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Arjona en el Municipal: el gusto de los que no tienen gusto Opinión

Arjona en el Municipal: el gusto de los que no tienen gusto

Carla Pinochet Cobos
Por : Carla Pinochet Cobos Dra. en Antropología de la Cultura. Docente Universidad Alberto Hurtado
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El Teatro Municipal de Santiago –y es sintomático que lo diga un Alessandri (RN)– es una “institución centenaria”, receptáculo por antonomasia de las más exquisitas expresiones de la alta cultura: el ballet, la ópera, la música sinfónica y de cámara. Debido al papel que ha desempeñado en nuestra historia cultural, el Municipal detenta una densa carga simbólica. Ha sido y sigue siendo un referente crucial para la construcción del gusto artístico de las élites. Es el territorio de lo docto, de lo culto y de lo sublime.


Basta que la desgracia o la enfermedad nos prive del talento de algún ícono del rock para que las hordas de twitteros repliquen hasta el cansancio una súplica que ya es un lugar común en la era de las redes sociales: “Señor, devuélvenos a (nuestro ídolo) y llévate a Arjona”. Ciertamente pecaríamos de graves si distinguiéramos en esta humorada verdaderos deseos de muerte para el cantautor guatemalteco. Sin embargo, no es casualidad que Ricardo Arjona sea sinónimo unívoco de aberración musical y despierte semejantes pasiones asesinas en ciertos sectores de la clasista sociedad chilena. El polémico concierto de Arjona en el Teatro Municipal este 9 de mayo escenifica a la perfección las sensibilidades en pugna en este impasse.

¿Por qué resulta tan escandaloso que nuestro Municipal reciba al autor de “Señora de las cuatro décadas”? No es la primera vez que este Teatro alberga espectáculos de música popular. Los Jaivas, Electrodomésticos y Jorge González han subido recientemente a este escenario, y sus celebradas presentaciones fueron interpretadas como una positiva apertura de este espacio a nuevas escenas musicales. El debate que ha suscitado el concierto de Ricardo Arjona, sin embargo, parece indicar que no toda apertura es buena. Diversas voces en esta controversia se inclinan por la idea de que hay fronteras culturales que más vale mantener cerradas.

El Teatro Municipal de Santiago –y es sintomático que lo diga un Alessandri (RN)– es una “institución centenaria”, receptáculo por antonomasia de las más exquisitas expresiones de la alta cultura: el ballet, la ópera, la música sinfónica y de cámara. Debido al papel que ha desempeñado en nuestra historia cultural, el Municipal detenta una densa carga simbólica. Ha sido y sigue siendo un referente crucial para la construcción del gusto artístico de las élites. Es el territorio de lo docto, de lo culto y de lo sublime.

[cita]Quizá convenga aclararlo en este punto: me carga Ricardo Arjona. Pasé la adolescencia subiendo el volumen de mi personal estéreo cargado de rock latino, para ganarle a los hits de Arjona que sonaban en la micro. No es ni siquiera un placer culpable: al parecer, la educación ilustrada ha penetrado satisfactoriamente en la conformación de mis gustos. Pero la tirria desmesurada que desata este cantautor entre los circuitos letrados me parece sospechosa, y sólo comparable con la potencia de los fanatismos religiosos.[/cita]

Ricardo Arjona, por su parte, ha demostrado una capacidad equivalente, pero opuesta, de condensar significaciones culturales. El “verso simplón”, el “cliché romántico” y la “picardía cursi” que componen sus canciones han sido combatidas con virulencia, especialmente por parte de sectores medios y altos que identifican en esta música “de mal gusto” una amenaza para su ethos cultural. Se argumenta que Arjona insulta a la poesía al presentarse como un poeta. Degrada la definición de música con la bajeza de sus letras y melodías, que interpelan de manera efectista la sensibilidad popular. Es en este sentido que un miembro del directorio de dicho Teatro lo apoda, no sin razón, como “el Paulo Coelho del pop latino”, y que diversas voces en las redes sociales describen el hecho como “indigno”; “indecente”; o “una falta de respeto a la cultura”. “Anunciaron a Ricardo Arjona en el Teatro Municipal, se expone la crisis cultural de la civilización en toda su magnitud”, reza uno de los tweets más elocuentes.

