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El Ministro Eyzaguirre y los “pies desnudos de la mayoría” Opinión

El Ministro Eyzaguirre y los “pies desnudos de la mayoría”

Eduardo Sabrovsky
Por : Eduardo Sabrovsky Doctor en Filosofía. Profesor Titular, Universidad Diego Portales
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La focalización, así entendida, tiende a invisibilizar a las élites y al poder político; este fenómeno es el caldo de cultivo para la ideología del populismo neoliberal, una paradójica ideología política para la cual cualquier consideración política no sería más que un divertimento, una costosa distracción en relación a lo que serían los “verdaderos intereses” de la ya mencionada “gente”.


“No nos engañemos. A la larga, la selección es un espejismo, porque es arropar a unos pocos para dejarle los pies desnudos a la mayoría.” Son palabras de Nicolás Eyzaguirre, ministro de Educación (El Mercurio, 24/04/2014, C8), “aclarando”, según dice el mismo diario, su posición respecto a la selección en los llamados “liceos emblemáticos”.

La frase tiene resonancias mistralianas que Eyzaguirre difícilmente podría ignorar (“Piececitos de niño / azulosos de frío / ¡cómo os ven y nos os cubren, Dios mío!”). Y también resonancias políticas y sociales, inscritas en el inconsciente colectivo de los chilenos, cuestión que Eyzaguirre tampoco ignora: Mistral clama a Dios ante la miseria, la desprotección, la desigualdad escandalosa, la indiferencia. Ahora bien, la apelación al inconsciente es lo más relevante de los mensajes políticos, tanto por su efecto en el público como por lo que revelan de su emisor. ¿Pretende Eyzaguirre hacernos creer que el ínfimo porcentaje del presupuesto nacional que el Estado de Chile invierte en mantener a unos pocos –demasiado pocos– “buques insignia” (la metáfora es de J. J. Brunner, deplorando su hundimiento anunciado) sería suficiente para poner fin a los horrorosos males que Mistral denunciaba?

Por cierto, la “focalización” de las políticas públicas, iniciada bajo la dictadura, ha puesto fin a las formas de miseria más radicales y visibles. No obstante, el imaginario igualitarista que hoy se ha vuelto dominante entre nosotros, y al que Eyzaguirre también apela tiene, paradójicamente, un fuerte sesgo de clase. En virtud de él, todo podría finalmente ser objeto de redistribución, menos el acceso al poder real, al tecno-poder de nuestros días, estrechamente asociado al saber (un saber integral, que en absoluto se reduce a conocimientos tecno-científicos especializados). Así, se conforma una sociedad de “gente”: consumidores, televidentes, hinchas del fútbol y profesionales “universitarios” que no son más que mano de obra especializada; en tanto, en la sombra, las élites del poder continúan reproduciéndose siguiendo la línea de la herencia y del mayor dinero, en colegios privados y caros y postgrados en prestigiosas universidades del Hemisferio Norte.

La focalización, así entendida, tiende a invisibilizar a las élites y al poder político; este fenómeno es el caldo de cultivo para la ideología del populismo neoliberal, una paradójica ideología política para la cual cualquier consideración política no sería más que un divertimento, una costosa distracción en relación a lo que serían los “verdaderos intereses” de la ya mencionada “gente”. Así, ante a un asunto de tanta relevancia para relegitimar la política, como es la substitución del binominal  por un sistema más representativo y abierto, cuestión aritméticamente imposible sin aumentar el número de parlamentarios, la UDI dice oponerse por razones de costo; peor aún, no falta quien compre el argumento. Por el lado de la izquierda “libertaria”, como la que predomina hoy en la Confech, esta invisibilización tiene su correlato en la idea de que toda desigualdad no sería sino discriminación injusta: de que no se trataría, aún si fuese posible, de un recambio en las élites y en el poder que ejercen, sino de una sociedad sin lo uno ni lo otro. De esta manera, el círculo se cierra: “La izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas”.

[cita]La desigualdad está asociada a las élites del poder, la tecnociencia, la cultura. Mientras la composición de éstas no cambie –tarea de largo plazo– lo más probable es que todo siga más o menos como está. Por cierto, quizás los tiempos ya no están para la formación de élites genuinamente meritocráticas. Habrá que acostumbrarse entonces a que, como sucedió a comienzos de este gobierno –algunos lo recordarán–, el debate en torno al perfil del nuevo ministro de Educación se transforme en una reyerta entre ex alumnos del Colegio Verbo Divino.[/cita]

En una columna publicada en este mismo medio, el psicólogo, PhD y profesor de la PUC Villarrica, Alfredo Gaete, responde una columna anterior de Teresa Marinovic, en la cual ésta defendía la selección de estudiantes por parte de los colegios como un “derecho”, sin más,  a destajo. Lamentablemente, en su respuesta, el Prof. Gaete hace lo contrario: con argumentos que se presentan como científicos (o sea: limitados, una ciencia que no reconoce límites es metafísica o teología) defiende, también a destajo, la no-selección. Con mayor finura analítica por cierto que Marinovic, distingue tres tipos de selección: “Por nivel socioeconómico, la selección por rendimiento y la selección ideológica”.

