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Las falacias de la derecha frente a la reforma tributaria Opinión

Las falacias de la derecha frente a la reforma tributaria

Pablo Torche
Por : Pablo Torche Escritor y consultor en políticas educacionales.
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Con la actual estructura tributaria, la desigualdad en los últimos años ha tendido a aumentar, no a disminuir. ¿Qué solución propone la derecha para eso? Más aún, muchos datos sugieren en la actualidad que las empresas y la gente de altos ingresos terminan pagando en la práctica menos impuestos proporcionales que los de bajos ingresos, lo que se opone a un sentido básico de justicia.


El fin de semana estuvo inundado de declaraciones de personeros de la derecha criticando la reforma tributaria. La columna de Hernán Büchi, publicada el domingo en El Mercurio, entrega una buena síntesis de los argumentos que se esgrimen para oponerse a esta política pública. Büchi parte denunciando que la discusión se ha reducido a pancartas y eslóganes, pero acto seguido recurre a una serie de eslóganes, y también falacias, para sentar el debate en un terreno muy equívoco.

En primer lugar, asegura que, desde la óptica ideológica del Gobierno, subir los impuestos es siempre considerado deseable y positivo, algo que, a decir verdad, nunca ha sido parte del ideario de la Concertación, por mucho que les pese a ciertos grupos de esta misma. A continuación, Büchi sugiere, mañosamente, que el objetivo de esta reforma sería “atacar a las empresas”. A partir de esto, termina el primer párrafo de su columna asimilando subrepticiamente la reforma tributaria de Chile a las políticas económicas implementadas por los gobiernos de Argentina y Venezuela, algo que simplemente se aparta de la realidad.

Lo que hace Büchi es pura política del terror, o al menos de la desinformación, porque en el discurso de la Concertación –y en particular de los Ministros de Hacienda– jamás ha primado una visión “antiempresarial”, ni menos una cercanía con el manejo económico del gobierno venezolano o argentino. Me atrevería a decir que la tendencia durante estas últimas dos décadas ha sido más bien la contraria, “mimar a los empresarios”. Esta es la razón por la cual, hoy en día, los políticos de todos los colores plantean la necesidad de reducir los abusos de las grandes empresas, y regular mejor su accionar. La visión de que las empresas y el mercado son por esencia malos, y que poco menos que hay que suprimirlos de la faz de la tierra, forma parte de un radicalismo que ya prácticamente no existe en la izquierda chilena. Si de radicalismos se trata, el único que sobrevive es más bien el de la derecha, que trata a las empresas y los impuestos como un territorio sacrosanto, que no se puede tocar.

Más allá de la burda exageración, el centro del argumento de Büchi –así como de otros economistas de derecha, como Juan Andrés Fontaine, en La Tercera del domingo– se centra en la advertencia de que un alza de impuestos va a terminar por afectar la inversión, y por ende el crecimiento y el empleo. Fontaine menciona estudios que calculan que la reforma tributaria tendrá un impacto en crecimiento de entre medio y un punto porcentual al año, y parece sugerir que podría ser aún mayor, dado su efecto en las expectativas. Büchi es más explícito, pues asegura que todo lo recaudado se traducirá automáticamente en una disminución del ahorro y, por ende, de la inversión. Llega al extremo de declarar que la reforma tributaria no sólo aumentará la pobreza, sino también la desigualdad.

[cita]Es también muy relevante determinar hasta qué punto la concentración del capital en unas pocas manos resulta aceptable, y en qué momento comienza a volverse nociva, o incluso riesgosa para la estabilidad del sistema democrático. Uno de los problemas del Chile actual, de hecho, es que todo hay que preguntárselo a un grupo extremadamente reducido de 10 o 20 personas que detentan gran parte del poder económico del país y ningún grado de validación democrática o escrutinio público.[/cita]

El argumento de Büchi –así como de gran parte de la derecha, cada vez que se propone una reforma tributaria– parece excesivamente fatalista, y la historia ha demostrado que sus malos agüeros a menudo no se cumplen: Aylwin, por ejemplo, logró la aprobación de una reforma tributaria que implicaba claramente un alza, en un país con 5 mil dólares per cápita (hoy tenemos más de 16 mil), y tuvo un ciclo de gran crecimiento económico.

