más de acuerdo. Lo que los niños necesitan es libertad para aprender lo que les dicta su curiosidad infinita y su enorme energía, algunos recursos, y determinadas compañías de distintas edades. Uno aprende muchísimo con libros, con amigos, de vacaciones en el campo, con los vecinos, con su papá, con los hermanos y primos. Hoy podemos sumar Google, las redes sociales y tanta otra cosa que nos hace sentirnos parte del mundo.

[cita]Administrativamente, los castigos eran las malas notas, las inasistencias, la repitiencia de curso, la expulsión de la sala, la expulsión del colegio. También estaban las metodologías de disuasión corporal. Recuerdo al padre Andrés dando cachetadas, le decíamos el macho Andrés, era un enorme cura macizo y rojo, de mirada azul. En la sección palizas, que combinaban palmadas, mandobles con el revés y patadas, vi una muy completa propinada por el cura Romahn a uno de mis amigos en la sala de clases. El cura estaba desatado, completamente fuera de sí. En cuanto a golpes dados fríamente con el puntero de madera sobre las palmas, que el castigado debía presentar con los brazos estirados y ante todo el resto de la clase mirando, recuerdo al padre Martín. [/cita]

Pronto me di cuenta, sin embargo, de que los mayores experimentan una especie de orgasmo familiar o una sensación de seguridad si ven a sus niños encerrados en salas de clase durante muchas horas todos los días. La sala de clases es ante todo un recinto de confinamiento y castigo, o al menos así lo viví yo con mucha fuerza en el colegio. Un lugar penumbroso, austero, sórdido, desprovisto, presidido por el crucifijo de una divinidad sangrante y doliente, donde los comportamientos estaban severamente reglados, y en cuyo espacio finalmente hace uno entrega de su propio cuerpo, de sus gestos y movimientos, de su libertad para vestir o moverse, un lugar donde ni siquiera está permitido –es increíble– hablar con libertad. La sala de clases es la cárcel. A diferencia de la casa, que es un espacio natural al cual la gente llega sin que le pasen lista, la sala de clases es un espacio artificial, que sólo funciona cuando hay coacción, y apenas ésta cesa todos salen corriendo de allí.

El carcelero era un cura, o un profesor de luces en general muy medianas, personajes que sin gran convicción hablaban estupideces del tipo ojos facetados de la mosca, causas de las guerras púnicas, sujeto y predicado, naturaleza de la Santísima Trinidad, raíces cuadradas, sistema periódico de los elementos. Yo atendía, me aprendía aquello superficialmente, lo recitaba luego en la pizarra o en alguna prueba infame, obtenía una nota, y así seguíamos sumidos en ese letargo infinito envuelto en miedo.

A mí las notas no me decían ni me dicen nada, salvo algo relacionado con el miedo, las humillaciones y la ansiedad. Mi padre, atento siempre a lo intelectualmente vivo, jamás miró mis notas, si había que firmar una libreta se reía y se concentraba en su hermosa caligrafía sin interesarle para nada lo que un cura de cerebro cautivo llegara a traducir, mediante números, de alguna miserable actividad por mí desarrollada en aquel colegio. Por eso quizá es que no creo ni en las buenas ni en las malas notas. O sea, alguna cosa quieren decir, como algo nos ilustra la expresión facial de una persona, o su modo de relacionarse o de vestir. No puedo entender la pretensión de poner a las notas en el centro del sistema escolar. Los indicadores no son jamás la cosa, y mientras más se mide algo, menos presente está su ser.

Poco tenía eso que ver con mis auténticas inquietudes por conocer el mundo, por enterarme por ejemplo de la firme resistencia de los mapuches a los invasores hispánicos, o el tamaño del cosmos, o la vida en los castillos medievales, o la libertad de pensamiento frente a los curas que quemaban vivos a los herejes, o la organización del poder político y civil a través de la democracia, o la historia del desnudo en la fotografía, materias estas que a medida que se iban presentado desordenadamente en mi mente, iba mi padre ilustrando con la ayuda de su maravillosa biblioteca, de sus autores favoritos, de sus enciclopedias, sus revistas o diarios, y su bienestar explicativo. En verdad él fue mi profesor, los curas apenas unos carceleros, y los profesores unos como suboficiales o celadores del confinamiento escolar.