Hay quienes leen esta “catástrofe cultural” como un triunfo de la necesidad por sobre el proyecto artístico. Se rumorea que el arriendo del recinto bordeó los 14 millones de pesos, y que las premuras económicas del Teatro habrían obligado a flexibilizar los criterios de selección. Esta vía de interpretación –“la necesidad tiene cara de hereje”– deja entrever que el arriendo del Municipal a Arjona constituye una suerte de prostitución de uno de los templos sagrados de la cultura docta. Podemos resumirlo con las palabras de Gian Paolo Martelli, un crítico y profesor de música entrevistado por La Segunda a este respecto: “Don Dinero, poderoso caballero».

Una clave de lectura, a mi juicio, más interesante, emparenta este impasse con la presentación del mismísimo Juan Gabriel en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México, en 1990. Si no faltaron los “apocalípticos” que interpretaron aquel evento como la imposición de la cultura empresarial y televisiva en la catedral de la alta cultura mexicana, allí estuvo Carlos Monsivais para apuntar que la presencia del Divo de Juárez bien podía ser pensada como un reconocimiento de la diversidad y la cultura popular. Así como Juan Gabriel en el Palacio de Bellas Artes, la idea de Ricardo Arjona en el Municipal resulta escalofriante para algunos porque representa la entrada al último bastión de la cultura letrada del gusto de los que no tienen gusto; de la cultura de los que no tienen cultura. Y me parece que, como Monsivais, es preciso leer este gesto en clave política, en la medida en que –en términos de J. Rancière– supone un cuestionamiento de la actual “división de lo sensible”. No es azaroso que se acuse a sus seguidores de no tener oídos. Reconocer el carácter de “música” en las canciones de Arjona supone admitir la voz de los que sólo tienen el grito; la parte de los que no tienen parte en el reparto de lo musical.

Quizás convenga aclararlo en este punto: me carga Ricardo Arjona. Pasé la adolescencia subiendo el volumen de mi personal estéreo cargado de rock latino, para ganarle a los hits de Arjona que sonaban en la micro. No es ni siquiera un placer culpable: al parecer, la educación ilustrada ha penetrado satisfactoriamente en la conformación de mis gustos. Pero la tirria desmesurada que desata este cantautor entre los circuitos letrados me parece sospechosa, y sólo comparable con la potencia de los fanatismos religiosos. Ya lo describió el antropólogo Alfred Gell: si los intelectuales modernos tuvieran una religión, ésta sería la religión del arte. Sus santuarios serían los teatros, las librerías, las galerías de arte. Sus sacerdotes y obispos serían los pintores y poetas; sus teólogos serían los críticos. Y su dogma, sería el dogma incuestionable del esteticismo universal.

Si Gell tiene razón, Ricardo Arjona en el Teatro Municipal no es otra cosa que un sacrilegio, porque su figura y su música atentan contra todos los principios que han edificado el ethos cultural de la burguesía ilustrada. La calidad, sutileza y complejidad estética que serían la garantía del buen gusto, se ven violentadas por las canciones del guatemalteco. Y es aquí donde el viejo Pierre Bourdieu nos mira con cara de “te lo dije”. Nuestra aversión por Arjona se relaciona directamente con una necesidad de diferenciarnos de quienes no poseen esta capacidad de discriminación; de quienes no detentan el capital cultural que permite comprender el “verdadero arte” de sus azucaradas imitaciones. Y esa capacidad, bien lo sabemos, está distribuida en términos de clase.

¿Sería tan enérgica la condena si en vez de Arjona se tratara de la Sonora Palacios? Tiendo a pensar que no. Nos apropiamos sin problemas de los ritmos populares de la cumbia o el sound, ya que la distancia insalvable permite que la ironía sea suficientemente autoevidente. Tal vez lo más peligroso de la música de Arjona –y de los libros de autoayuda de Paulo Coehlo– sea su proximidad. Tememos que nos confundan con uno de sus cultores, y mostramos nuestras credenciales de la elite cultural cuando aborrecemos sus lugares comunes y sus frases prefabricadas. He conocido a los más enfáticos detractores de Arjona entre los fans de Joaquín Sabina.

Aunque la música de Ricardo Arjona nunca será de mi gusto, me alienta pensar que quizás este concierto en el Teatro Municipal consiga que algún ciudadano se siente, por primera vez, en las butacas del centro cultural más antiguo del país. Me gusta creer que, por las razones que sea, tras la experiencia algo habrá cambiado en alguno de los asistentes respecto de su capacidad de apropiarse del patrimonio cultural nacional. Y con un poco de suerte, también el propio Teatro Municipal (y la cultura ilustrada chilena) habrá sentido el remezón.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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