Pero más allá de esta casuística, que ciertamente se inscribía en condiciones muy distintas, las predicciones de la derecha resultan fatalistas sobre todo porque no proponen nada a cambio, ven sólo una parte de los problemas, la otra la ignoran por completo. Büchi dice rechazar la reforma tributaria porque ésta puede aumentar la desigualdad, pero no propone nada para reducir la desigualdad de otra manera. Se señala también que la preocupación es el empleo, pero llevamos varios años cerca del pleno empleo y eso no ha solucionado el problema de la desigualdad: por el contrario, a parte de la ciudadanía le da la impresión de que la ha agudizado. Los representantes de la derecha son ciegos a esta parte del problema, simplemente lo ignoran, como si no formara parte de la sociedad ni de las demandas ciudadanas.

No digo que haya que olvidarse del crecimiento y concentrarse sólo en la distribución del ingreso. Desde luego el crecimiento es importante, pero también lo es avanzar hacia una sociedad con grados más dignos de equidad. Es necesario conjugar las dos preocupaciones para realizar un análisis global de la reforma tributaria, y no sólo parcial, con los datos que le convienen a un determinado sector.

Con la actual estructura tributaria, la desigualdad en los últimos años ha tendido a aumentar, no a disminuir. ¿Qué solución propone la derecha para eso? Más aún, muchos datos sugieren en la actualidad que las empresas y la gente de altos  ingresos terminan pagando en la práctica menos impuestos proporcionales que los de bajos ingresos, lo que se opone a un sentido básico de justicia. Aun si fuera cierto que los impuestos a las empresas no pueden subirse, porque terminan afectando el crecimiento, y por ende el empleo, entonces quiere decir que nos encontramos en un callejón sin salida, porque significa que estamos “obligados” a perpetuar una situación en que los ricos pagan menos impuestos que los pobres. La estructura tributaria del país no sólo no mejoraría la distribución del ingreso, sino que incluso la empeoraría, potenciaría la desigualdad. Sería como la paradoja de Zenón, pero agravada: no sólo las diferencias nunca se acortarían por completo, sino que serían necesariamente cada vez mayores.

Ni a Büchi ni a Fontaine –ni a la derecha en general– parece preocuparles esta situación, no se refieren a ella. Tampoco se dice nada de aspectos en que la actual estructura de tributación simplemente no funciona, o se presta para un cierto tipo de elusión institucionalizada. No hay ninguna palabra respecto de que la actual estrategia tributaria asociada al FUT pueda ser utilizada por las empresas como un mecanismo para retirar utilidades sin pagar impuestos. Lo mismo ocurre con los miles de profesionales de altos ingresos (médicos, abogados, etc.), que lo primero que hacen cuando empiezan a ganar sueldos millonarios es formar sociedades para eludir impuestos, porque las empresas pagan menos impuestos que las personas de altos ingresos. Hay un sentido básico de justicia que debería llamar a rebelarse, al menos a cuestionarse, si es que las personas de más ingresos terminan pagando menos impuestos proporcionales que las de bajos ingresos, pero esta preocupación está curiosamente ausente de la mirada de la derecha, es un problema para el cual son daltónicos.

Al final, el discurso técnico-político de la derecha termina por decantarse en algo muy parecido a una defensa de los intereses de las grandes empresas y los grandes capitales, pero que tiene muy poco que decir en términos de distribución del ingreso, de igualdad o, simplemente, de justicia. Da la impresión de que la desigualdad extrema de Chile fuera para ellos sólo una variable de ajuste, una externalidad –suponemos que negativa, aunque ni siquiera de eso estoy seguro–, de la aplicación irrestricta de un sistema económico de mercado, orientado exclusivamente a producir más crecimiento.