También leía maravillado las historias de Salgari, o de Peter Pan, o La Isla del Tesoro, todos esos cuentos de príncipes valientes, dragones, tesoros, piratas, reducidores de cabezas, brujos y brujas, animales feroces que se comportaban como personas, caballeros andantes, viajes a la luna, o las revistas de cómics, y miraba los dibujos animados que daban en el cine, y las primeras películas en color con toda su majestad.

Pero estos mundos maravillosos eran odiados o despreciados por los curas. El afán de ellos era que yo aprendiera precisamente lo que no tenía mucho interés para mí, ahí les brillaban los ojos, en la triunfante imposición de lo no deseado por el otro estaba su resentido goce.

A estas humillaciones esenciales se añadió el uniforme con su corbata, que yo detestaba con toda mi humanidad. ¿Por qué vestir todos iguales? Decían que era para que no hubiera diferencias resultantes del mayor o menor poder adquisitivo de los alumnos. Ridículo, porque mi colegio era privado y había que pagar bastante caro, las familias eran seleccionadas por los curas, y además hacían negocio, o sea, que el Liceo Alemán era un motor del lucro y la segregación social.

En esos años había unos pocos colegios para los niños más ricos y otros tantos para las niñas ídem, todos a cargo de curas o monjas. Los Padres Franceses o Sagrados Corazones, el Liceo Alemán que abrió su sede en el barrio alto con el nombre de Verbo Divino, San Ignacio que también puso sucursal más cuica en Pocuro. No han cambiado mucho las cosas. Con sus modales suaves, los curas olfatean y siguen certeramente el dinero.

En mi colegio había niños de familias de toda la vida que habitaban en ese barrio antes elegante, o sea, las calles Moneda, Agustinas, Huérfanos, Compañía, Monjitas, Cienfuegos, Almirante Barroso, o al otro lado de la Alameda, palacetes, casonas con aire aristocrático, familias con fundo, con apellidos famosos. A medida que esa gente emigraba al barrio alto, los curas trasladaban sus colegios. También había una clientela alemana de ingenieros o técnicos de clase media, con ese toquecillo antipolítico o decididamente hostil a cualquier forma de tolerancia republicana. Por último, había algunos desorientados, y yo creo que estaba en este último grupo.

En el colegio aprendí primeramente que todo lo que allí se enseñaba carecía de dignidad y se sostenía sobre la base de castigos. Es una mentalidad, una amargura existencial. La vida, en esta perspectiva, es una cárcel a la que hay que acostumbrarse jovialmente, y la tarea de los educadores es reproducir esa cárcel, llevarla a todos los terrenos de la existencia y hacer de nosotros también unos carceleros. Todo lo que se le dice a una autoridad es de mentira o muy calculado, o sea, que el lenguaje opera en la degradación, y lo que adicionalmente cuenta es el oscuro sindicato estudiantil que trata de boicotear al colegio, humillando de pasada mediante un enérgico y sostenido bullying oficialmente tolerado a todo aquel que no ofrezca un perfil estandarizado y no logre defenderse. Las relaciones que priman son, en consecuencia, la hipocresía, la violencia, el odio, la indiferencia, la falta de energía natural, el letargo soporífero. Para mí todo aquello era y sigue siendo, frontalmente, basura.

Afortunadamente jamás me hicieron bullying, aunque vi cómo dos o tres de mis compañeros de curso, animados por unos cuantos más, a veces por toda la clase –en ambientes así todos incursionamos en la maldad y quizá a estas alturas debiéramos hacer examen de conciencia y disculparnos debidamente–, hostilizaban a quienes por la razón que fuera, social, racial, física, económica, etc., sostenían identidades diversas. Éramos niños y nos nutríamos de un ambiente reseco y cruel. Institucionalmente, mi colegio trabajaba con entusiasmo, duramente, en contra de la diversidad y en contra de la tolerancia. Para qué decir del desprecio e incompetencia con que se abordaban el arte, la cultura, la literatura, el cine y en general todo lo que tuviera algún tufillo a cosa cultural.