La segunda sería la ejercida por los “liceos emblemáticos”; me detengo allí. Afirma Gaete que, dada la correlación entre capital cultural y capital económico, tales liceos estarían “en la actualidad virtualmente colonizados por la clase media alta”. Por cierto, omite explicarnos que las correlaciones estadísticas son sólo eso: aplican para los grandes números, al costo de ser ciegas ante las excepciones (y de excepciones, precisamente, aquí se trata). Afirma, además, que éste sería “otro dato que nos entrega la investigación en el área”. No obstante, quizás por razones de espacio, no da la fuente de tal dato; la única que sí da es el libro Dime en qué colegio estudiaste y te diré qué coeficiente intelectual tienes, cuyos autores son los psicólogos Ricardo Rosas y Catalina Santa Cruz, también académicos de la PUC, entidad que también publica el libro (Ediciones PUC, 2013). El libro en cuestión ha sido profusamente comentado; su Capítulo 6, que se refiere precisamente a los “liceos emblemáticos”, ha sido reproducido por Ciper Chile. Revisando este documento, se advierte que sus autores se basan a su vez en un documento de trabajo de investigadores del Centro de Investigación Avanzada en Educación de la U. de Chile, cuyos autores son los investigadores Juan Pablo Valenzuela B. y Claudio Allende (PhD en Economía e Ingeniero Comercial, respectivamente). Y el único “dato duro” en toda esta cadena ha sido extraído de allí: “Solo un 14% de los estudiantes de estos liceos proviene de los dos primeros quintiles de ingreso”, citan Rosas y Santa Cruz. Y de allí  concluyen, sorprendentemente, que su alumnado estaría compuesto “esencialmente [de] estudiantes de familias de mejor capital cultural y económico”.

Cabe hacer notar que en Chile los primeros dos quintiles corresponden a una remuneración mensual de no más de $ 109.000 por persona en un grupo familiar; el quintil más alto abarca –sin discriminar, como les gusta a nuestros “igualitarios”– desde aproximadamente $301.000 mensuales hasta la más obscena riqueza. En este igualitario segmento se ubica, sin duda, la “clase media alta” del Prof. Gaete.

Ante esta acumulación de extrapolaciones y palabras vagas –desde el 14% y los dos primeros quintiles de Valenzuela & Allende, pasando por el “esencialmente” de Rosas & Santa Cruz, hasta llegar a la “virtual colonización” del Prof. Gaete; así, me temo, se construyen muchas “políticas públicas”–, más vale acudir a la experiencia directa. Como ex alumno del Instituto Nacional, del cual egresé en la segunda mitad de los 60, lo he visitado en años recientes, invitado por grupos de estudiantes interesados en el pensamiento filosófico. Lo primero que salta a la vista es el color: los estudiantes del Instituto son hoy de otro color –más morenos– que los de un colegio privado caro, aunque seguramente, igual que ellos, pertenecen a la “clase media alta” del Prof. Gaete: sus padres ganan en promedio más de $310.000. Incluso –¡escándalo!– es posible que haya algunos que ganan del orden de $500.000 o de 1 millón. Estos últimos son, en ocasiones, hijos de integrantes del magisterio, o de profesores universitarios medianamente remunerados, que jamás podrían pagar colegios privados de calidad. Para éstos, liceos como el Instituto son la única posibilidad de que sus hijos no sean menos que ellos: que el capital cultural, obtenido y conservado con esfuerzo, no se dilapide. Y, para el país en su conjunto, la única posibilidad de formar, en vistas al futuro, una élite político-intelectual de origen popular.

Circula otro argumento, que el Prof. Gaete repite: “Está prácticamente demostrado que un aula heterogénea favorece los aprendizajes de todos los estudiantes”, escribe. Y, por cierto, no hacen falta grandes estudios para concluir que es probable que los estudiantes más aventajados, en un aula heterogénea, hagan subir el nivel de sus compañeros más “porros” (paso por alto el “prácticamente demostrado” del Prof. Gaete, quien debe saber que sólo las ciencias deductivas “demuestran”). El problema con este argumento es que se puede leer a la inversa: lo más probable es que simplemente esos mejores, libres de presiones competitivas con sus pares, sean forzados, bullying y adaptación al grupo mediantes, a dejar de serlo.

En la PSU del año 2013, un estudiante del Instituto Nacional obtuvo –es primera vez que ocurre– dos puntajes nacionales. Tal como la prensa lo reportó en ese momento, se trata de un hijo de feriantes de la comuna de Lo Prado (seguramente, también en el quintil de ingreso más elevado). ¿Qué habría pasado con ese muchacho, con el esfuerzo de esa familia, si el Instituto no le hubiese proporcionado un ambiente nutricio y exigente? Más en general, ¿qué pasa con las familias, y con los jóvenes que, excepcionalmente, están dispuestos a sacrificar las satisfacciones inmediatas que la sociedad contemporánea tan seductoramente les ofrece –la TV plana más grande, el automóvil del año, la juerga, la barra brava– a cambio de adquirir capital cultural, o de al menos conservarlo? ¿Tendrán algún lugar, cuando toda diferencia, toda distinción, pasa a ser considerada como odiosa discriminación? ¿Cuando las decisiones más trascendentales se toman sobre la base de correlaciones estadísticas, ciegas ante la excepción?

En Chile, la desigualdad no solamente se escribe con el lápiz y la tiza de la sala de clases. Antes que nada, está “escrita” en el hormigón armado de nuestras ciudades, con su escandalosa segregación urbana; también en una distribución del ingreso en virtud de la cual con sólo poco más de $300.000 mensuales –alcanza para unos 20 libros– se forme parte, “igualitariamente”, del 20% más acaudalado de la nación. Y, antes que nada, la desigualdad está asociada a las élites del poder, la tecnociencia, la cultura. Mientras la composición de éstas no cambie –tarea de largo plazo– lo más probable es que todo siga más o menos como está.

Por cierto, quizás los tiempos ya no están para la formación de élites genuinamente meritocráticas. Habrá que acostumbrarse entonces a que, como sucedió a comienzos de este gobierno, algunos lo recordarán, el debate en torno al perfil del nuevo ministro de Educación se transforme en una reyerta entre ex alumnos del Colegio Verbo Divino.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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