Nadie niega que el crecimiento económico sea importante, hay amplio consenso político en torno a eso, pero no puede ser a costa de una sociedad desigual e injusta. Esto conlleva necesariamente un problema social y político mayor, pues contradice una de las expectativas y principios básicos de los ciudadanos. Si el crecimiento va a ser a costa de mayor desigualdad –como parece que viene siendo el caso en Chile en las últimas décadas– , cabe preguntarse ¿para qué estamos creciendo? Estamos construyendo una sociedad más rica en términos agregados, pero más enferma en términos sociales.

Tanto en su posición a priori contra cualquier tipo de alza de impuestos, como también en la desconfianza de que estos recursos puedan ser utilizados eficientemente, me parece que lo que hace la derecha es atrincherarse en un ideologismo más rígido que el que pretende denunciar. “Subir los impuestos y aumentar el poder del Estado siempre es malo”, parece ser su mantra, sin ninguna consideración de las necesidades y demandas del país, del tipo de sociedad que estamos construyendo. Se trata de meras caricaturas y eslóganes, tal como los que se critican, es lo mismo que decir “las empresas y los empresarios son malos y hay que destruirlos”. El Estado –al igual que el mercado o los empresarios–, no es algo bueno o malo en sí mismo, no posee un valor moral determinado. Es simplemente un mecanismo utilizado para expresar y promover la voluntad colectiva en torno a ciertos asuntos y principios básicos de una sociedad.

El punto de fondo de este debate, me parece a mí, es la importancia que les concedemos a los grados de igualdad o desigualdad, como una dimensión en sí misma de la justicia y sanidad de una sociedad, más aún, como una de sus condiciones de supervivencia. Desde este punto de vista, el grado de desigualdad no debe ser visto como simplemente un derivado o consecuencia –más o menos indeseable– de una determinada política económica. Por el contrario, en alguna medida tiene que convertirse en el objetivo mismo de esa política.

Se trata, por tanto, de ponernos de acuerdo acerca de algunos estándares básicos de justicia e igualdad en la sociedad que queremos construir. Es un debate que recién comienza, pero en cual muchos países han recorrido ya un buen trecho. Resulta importante, en este sentido, avanzar en la construcción de indicadores consensuados de desigualdad, como por ejemplo la diferencia entre el primer decil y el último, o el grado de acumulación del producto en las principales empresas del país. A partir de estos indicadores, sería posible fijar metas país (tal como se hace en relación con la medición de la pobreza y la indigencia), que puedan ser parte del debate público y monitoreadas activamente por la ciudadanía. Es también muy relevante determinar hasta qué punto la concentración del capital en unas pocas manos resulta aceptable, y en qué momento comienza a volverse nociva, o incluso riesgosa para la estabilidad del sistema democrático. Uno de los problemas del Chile actual, de hecho, es que todo hay que preguntárselo a un grupo extremadamente reducido de 10 o 20 personas que detentan gran parte del poder económico del país y ningún grado de validación democrática o escrutinio público. Todos estos puntos son parte de un debate democrático fundamental. No tienen nada que ver con otorgarle un poder omnímodo al Estado, sino más bien constituyen dimensiones básicas sobre las que es necesario llegar a un acuerdo social.

La discusión sobre la reforma tributaria no debiera quedarse en antinomias ideológicas anticuadas –como intenta instalarlo la derecha–. La mayor parte de la ciudadanía parece haber superado ya esa dicotomía excluyente entre el Estado y el mercado, y haber asumido en cambio un sistema político donde Estado y mercado coexisten de manera integrada. En este contexto, resultaría mucho más fructífero analizar el tema de los impuestos poniendo el foco en el crecimiento, y también en el objetivo de superar la grave desigualdad del país. Este último constituye un desafío político clave, que constituirá de modo creciente un indicador del grado de desarrollo de Chile. La izquierda hace bien en comenzar a fortalecer su discurso al respecto. La derecha, en cambio, parece haberse quedado en la mera política del terror.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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