Aparte de los castigos que operaban en los recreos a cargo de los compañeros, y que consistían –resulta inconfortable recordarlo ahora– en burlas, humillaciones chistosas, patadas al pasar, de vez en cuando un par de combos, sesiones semanales de cachetadas en patota para uno que le había dado un beso a un compañero, a ver si aprendía a ser hombre, festivales jocosos de escupos de muchos en contra de alguno, confiscación de prendas de vestir o colaciones, vacío, ley del hielo, etc., aparte de estas prácticas innobles, estaba el set de castigos institucionales del colegio.

Administrativamente, los castigos eran las malas notas, las inasistencias, la repitiencia de curso, la expulsión de la sala, la expulsión del colegio.

También estaban las metodologías de disuasión corporal. Recuerdo al padre Andrés dando cachetadas, le decíamos el macho Andrés, era un enorme cura macizo y rojo, de mirada azul. En la sección palizas, que combinaban palmadas, mandobles con el revés y patadas, vi una muy completa propinada por el cura Romahn a uno de mis amigos en la sala de clases. El cura estaba desatado, completamente fuera de sí. En cuanto a golpes dados fríamente con el puntero de madera sobre las palmas, que el castigado debía presentar con los brazos estirados y ante todo el resto de la clase mirando, recuerdo al padre Martín. Eran pastores de otro tiempo, que arreaban como podían a sus ovejas, eso era parte de su deber. Las humillaciones públicas sarcásticas o irónicas se confiaban a los profesores.

No hay como la disciplina, decían entonces, para domesticar a los niños y enseñarles a ser ordenados, para inculcarles un método. Nos inculcaron su método. El insoportable tedio de la enseñanza, además, le daba a la burla y a la violencia en contra de los más débiles el encanto que suelen tener los pasatiempos digamos circenses, pasatiempos en este caso miserables y malformadores.

Por encima de la violencia de los compañeros en el patio y de los curas en acción pedagógica, flotaban las doradas amenazas y coacciones de tipo espiritual que provenían de la fe. El infierno era pintado vivamente por esos curas amargos y depresivos en sus prédicas y en las clases de religión. El órgano de la iglesia tronaba en medio de las misas, y quien no estaba en estado de gracia (teníamos nueve, diez, doce o catorce años) podía irse al infierno eterno y ser consumido diariamente por las llamas, situación que se hacía extensiva, además, a mi padre, por ejemplo, ya que él no iba a misa. El demonio putrefacto y el pecado, el omnisciente ojo de Dios, el ángel de la guarda, la vida eterna, sujetaban nuestros actos o al menos les quitaban la alegría, la espontaneidad. De tal manera que yo me esforzaba por salvarme y, cosa más difícil, por salvar a mi padre, quien por otra parte no manifestaba demasiado interés por mis esfuerzos y seguía fumando y leyendo tranquilamente. Con todo, intuí pronto que ni los curas con sus sotanas ni los compañeros más católicos o sus familias creían realmente demasiado en todo aquello. Convivían con la fe de manera más bien burocrática, sin sentir mucho nada.

El colegio le ponía mucho ímpetu al deporte entendido como un culto austero del cuerpo, orientando ese esfuerzo a quebrar récords y ganar pruebas. Nos preparábamos durante meses para los campeonatos interescolares de atletismo. De modo menos declarado se veía al deporte como una herramienta cristiana para ganar la lucha por la pureza y contener los naturales deseos eróticos de los estudiantes, por cierto todos varones. Me costó años, más tarde y mucho después del colegio, retomar un contacto amable con mi propio cuerpo y mi propia musculatura, considerados insuficientes por los estándares deportivos del Liceo Alemán, cuyos profesores de gimnasia venían de la Escuela Militar con cara de mala uva.

No todo fue tan malo, sin duda. De los boy scouts debo agradecer que me hicieran descubrir la belleza de la vida al aire libre de nuestro país, los lagos y bosques, las constelaciones, el orgullo de marchar, acampar y sobrevivir, el gusto por la vida grupal. Fui parte de la Academia Literaria, un grupo donde nos tratábamos de usted unos a otros. Hice algunos amigos, y conservo en la memoria lo hermosamente vivido y compartido en esas amistades.

En cuanto a la política, se estimaba como decente no hablar de nada que tuviera relación con democracia, participación social, partidos políticos, visiones de la vida colectiva. En realidad los curas odiaban la política y odiaban a los izquierdistas, y la democracia los hacía sufrir. Era un colegio de ambiente ultraderechista.

Algunos de mis compañeros guardan hasta hoy un bonito recuerdo del Liceo Alemán, me consta, y por eso creo que los colegios no son en sí ni buenos ni malos, sólo establecen un marco donde los niños tienen experiencias de aprendizaje, cada cual a su modo y desde su realidad. Felices ellos que aprovecharon bien un tiempo de sus vidas y unos recursos.

Me consta que el aprendizaje está en todas partes, y ocurre a cada instante. No creo en que las cosas “se enseñen”, uno se educa de manera múltiple, sobre todo aprendiendo de quien admira o de quienes quiere, emulando, buscando, equivocándose, entrando en cosas nuevas. Yo no recuerdo haber admirado ni menos querido a ningún cura o profesor de ese colegio. Con una excepción quizá, el cura Smith, un norteamericano que por razones que nadie entendía bien era miembro de esa congregación alemana, y este cura, al que llamaban el Chuzo, era como un cowboy con sotana. No sé por qué se ganó mi respeto. El padre Limberg era también rudo, y aunque no era yo su fan sentí alguna vez una oleada de simpatía por sus actitudes, digamos, paganas, más en contacto con la tierra que con el cielo. Igual eran seres rojizos, lejanos, implacables.

Tras mi fastidiosa experiencia en el Liceo Alemán de Santiago, entre 1953 y 1963, quedé algo escéptico respecto a la bondad de los colegios. Eran aquellos otros tiempos, absolutamente, pero el núcleo del invento sigue vigente: recintos cerrados con muros o rejas, segmentación de los espacios en salas, de los tiempos en horarios, de las materias en ramos, de las personas por edades y roles, uniformes, aburrimiento, disuasión más ruda o más suave a quienes se resisten, notas, etc. Y una sospechosa coincidencia del horario de los colegios con la jornada laboral de los padres, o sea, que en muchos casos en lugar de hablar tanto de educación debieran confesar que se trata de aparcar a los niños en algún lugar, de deshacerse de ellos.

Es la de los colegios un tipo de enseñanza estandarizada por razones de control y de economía operativa, y que adicionalmente introduce a los niños a la vida esclava de los trabajos absurdos en jornadas innecesarias, sosteniendo aquel absurdo andamiaje mediante lenguajes hipócritas. Los colegios asumen y transmiten la gran tradición opresora de las galeras, las plantaciones de algodón, las minas, los internados, los regimientos, los conventos, las oficinas o los hospitales.

La educación real, la que nos hace personas, no es ni puede ser estandarizada. Por el contrario, es una sucesión de momentos resplandecientes, y ocurre con intermitencia a lo largo de toda la vida. Se basa en la confianza y no en la desconfianza, se da como un proceso dialéctico, de transformación, con avances y retrocesos, vueltas, olvidos e inmersiones, siempre en libertad. Cuando hemos aprendido nos sentimos un poco otros.

Es algo que no tiene nada que ver con recintos cerrados. Tampoco con notas, castigos, uniformes, asistencias, útiles escolares u horarios, y menos aún con congregaciones religiosas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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